Por Ana María Sanhueza Marzo 20, 2014

© Maglio Pérez

“Mi papá era un tipo altamente peligroso y  paranoico. Tenía un trastorno bipolar que nadie trató, ni siquiera cuando estuvo preso.  Él es el mejor ejemplo de un sistema nefasto, porque de la cárcel salió peor”.

Es la mañana del 23 de marzo de 2011. Aníbal Nolli acaba de llegar del gimnasio a su departamento en Ñuñoa, cuando de pronto recibe un llamado. Es un detective de la PDI. Está alterado. Necesita urgente el número de Ítalo Nolli, su padre. Nervioso, Aníbal le pregunta qué pasa. “Prenda el televisor”, responde el policía.

Aníbal traga saliva y respira profundo. Está acostumbrado a vivir a sobresaltos desde que Ítalo Nolli se convirtió en el líder de la mayor compra y venta ilegal de cobre y consumidor de alcohol y cocaína a destajo. Pero esta vez es diferente. Aunque no es  primera vez que la policía requiere a su padre -años atrás estuvo preso dos veces-, tiene la certeza de que ahora es diferente. Algo le dice que éste es el principio del fin.

Entonces se arma de valor y enciende el televisor. Lo que ve le da escalofríos. Los canales han interrumpido su programación y transmiten en directo una violenta persecución policial por el centro de Santiago: un hombre acaba de disparar y matar por la espalda a dos detectives en medio de un procedimiento de fiscalización por robo y reducción de cobre, y huye a toda velocidad en una camioneta por el centro de Santiago. Lo identifican como Ítalo Nolli Olivan, de 68 años.

Aníbal siente el pecho apretado. Tiene la certeza de que las cosas van a terminar mal: “Sentía que lo más dignificante, de acuerdo a su mente, era morir allí. Él no iba a volver a la cárcel”.

Luego mira su reloj y se da cuenta que el llamado que su padre le hizo poco antes de que le telefoneara el detective, había ocurrido mientras huía de la PDI. Lo curioso no sólo fue que no le contara nada, sino que se escuchara extremadamente tranquilo, todo lo contrario a ese tono irascible que lo caracterizaba. “Mi papá me preguntó que cómo estaba y me dijo que iba camino a mi departamento”, recordará tiempo después.

De pronto, los noticiarios confirman el presentimiento de Aníbal. La cinematográfica persecución termina con su padre acribillado en la calle, mientras la prensa lo bautiza, con justa ironía, como “el Rambo chileno”. Un allanamiento a su departamento en el Condominio Parque de los Reyes ll, en Santiago centro, da la razón al apelativo: la policía encontró una escopeta amarrada desde la puerta a un gatillo, lista para disparar a quien entrara. Además, había cientos de municiones, explosivos y  decenas de armas, propias de alguien que creía vivir en una guerra.

Aníbal apaga la televisión. No llora, porque siempre le ha costado hacerlo. Luego llega la policía y lo llevan detenido junto a su hermano mayor. Ambos saldrán libres a las pocas horas. Pero algo pasa en su fuero interno. Pese al terremoto que vive en ese momento, siente una extraña tranquilidad, una especie de paz que nunca, a sus 27 años, había experimentado.

Se da cuenta, entonces, que ese 23 de marzo no sólo era el fin de Ítalo Nolli, sino también el comienzo de algo nuevo: “El día que murió mi padre empezó la historia de mi vida”.

 
                        
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Marzo de 2014. Aníbal Nolli está sentado en un café de Providencia, vestido de jeans y chaqueta gris. Pronto se cumplirán tres años del crimen de los detectives y la muerte de su padre. Aunque jamás ha ido a verlo al cementerio, todos los días piensa en él.

“Mi papá se ha convertido en el eje central de mi vida. Cada vez que despierto me acuerdo de él. Hoy siento tranquilidad y quisiera que estuviera vivo para que viera las cosas que he logrado. En mis genes tengo mucho de él, como el ser muy racional, pero yo transformo eso en cosas buenas. No tengo su lado agresivo, porque cuando siento rabia, trato de entender por qué la siento y de solucionarla”.

Hoy, a los 30 años, se ha consolidado como maquillador profesional  y experto en efectos especiales. Estudió en Santiago, Italia y España, incentivado por su padre. De hecho, cuando Ítalo Nolli asesinó a los detectives, su hijo tenía un espacio de cambio de look en el matinal Bienvenidos, que conducen Tonka Tomicic y Martín Cárcamo.

Desde ese tiempo ha tenido que aprender a convivir con su nombre y con su historia. “Cada vez que alguien escucha mi apellido, me pregunta:¿Tú eres Nolli, como el asesino?. Y yo respondo: ‘Sí, era mi papá’. Jamás lo he ocultado. Tampoco me avergüenzo”.

Además de maquillador oficial en Chile de la marca alemana Kryolan, Aníbal hace clases en el Instituto AIEP, colabora  en el diplomado de Kinesiología de la Universidad  Finis Terrae y es parte del equipo de profesionales de la Escuela de Formación Televisiva de Canal 13 donde se capacita a los próximos rostros de la estación.

                                                     

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Aníbal trata de rescatar los buenos recuerdos. No son muchos, pero los hay: las idas los domingos en familia al restorán Chez Henry, donde jugaba con sus hermanos arriba de los carros de los postres, y las risas mientras estaba en el colegio. Esto, pese a las imposiciones que Nolli ponía a sus hijos. “A mi papá no le gustaba que fuese nadie a la casa ni que tuviésemos amigos. Porque para él, los amigos estaban en el colegio y punto”.

De niño, Aníbal y sus dos hermanos mayores vivieron en La Florida. “Teníamos mil metros cuadrados de patio”, recuerda. Era un lugar muy amplio, adornado con cuadros, esculturas de mármol, cortinas de terciopelo. También había armas colgadas en las paredes: “Parecía un museo”.

Las habitaciones de los hijos estaban fuera de la casa porque a Nolli no le gustaba el ruido. Se ponía furioso. Una noche de Navidad, mientras la familia cenaba, discutió con su esposa y, además, se molestó con el ladrido de unos perros en la calle. Entonces, tomó su arma y disparó varios tiros al techo del comedor. “A nosotros nos dio mucha pena y nos fuimos a dormir”, recuerda Aníbal.

Lo de las armas era algo común. “Mi papá siempre tuvo una pistola. Cuando almorzaba la ponía a su lado, sobre la mesa. Tenía una paranoia extrema. Siempre pensaba que lo iban a asaltar. Tampoco soportaba que alguien caminara detrás de él en la calle. Por eso siempre andaba con guardias”.

Ítalo Nolli estuvo preso dos veces. En 1987, fue  por simular la muerte de su esposa -la madre de Aníbal-para cobrar un seguro de vida. La policía también le encontró armamento. La segunda en 1996, por estafa. Cuando lo acribillaron, tenía una orden de detención pendiente.

“Mi papá era un tipo altamente peligroso y  paranoico. Tenía un trastorno bipolar que nadie trató, ni siquiera cuando estuvo preso. Porque no sé cómo dejaron libre a alguien que era un peligro para la sociedad. Él es el mejor ejemplo de un sistema nefasto, porque de la cárcel salió peor”.

Aníbal creció en un ambiente violento, donde sus padres se golpeaban mutuamente. Cuando eso ocurría, los empleados de la casa llevaban a los niños a sus dormitorios. El menor de los hijos se escondía debajo de su cama.

En esos tiempos, Nolli aún mantenía un negocio legal. Estaba al lado de su casa. Compraba chatarra en locales del sector Mapocho, la separaba y luego vendía el metal a distintas empresas. Tenía una muy buena situación económica, solía guardar millones de pesos en su caja fuerte, coleccionaba autos antiguos y en los restoranes daba propinas de hasta 50 mil pesos. Eran los 80 y 90.

Pero las cosas empezaron a cambiar. “Yo creo que la droga, las prostitutas y las malas amistades desvirtuaron a mi padre y lo llevaron a tomar muy malas decisiones,  como entrar en un mercado sucio, como fue la reducción de especies y el robo de cables de cobre”, dice Aníbal.

Parte de ese cambio se acentuó después de su separación. Cuando su esposa, delante de los niños, se paró frente a Nolli, tomó un revólver, apuntó a su marido, luego se apuntó a sí misma y le dijo: “O te mato a ti o me mato yo. Pero hasta acá llegamos”.

Entonces, Nolli llamó a sus empleados y les ordenó cargar todas sus cosas en un camión: “Nos vamos porque la señora quiere estar sola”.

Aunque Aníbal tenía apenas nueve años, recuerda con claridad el momento. Está seguro que ese día no sólo fue el quiebre matrimonial. “También fue el quiebre de mi papá para que pasara de una vida legal a una ilegal”.

 

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En su notebook, Aníbal guarda su proyecto más reciente: una muestra en la que trabajó junto al fotógrafo español Curro de la Cruz y que gestiona para una muestra este año en el Museo de Bellas Artes. Se titula “Onírica Valquiria”  y, de alguna forma, retrata la historia de su vida y su familia a través de los siete pecados capitales. 

“Lo hice en un estado de introspección. Tuve que sentarme a pensar en quién soy yo. Por eso plasmé todas las emociones con las que me crié: la gula, la avaricia del poder, la lujuria, la vanidad y la ira de mi padre. Así pude materializar lo que sentía”.

-¿Qué decía su padre porque no siguió en su negocio?
-Mi papá nunca me cuestionó. Siempre me dijo que yo debía hacer lo que quisiera.  Decía que yo tenía un ángel y que me iba a ir bien en todo.

Pero la relación no siempre fue así. De niño, Nolli lo ignoraba. “Cuando yo era chico nunca me quiso. Pensaba que yo era hijo de otra persona, pero con el pasar de los años, cuando me empecé a parecer a él, sincronizamos”.

-¿Pensó alguna vez en seguir los pasos de su padre?
-Si yo hubiese tomado el negocio de mi padre, hoy sería multimillonario. Pero habría hecho las cosas extremadamente limpias, nada ilegal. Quiero aclarar que mi papá nos dejó  absolutamente con nada, cosa que es buena. Porque cuando se habla del tesoro de la familia Nolli, si lo abren, no hay nada. Sólo unos hijos que se criaron a la deriva y con el estigma de ser Nolli.

-¿Y cuál cree que era su destino en ese ambiente?
-Si yo me victimizara y fuese alguien de mente mediocre o  básica, tendría la mejor justificación para haber sido narcotraficante, mafioso o asesino. Pero elegí ser otra persona.

Y añade: “La resiliencia ha sido muy fuerte en mi vida. Logro que mi sufrimiento se vuelva en cosas positivas, en aprendizaje. Me gusta entregar cariño a la gente, entrar  a un negocio y saludar a las personas, mirarlas a la cara. Si en una plaza veo sentado a un anciano, me acerco a conversarle. Siento que eso limpia un poco esa sensación que tengo: el recuerdo de un niño que sufrió mucho y al que con el tiempo le he entregado amor”.

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