Por Matilde Burgos, desde Buenos Aires Febrero 20, 2014

© Julián Bongiovanni

“Lo que eligió fue pararse desde una periferia y desde ahí encarar la pastoral”, cuenta Gustavo Carrara, uno de los “curas villeros” de Bergoglio. Él estaba a cargo de una parroquia acomodada en Belgrano, pero aceptó la propuesta del cardenal, y se fue a la villa de Bajo Flores.

“Él quiso ir a un lugar de mucho dolor y el hospital es eso. A los pacientes les impactaba que el obispo les diera un beso”, recuerda el padre Andrés Tello, capellán del Hospital Muñiz. “Él siempre insistía: ser sacerdote es para todos. Nos decía que seamos amplios de criterio para dar los sacramentos”.

No hay casa de la villa donde no haya una foto de Bergoglio bautizando a uno, confirmando a otro,  dándoles la primera comunión. Sus dueños las muestran como reliquias, las tienen en la entrada de su casa o en el celular, para mostrarlas a quien les pregunte.

Es domingo y en la colorida Parroquia de Nuestra Señora de Caacupé, en la Villa 21 en Buenos Aires, celebra misa el padre Charly, un joven que dejó sus estudios de Medicina para convertirse en cura, y que media hora antes andaba en camisa, bermudas y hawaianas, descargando abarrotes desde un jeep viejo. Ahora lleva una casulla verde y a su lado hay una pareja con una guagua en brazos. La madre lleva un vestido de lentejuelas fucsia, apretado y corto; su pareja viste una camisa a rayas y el niño, de traje negro,  es bautizado en tres minutos por el sacerdote, sin más trámite que un poco de agua en la cabeza. Comulgan todos, también los papás del bautizado, una pareja, que como la gran mayoría en la villa, no está casada, lo que nada parece importar. La misa continúa en medio de la alegría, al ritmo de las guitarras y de las bocanadas de marihuana que llegan desde la calle, inundando la pequeña parroquia, sin que nadie se vea sorprendido.

Es una de las zonas rojas de la periferia de Buenos Aires. Aquí abunda la marihuana, el paco (una especie de pasta base), escasamente entra la policía y hace apenas dos semanas tienen una ambulancia para una población de 60 mil habitantes.

Están a 4 kilómetros de la Casa Rosada, tienen sólo una hora de agua al día -entre las 3 y las 4 de la mañana-, y la basura lo inunda todo.

Se sienten abandonados por el Estado, pero protegidos por la Iglesia. En 1997, el padre Jorge Mario Bergoglio se convirtió en obispo coadjutor  de Buenos Aires y una de sus primeras tareas fue resucitar una idea que había nacido en el 68, pero que fue muriendo después de la dictadura militar (1976-1983): asignar párrocos que vivieran en estas “villas miseria” y que se preocuparan no sólo de predicar, sino de solucionar los problemas de la gente. Fue entonces cuando llamó al padre Pepe, José María di Paola, un sacerdote diocesano que trabajaba  en Ciudad Oculta, otra de las villas de la periferia (la misma donde Pablo Trapero rodó en el 2012 la película Elefante blanco, en que Ricardo Darín encarnaba a un “cura villero”) y le pidió que se fuera a vivir a la Villa 21.

 “Iba poca gente a la iglesia, pero la mayoría eran católicos”, recuerda el padre Pepe. Cada uno lo vivía en su familia, en su casa, pero estaban con miedo a salir”.

Más de la mitad de la población de la Villa 21 es paraguaya. Por eso, al padre Pepe se le ocurrió traer desde Asunción una figura de la Virgen de Caacupé, la patrona de Paraguay. Llegó el 23 de agosto de 1997 y el obispo Bergoglio celebró una misa de bienvenida para ella en la catedral de Buenos Aires, hasta donde los pobladores de la villa la fueron a buscar.

“De vuelta, nos devolvimos caminando y nos dimos cuenta que Bergoglio venía con nosotros, rezando”, recuerda el padre Pepe.

Desde entonces, no abandonó ni las villas ni a los “curas villeros”. Comenzó trabajando con 8 sacerdotes y cuando se fue a Roma -15 años después- ya eran 22.

“No es que escogió a un grupo de curas. Lo que eligió fue pararse desde una periferia y desde ahí encarar la pastoral”, cuenta el sacerdote Gustavo Carrara, otro de los “curas villeros” de Bergoglio. En esa época, él estaba a cargo de una parroquia acomodada en Belgrano, pero aceptó la propuesta del ya cardenal, y se fue a la villa de Bajo Flores. 

PERIFERIAS EXISTENCIALES

La noche del 13 de marzo de 2013, cuando se convirtió en Papa, Jorge Mario Bergoglio llamó personalmente a sus amigos a Buenos Aires para compartir la noticia. 

Su antecesor, Benedicto XVI, había dado el golpe de timón más fuerte que recuerde la Iglesia moderna, al convertirse en el primer Papa en renunciar en los últimos 598 años. El alemán Joseph Ratzinger argumentó que no tenía la fuerza física ni espiritual para seguir al mando de la Iglesia. Sus fuerzas se habían minado, tras un período turbulento en el que debió dar la cara frente a la avalancha de denuncias de todo el mundo por abusos sexuales cometidos por religiosos. No hubo viaje fuera de Italia en el que no pidiera perdón a las víctimas y anunciara mano dura contra los victimarios. Pero había más problemas, como los cuestionamientos a la transparencia del IOR (Instituto para las Obras de Religión), más conocido como Banco Vaticano.  Había problemas de gestión en su gobierno, y la gota que rebasó el vaso fue la falta de lealtad que sufrió por parte de sus colaboradores más directos, lo que se tradujo en la filtración de cientos de documentos a través de la única cara visible que se conoció del caso: Paolo Gabrielle, el mayordomo.

Un escenario nada fácil para el sucesor. Pero Jorge Mario Bergoglio comenzó sorprendiendo y ganándose a la gente apenas apareció en el balcón de la Basílica de San Pedro. Partió rechazando la capa roja (esclavina), que devolvió al ceremoniero. Antes de dar la bendición, inclinó la cabeza para pedirle al pueblo que lo bendijera.

Es probable que en ese gesto de humildad, los pobres de sus villas  de Buenos Aires estuvieran en el corazón de Bergoglio, así como él estaba en los de ellos, que estallaron de alegría al saber que “su” obispo era el nuevo Papa. “Fue hermoso. Empezamos a tocar las campanas... me vine acá a mirar mis fotos y no lo podía creer”, recuerda Luisa Arguello, la encargada del rezo del rosario en la Villa 21.

Al día siguiente, el nuevo Papa fue a pagar la cuenta a la Casa del Clero, donde se había alojado antes del cónclave, en señal de que se habían acabado los privilegios. A los tres días, se reunió con todos los periodistas que fuimos al cónclave. Ahí tomó el micrófono y contó que cuando llegó a los 77 votos y los cardenales empezaron a aplaudirlo, el brasileño Cláudio Hummes lo abrazó y le dijo “no te olvides de los pobres”. De inmediato, dijo, pensó en Francisco de Asís. Cuando terminó el recuento, el nombre que tomaría estaba decidido: Francisco, en recuerdo a Francisco de Asís. Luego, con todas las cámaras sobre sí, anunció: “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”.

Quienes lo conocían sabían de qué pobreza estaba hablando. Una pobreza desconocida en Europa, pero muy real en nuestro continente y muy cercana para Francisco, para quien los pobres tienen rostro, nombre e historias que él personalmente conoce.

Convertido en Papa, Bergoglio también optó por pararse desde la periferia. A pocos días de ser electo, en su primera misa de Jueves Santo, rompió la tradición de ir a lavar los pies a  la catedral de Roma y fue a una cárcel de menores, a Casal del Marmo, a lavar los pies de los reclusos. Era lo mismo que hacía en Buenos Aires.

Lo cuenta el sacerdote Andrés Tello, recordando la Semana Santa de 1998. Él era capellán del Hospital Muñiz de Buenos Aires, centro de referencia de enfermedades infecciosas de toda Argentina (específicamente VIH y tuberculosis). El arzobispo Bergoglio lo llamó:  “El jueves Santo quiero ir allá, ¿puedo?”.  El 82% de la población del Hospital Muñiz eran enfermos de sida, el promedio de edad era de 28 años (muchos jóvenes, niños, drogadictos, prostitutas, travestis), la mayoría muy pobre.

“Cuando llegó, le expliqué que si bien el Evangelio habla de 12 apóstoles varones, acá en el hospital tenía varones, mujeres, travestis. Me dijo: a los que vos elijas, yo les lavo los pies. La misa fue muy emocionante, todos lloraban, él les dio la comunión a todos. Cuando terminó, me dijo: ahora quiero llevarles la comunión a los que no pudieron venir porque están en cama”, cuenta el padre Tello. “Él siempre habló de las periferias existenciales. Quiso ir a un lugar de mucho dolor y el hospital es eso. A los pacientes les impactaba que el obispo les diera un beso, un abrazo”, recuerda. “Él siempre insistía: el ser sacerdote es para todos. Nos decía que seamos amplios de criterio para dar los sacramentos”.

Convertido en Papa, los gestos de Francisco siguieron. Su primera salida de Roma fue el 8 de julio, a la isla italiana de Lampedusa, donde miles de inmigrantes africanos cruzan el Mediterráneo en precarias embarcaciones. Más de 2 mil han muerto sin llegar a ver la orilla. Ahí quiso llamar la atención del mundo.

Pero no todo lo hace delante de las cámaras. El arzobispo polaco Konrad Krajewski, conocido como “el limosnero del Vaticano”, cuenta que varias veces el Papa lo ha acompañado en sus visitas nocturnas a distintas familias de la periferia de Roma.

Todo esto lo ha convertido en un Pontífice popular, sin duda. Tres millones de fieles salieron a recibirlo en Copacabana para la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, un viaje que quedará en la memoria no sólo por esos números, sino por sus palabras a bordo del avión de regreso a Roma, cuando dijo: “Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”.

El 26 de noviembre estos signos fueron refrendados en un documento, su primera exhortación apostólica: Evangelii gaudium (La Alegría del Evangelio). Si bien abarca muchos temas, llama la atención la importancia que les da  a las parroquias como agentes pastorales, a las homilías de los sacerdotes, que a su juicio tienen que ser breves y preparadas con cuidado. Un cura que no se prepara, dice, es deshonesto e irresponsable. Y en estas mismas 142 páginas critica el consumo de la sociedad capitalista, acusa al sistema económico de injusto e insiste en que los principales destinatarios del mensaje cristiano son los pobres. Un texto que provocó más de un escozor.

Al terminar el 2013, la revista Time lo eligió como el personaje del año. Lo mismo hizo Rolling Stone y el semanario gay estadounidense The Advocate.

A casi un año de su elección, Francisco ha logrado transformarse en un ícono para la Iglesia con el desafío de la reconstrucción de confianzas, la lucha contra la desigualdad y la pobreza.

Quienes conocen a Francisco reconocen que su tarea apenas comienza. Pero, cómo no, le tienen fe.

EL OTRO HOGAR DE CRISTO

Jaider tiene 23 años y conoce a Bergoglio desde que tenía 7. Fanático de la radio, fue suya la idea de crear una estación comunitaria de la parroquia: La 96. Lo primero era convencer al cardenal: querían pedirle plata a la Iglesia. “Me preguntaba: ¿qué bien le va a hacer al barrio?. Y hacía unos silencios que te mataban. Iba anotando y no te decía nada. Y tomaba mate. Al final nos dio el sí”.

Jaider lo recuerda rápido con los jóvenes. Cuenta que una vez en la mitad de un retiro, una joven le preguntó si para ser monja era necesario ser virgen. Bergoglio, dice Jaider, le contestó: “¿Querés la respuesta corta o larga”. “Corta”, le dijo la chica. “¿Corta? Entonces no”.

Para la fiesta de la Virgen, del 8 de diciembre, en vez de celebrarla en la catedral, Bergoglio prefería presidir la peregrinación de la Villa 21. Así lo hizo por 15 años, hasta 2012, el último que pasaría en Buenos Aires. “Recorría toda la villa, partía a las 10 de la mañana y terminaba a las 7 de la tarde. En cada casa entraba y bendecía”, recuerda María Estela Palacios, que vive en pareja hace más de una década y es madre de tres hijos, todos bautizados por el obispo. Por eso no hay casa de la villa donde no haya una foto de Bergoglio bautizando a uno, confirmando a otro,  dándoles la primera comunión. Sus dueños las muestran como reliquias, las tienen en la entrada de su casa o en el celular, para mostrarlas a quien les pregunte.

Así, Bergoglio vio renacer la Iglesia en las villas, donde junto con mostrar el Evangelio se combate la miseria, la drogadicción y la violencia de las bandas de narcos. Una de sus obras más reconocidas es un centro de la rehabilitación para drogadictos. Lo creó el padre Pepe junto al cardenal Bergoglio y lo llamaron “Hogar de Cristo”.

“Somos devotos de San Alberto Hurtado”, explica el padre Pepe. “Él iba a buscar con su camioneta a los jóvenes y niños para darles un porvenir y ésa era nuestra idea: íbamos a buscar a los chicos que estaba tirados por el paco y los llevábamos a centros de recuperación para darles un porvenir”, cuenta. “Y a Bergoglio le calzó justo porque Hurtado es jesuita, entonces más contento estaba”.

Pero el combate a los narcos no fue gratis para el padre Pepe. El 2010 lo amenazaron de muerte. “Bergoglio puso la cara”, recuerda. “Él denunció que había un sacerdote amenazado de muerte y nos fue a proteger. Pero yo le propuse irme, porque me parecía que mi presencia a los narcotraficantes los ponía nerviosos”.

Un mural en la villa recuerda los 13 años que el padre Pepe pasó allá. Hoy es casi un rockstar en Argentina, y se han hecho documentales e incluso libros con su vida. Tras tres años en Santiago del Estero, volvió a otra villa, a la zona de León Suárez. El 2013 visitó al Papa Francisco en el Vaticano y como recuerdo de esa visita tiene enmarcada una camiseta de su equipo, Huracán, firmada por Francisco, hincha de San Lorenzo, su club archirrival.

En esa visita, dice, vio al Bergoglio de siempre. Aunque algo había cambiado. “Hay un cambio en su habilidad de comunicación. En eso no era muy bueno, más bien era malo. Si hay una prueba de que el Espíritu Santo asiste al Papa, es ésa”, cuenta. Aunque advierte: “Ser sonriente no es para un tonto que dice que está todo bien. Tú puedes ser muy sonriente y trabajar para que un lugar cambie y mejore. Con alegría puede hacer un cambio”.

La prueba del cambio en las villas es la inmensa religiosidad. Ya la gente no tiene miedo de salir a la calle, pese a que sus condiciones de vida estén lejos de la dignidad.

Es martes 4 de febrero, el día de la Fiesta de San Blas en la Villa 21.  Hace un año, Bergoglio presidía la procesión. Este año se la perdió. Pero estaba ahí, no sólo en espíritu. Estaba en poleras, en afiches, como si los pobladores quisieran reivindicar la propiedad sobre una figura que hoy comparten con todo el mundo.

Relacionados