Por Octubre 23, 2013

A diferencia de los tiempos de Martín Lutero (1483-1546), la crisis de la Iglesia no proviene de los dogmas sino de vicios largamente incubados y contradictorios en grado extremo con su misión y con su predicación. El sexo, el dinero y el apego a los poderes del mundo están en el centro del sismo. La pedofilia y su encubrimiento, la oscuridad de las finanzas del Vaticano y el poder cortesano que está en el centro del poder de la curia romana son síntomas de que las cosas van muy mal y pueden acercarse al abismo que ya la Iglesia romana vivió en tiempos de la reforma.

Más al fondo de estos síntomas más visibles está el congelamiento de la gran apertura al mundo moderno que significa el Concilio Vaticano II y sus dos grandes líderes: Juan XXIII y Pablo VI. El concilio representó el intento más audaz y más apasionado por encontrarse con el mundo desde el fin de la Edad Media. Representó el comienzo del fin del viejo concepto de la sociedad como cristiandad y el inicio del camino por valorar y respetar a la sociedad secular en toda su diversidad, en todas sus opciones, con todos sus progresos y también con sus miserias.

El papado de Juan Pablo II, con su carisma y todo su liderato, fue el retorno a la identidad más clásica de la Iglesia y a la comprensión del mundo secular como una fuente de peligro. Fue el retorno a una Iglesia normativa con derecho a dictaminar e instruir en muchos asuntos de la vida de la gente que, al fin y al cabo, constituye el terreno más propio de sus libertades. La Iglesia había ido más allá de sus fronteras y sus nuevos líderes posconciliares estimaban que su propia identidad institucional estaba en peligro.

El retorno a la idea medieval de la Iglesia como una sociedad perfecta, depositaria de la verdad, es ajeno a la modernidad. El mundo moderno es progreso e imperfección, es convivencia entre distintas verdades, es coexistencia de distintos conceptos del bien. Pero el concebir a esta institución como una sociedad perfecta que defiende su identidad del asalto de la secularización tiene consecuencias aun más graves en la vida interna de la Iglesia.

La virtud principal contra la que la Iglesia ha pecado es la transparencia. Y la transparencia es lo más parecido a la verdad en el mundo de hoy. La misma Iglesia que predica con rigideces de todos los asuntos del sexo, ocultó y encubrió durante largos periodos perversiones y crímenes como la pedofilia, infinitamente más graves o delicados que una cierta liberalidad sexual que caracteriza al mundo moderno.

La misma Iglesia seguidora de Jesús, maestro de los pobres, mantenía y todavía mantiene zonas de oscuridad en sus finanzas, como lo demuestran las investigaciones sobre lavado de dinero en el banco del Vaticano.

La transparencia, la admisión de la culpa, la voluntad de enmendar y reformar es el único camino posible.  En la búsqueda de ese camino terminó fracasando un Papa de gran envergadura como Benedicto XVI, quien prefirió renunciar a ser cómplice de la oscuridad. No por nada, como lo dijo el Papa Francisco en el balcón de la Basílica de San Pedro, los cardenales tuvieron que ir a buscar un Papa casi al fin del mundo.

Hoy por hoy Francisco representa esperanza y promesa. Esperanza en una Iglesia que democratiza su modo de ser, recuperando ideas originarias, de los primeros tiempos con primacía de la colegialidad por sobre la monarquía absoluta. Una palabra de apertura al mundo moderno y sus distintos conceptos del bien y el mal, como le dijo el Papa a Eugenio Scalfari, un Papa que recuerda a Francisco de Asís, el reformador más tajante de la Iglesia desde adentro.

Un Papa que rehúye el besamanos cortesano y que piensa en la Iglesia y no en el Vaticano, que vuelve a mirar a Juan XXIII y Pablo VI.

¿Podrá hacerlo? ¿Podrá lograrlo?.

Si lo logra, una nueva época vendrá.  Si no lo logra, los vientos de crisis se impondrán a los vientos del cambio.

Mientras tanto, el mundo disfruta de un Papa que lo comprende y no lo censura.  Que cuando habla de los más graves problemas del mundo moderno habla de la desocupación de los jóvenes y el abandono de los viejos y no del pecado.

Un Papa que no cree en un Dios católico sino en un Dios de todos. De todas las creencias, de todos los tiempos y también de los que no creen.

Finalmente, que vuelva el Jesús que vivió no para condenar, sino para perdonar.

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