Por Joaquín García Huidobro, prof. U. Andes. Octubre 23, 2013

Si las instituciones quieren permanecer en el tiempo deben ser capaces de renovarse. Pero esa renovación no puede ser cualquiera, sino que debe constituir una vuelta a lo fundacional. En la Iglesia lo fundacional tiene un nombre: Jesucristo. La revolución del Papa Francisco no consiste en el color de los zapatos que usa, su aversión al protocolo o el lugar que eligió para vivir, sino en un renovado esfuerzo por dirigir la mirada de los católicos a las cosas que importan de veras.

¿Cuál es el principal desafío de la Iglesia? Si le creemos al Papa Francisco, consiste en ir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que parecen autosuficientes pero que, en el fondo, están llenos de dudas y temores, a recordarles que no están solos, que la vida tiene un sentido, que hay un Dios que los quiere, y que ese amor es más grande que todas sus debilidades, prejuicios, angustias, traumas, torpezas e incertidumbres. Porque sentirse amados es la necesidad más básica de los seres humanos. El resto viene después y, cuando se tiene en cuenta lo fundamental, es una fruta que cae sola, porque está madura.

Lo dicho vale para los católicos de todas las sensibilidades, tanto para los que quieren transformar a la Iglesia en una ONG espiritual, reduciendo el mensaje cristiano a una mera filantropía, como para aquellos que tienden a presentar al cristianismo como un código de recetas morales.

De ahí podemos deducir el segundo desafío que enfrenta la Iglesia. Resumido en una palabra es: coherencia. Lo decisivo no es reformar la curia o darle transparencia al banco vaticano, cosas todas muy necesarias, sino conseguir que los católicos lo sean de 24 horas durante los 7 días de la semana. No más católicos que reducen la maravilla del Evangelio a la moral sexual, pero tampoco aciertan aquellos que creen que, por mantener una fuerte sensibilidad social, están dispensados de dejar impregnar el resto de sus vidas, incluida la sexual, por la lógica que Jesucristo vino a traer a la Tierra. La moral sexual, como la económica, la política o la familiar, es una parte de un todo armónico. El cristianismo tiene un carácter sinfónico, lo que exige no dejar callado ningún instrumento.

Es verdad que el aborto, como ha dicho el Papa, implica desconocer en el no nacido el rostro de Jesucristo. Pero otro tanto sucede con la indiferencia ante la explotación laboral o respecto a la suerte de unos inmigrantes cuya embarcación se hunde frente a Lampedusa. Los llamados del Papa a una vida más sobria tienen que ver con lo mismo. Jesús no era un anacoreta. Él participaba gustoso en los banquetes, tanto que sus enemigos lo acusaban de comilón y bebedor. Pero no me lo imagino consumiendo en una noche el equivalente a un sueldo mínimo, como sucede en Chile con determinadas fiestas de graduación o ciertos matrimonios. Hay comportamientos que no calzan con el seguimiento de Cristo. En suma, se necesita coherencia. Pero para que la gente se decida a seguir ese camino es necesario mostrarle un modelo atractivo, hablarle de Jesucristo, lo que nos lleva de nuevo al primer desafío.

El tercer desafío también ha sido enunciado por el Papa Francisco, con su peculiar lenguaje argentino. Él invita a los cristianos a salir a la calle, a armar lío. En el Evangelio se habla del pastor que deja a las 99 ovejas en el corral y sale a buscar la oveja perdida. El Papa dice que hoy sucede que hay una sola oveja en el corral y las 99 andan dando vueltas por ahí. Mala cosa si los católicos se quedan en el templo, tranquilitos, hablándoles sólo a los que ya están convencidos. Los primeros cristianos fueron personas audaces, y por eso fueron capaces de cambiar en pocos siglos el panorama de su tiempo. No se quedaron en las catacumbas o en sus casas, preocupados de no correr riesgos y de que todo esté perfectamente ordenadito.

Los tres desafíos que se han reseñado valen para toda la Iglesia y también para Chile, pero pienso que en nuestro país se presentan algunos desafíos adicionales, que tienen una especial urgencia. Uno de ellos es la formación. La inmensa mayoría de los católicos chilenos ignora casi todo sobre su fe, no se alimenta de las Escrituras ni se ha tomado la molestia de leer el catecismo. Así las cosas, no hay que extrañarse que su contacto con la Iglesia se limite a los funerales. ¿Cómo pueden entusiasmarse con algo que ignoran?

El segundo desafío para la Iglesia en Chile tiene que ver con el modo de transmitir su mensaje. Mientras que el cardenal Bergoglio era una persona más bien retraída y seria, Francisco es un hombre que ha descubierto la alegría, profundamente acogedor. Esto vale para todos los católicos, no sólo para los obispos. ¿Qué diríamos de un vendedor que trata de hacernos comprar un producto sin explicarnos sus bondades, alguien que se presenta con cara adusta mientras se queja de lo mal que está el mercado? Sería una cosa muy rara, tan rara como la figura de un cristiano que no supiera que la suya es la religión de la alegría.

Relacionados