Por Juan Pablo Garnham Septiembre 17, 2013

© Fernando Rodríguez

“En Tres Álamos, conocí a Roberto Kozak como una persona que irradiaba solidaridad y humanidad”, recuerda el doctor Patricio Bustos. Kozak hizo los trámites para liberarlo y reunirlo con su mujer en Italia.


“Fue  muy difícil de llevar todo ese recuerdo de aquellos a quienes no pudimos ayudar. Pero hay un sentimiento de realización que es prevaleciente”, dice Kozak.


En la foto: Clodomiro Almeyda con Roberto Kozak en el aeropuerto de Santiago, antes de que el ex ministro partiera al exilio.


“El padre es el hijo, y el hijo es el padre”, le dirían después a Nikolai y todo haría sentido. Pero en este momento, su padre, Roberto, estaba haciendo algo que a él, al hijo, lo desencajaba. Era enero de 2010 y acababan de llegar a la explanada del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, que ese día se inauguraba. Bajo el sol, un mar de gente esperaba la ceremonia. De repente, su padre miró a una persona entre todos esos cientos y la otra persona lo vio a él. “Fue una conexión fuertísima. Se aproximaron los dos al centro y se abrazaron”, recuerda Nikolai, hoy de 20 años, “y le empezaron a caer las lágrimas. Yo nunca lo había visto así”. 

Se trataba del doctor Patricio Bustos, actual director del Servicio Médico Legal. La primera vez que Roberto lo había visto había sido a mediados de los 70, cuando Kozak encabezaba la oficina del Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas (CIME), que asumió la labor de facilitar la salida del país de los prisioneros políticos, por iniciativa del mismo Kozak. En una de tantas visitas a Tres Álamos, Kozak divisó a Bustos y le llamó la atención. A pesar de haber sido torturado, estaba haciendo gimnasia. “Me impresionó tremendamente”, recuerda Roberto Kozak, hoy de 71 años, quien terminó ayudando a Bustos a salir del país. “Quedó con él una vinculación muy fuerte”.

“Ahí, en Tres Álamos, conocí a Roberto Kozak como una persona que irradiaba solidaridad y humanidad”, dice  Bustos, emocionado. Kozak no sólo hizo los trámites para sacarlo del centro de detención, sino que también para reunir a Bustos con su mujer en Italia. Los esfuerzos de este ciudadano argentino permitirían sacar de Chile a más de 30 mil personas. Y en 2010 se volvían a ver. “El reencontrarme con Roberto en libertad, en mi propio país, significó mucho”, dice el doctor.

Para Nikolai, que rondaba los 18 años y estaba a punto de partir a estudiar a la sede de Abu Dabi de la Universidad de Nueva York, estas historias todavía eran una interrogante. Más cuando ese abrazo se comenzó a multiplicar en el museo. Se acercaban y se acercaban personas a saludar a su padre. De paso, lo abrazaban a él, con la misma fuerza. Entre ellos, Rodrigo del Villar -sobreviviente de Villa Grimaldi-, quien lo abrazó y le dijo: “Niko, ¿tú eres el hijo de Roberto, no? Tu papá me salvó la vida”.

No era que su padre lo hubiera escondido, pero le había dicho poco del trabajo que hizo en Chile entre 1973 y 1979. Todo partió en 1974, cuando Kozak logró un acuerdo con el gobierno de Augusto Pinochet para establecer una vía más expedita para la expulsión de prisioneros políticos. Los primeros en salir fueron un grupo de ex ministros que llegaron de isla Dawson, entre ellos Clodomiro Almeyda. Pero detalles como éstos no eran muy comentados en casa de los Kozak. “Siempre los quise proteger, no crearles inquietudes innecesarias… En la medida que fueron creciendo, algo les fui contando”, dice ahora Roberto. En algún momento, viendo fotografías viejas, se habían topado con imágenes de Kozak en el aeropuerto, dejando a ex prisioneros políticos. Otras veces, en la comida, aparecían pequeñas anécdotas, nombres de personas con que se habían topado, pero nada como lo que vio Nikolai ese día en el museo.

“Que alguien te diga tu papá me salvó la vida y que te lo digan docenas de personas en ese lugar... cómo no te va a cambiar todo”, comenta Nikolai, “en ese momento él se convirtió en una persona distinta en mi mente”. Desde ahí comenzaría una búsqueda por  entender quién había sido su padre y quién era él mismo. En paralelo, cuando comenzó las clases en la universidad, dejó la idea de estudiar algo cercano a las ciencias sociales o las políticas públicas (como su papá) y se fue acercando al arte. Y fue en ese contexto que un artista le dijo: “El padre es el hijo, y el hijo es el padre”. Ahí se abrió un círculo, que recién se cerró la semana pasada, en medio de las conmemoraciones del 11 de septiembre.

 

CONVERSACIONES CON EL ENEMIGO

De los cócteles en las embajadas a las visitas a los centros de detención, las jornadas de Roberto Kozak eran siempre largas. “No era raro, en un mismo día, estar entrevistando a una gran cantidad de presos, luego partir a una embajada y después tener reuniones en el Ministerio del Interior o en Relaciones Exteriores”, dice Kozak. Y en cada lugar, tenía un rol distinto: con los presos, consolaba y obtenía datos; en las sedes diplomáticas, buscaba apoyos; en el edificio Diego Portales, negociaba como un socio. Y también, especialmente en los primeros años, le tocaba ir al aeropuerto.

A principios de 1975 fue la primera vez que logró sacar gente. A medida que fueron pasando los años, el funcionario diplomático fue entrenando a más personas del CIME (que hoy es la Organización Internacional para las Migraciones) para el trabajo, aunque en algunos casos él seguía yendo al aeropuerto y acompañando a los prisioneros. Uno de los que más recuerda fue cuando Pinochet negoció con la URSS el canje del activista ruso Vladimir Bukovski por el dirigente comunista Luis Corvalán, en 1976. En esa ocasión tuvo que sentarse en la mesa con el general César Benavides -ministro del Interior- y con quien parecía ser su némesis: Manuel Contreras. El director de la DINA tomó control de la seguridad de la operación. Lo único que le quedó a Kozak fue exigir que un funcionario viajara en el auto con Corvalán y otro con su mujer, que iba en una comitiva separada. El mismo Kozak prefirió ir con ellos.

“Los días eran sumamente intensos. Las horas laborales no alcanzaban”, recuerda Kozak. Pero el trabajo daba frutos. En 1979, quedaban 37 presos condenados por infracciones a la Ley de Seguridad Interior del Estado y Kozak partió a un nuevo puesto en el CIME en Ginebra. Antes de eso, quiso dejar todo negociado para esos últimos prisioneros. Le propuso al gobierno que, si se aceleraban estos casos, él se comprometía a decir, en su última declaración pública, que la tarea estaba hecha. 

Kozak podía estar tranquilo con su trabajo, pero, a pesar de eso, nunca pudo sacar a Chile de su vida. “Faltaba la mitad del trabajo: asistir al retorno y a la reinserción en la sociedad chilena del último de los exiliados que deseara hacerlo”, dice. Volvió a Chile en 1984 y, hasta 1994, ayudó en el retorno a 15 mil exiliados. Recuerda que, cuando retornó, le tocó saludar a Pinochet en un encuentro diplomático. El general le dio la mano y lo apuntó con el dedo diciendo: “Usted volvió, ¿eh?”.

“A Chile siempre se vuelve”, le respondió. Y esta frase siguió resonando en su vida. Con su familia volvería a partir por su trabajo en la Organización Internacional para las Migraciones. Pero siempre terminaría volviendo. 

 

EL ABRAZO DEL PADRE

Es la noche del 10 de septiembre, la vigilia previa al aniversario 40 del golpe de Estado, en el Museo de la Memoria. Roberto Kozak está entre el público. En el escenario, su hijo Nikolai se prepara para presentar su primera obra artística a gran escala en Chile. “Los invito a contemplar, a sentir, a reinterpretar, a reconocer, y a recordar”, dice el artista y la gente empieza a apuntar a la gran muralla sur del museo. En ella aparecen cuatro rostros gigantes. Algunos los reconocen: son detenidos desaparecidos. Sobre ellos, como fantasmas, aparecen rostros blancos que se mueven hacia un y otro lado y luego los rostros se multiplican una y otra vez. Todo en silencio.

“Hacía mucho que yo no sentía una emoción tan grande. Porque una cosa es todo lo que yo viví, todo lo que me tocó hacer, pero acá era mi hijo hablando de mí”, dice Roberto. En el discurso previo a la instalación, Nikolai agradeció especialmente a ese padre que había descubierto en los últimos años de trabajo. Esa noche, se mezclaban muchas cosas para Roberto: la alegría de ver la labor de su hijo con la pena de ver esas fotos de quienes no se salvaron. Para revolver más sus sentimientos, entre uno de estos rostros blancos que se movían pudo reconocer a Nikolai. “Fue un dolor, una conmoción terrible. Ya no era emoción, era algo desgarrador”, dice Roberto Kozak.

Para él, los que no pudo sacar de Chile siempre han sido tema. Hasta hoy recuerda con dolor el caso del militante del MIR José Carrasco Vásquez, en 1975. Junto a otros militantes, fue obligado a hablar en televisión llamando a su movimiento a deponer las armas. Mientras tanto, Kozak comenzó a hacer los trámites para sacarlo a él y a los demás de Chile. “En Cancillería se demoraron y finalmente los rechazaron”, recuerda. Pidió una nueva a visa a Francia y trató de acelerar las gestiones. “Pero un día llegaron las mujeres de ellos a mi oficina a decirme que los habían encontrado con tres balas en la nuca”, dice Kozak. Cuando las mujeres se fueron, su secretaria llegó con el correo del día. “Dentro de la correspondencia estaba la visa para ellos”, recuerda.

Después de Chile se fue a Ginebra, pero todavía estaba  acá. Le costaba dormir. Tuvo sueños en que era él el torturado. Comenzó a trabajar esto en terapia. Hoy está tranquilo. “Fue  muy difícil de llevar todo ese recuerdo de aquellos a quienes no pudimos ayudar. Pero hay un sentimiento de realización que es prevaleciente”, dice Kozak. Al ver los rostros en el muro del museo, todo esto resurgió. “Fue duro ver la instalación de Nikolai, pero es una emoción que no me pierdo de ninguna manera”, explica.

Luego de que su hijo se bajó del escenario, se acercó a él y lo abrazó, tal como en esa misma explanada otros lo abrazaron hace unos años. “Ese abrazo fue todo. Me destruyó, me llevó a lo más alto, me dio una vuelta, me sentí conectadísimo con él”, recuerda Nikolai. Aunque dice que hubo algo distinto. Esta vez, él no fue el hijo que miraba desencajado. Esta vez, él también compartió las lágrimas de su padre.

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