Por Ascanio Cavallo Diciembre 29, 2011

A estas alturas, las semejanzas entre el gobierno de Sebastián Piñera y el de Michelle Bachelet ya han dejado de parecer una simple coincidencia. No se trata de semejanzas de contenidos, sino de mecánica, pero eso también dice algo de fondo acerca del estado de la política local.

 

Sólo el exagerado presidencialismo chileno puede hacer creer a un gobernante que ha sido elegido en segunda vuelta, con márgenes más bien estrechos y en competencias donde importa más no cometer errores que presentar un buen programa, que la decisión de formar gobierno le es exclusiva, que puede no consultar a sus propios aliados y que el resto sólo debe acatar sus intuiciones. El jefe de Estado elegido expropia la voluntad popular o, lo que es peor, se la atribuye a sí mismo.

Piñera, como Bachelet, llegó cargado de eslóganes sobre la forma de gobernar y de cálculos sobre cómo debía configurar el gabinete para obtener el resultado deseado. Mucha de esta carga en Piñera había sido aportada por sus amigos empresarios, gente con una pobre idea de la política y un todavía más deficitario conocimiento del Estado. A Bachelet la proveía un pequeño grupo de amigos y sobre todo amigas con más ideas sobre la sociedad que sobre la política y con más entusiasmo que distancia crítica.

Todo eso se fue al carajo en cosa de meses: cinco en el caso de la presidenta, diez en el del actual presidente. En gobiernos que duran 48 meses, ambos plazos son mucho tiempo.

La explicación radica en otra semejanza entre los dos presidentes: ambos son malos para decidir cuando se trata de despedir a alguien. Bachelet dejaba de hablar a los ministros a los que evaluaba mal; Piñera les manda mensajes. El último caso ocurrió con la ministra del Sernam, a quien La Moneda decidió amonestar por sus críticas a una broma presidencial; el reto no lo hizo el presidente, sino su gabinete. Otro exceso del presidencialismo: los ministros deben interpretar al jefe y en lo posible evitarle esa molesta conversación final donde (igual Bachelet que Piñera) se dan explicaciones confusas, forzadamente amistosas y  desconcertantes.

Piñera es algo más indeciso que Bachelet en esto. A pesar de ser más obvio, su primer cambio de gabinete pudo haber demorado más: fue precipitado por la renuncia de Jaime Ravinet a Defensa, y entonces el presidente decidió remover a otros tres ministros para aprovechar el momento.

El caso es que en ese cambio, en enero de este año, debió retroceder de los consejos de sus amigos y dejar entrar lo que todo el mundo le había dicho que necesitaba desde el primer momento: la política. Es lo que representaron las designaciones de Evelyn Matthei en Trabajo y Andrés Allamand en Defensa. Ninguno de los ministros tuvo el papel tan central que se les supuso en ese momento, pero constituyeron la señal de que el gobierno iniciaba un giro hacia la primacía de la gestión política por sobre la manía tecnocrática. El segundo cambio de gabinete lo confirmó, como era de esperar.

Desde entonces, el gabinete se ha mostrado más estable y ordenado y ha enfrentado con éxito a un Congreso que amenazaba con convertirse en un infierno. Aun así, parece que faltan todavía algunas correcciones, que probablemente ocurrirán en los próximos días, antes de que la administración Piñera configure el equipo con que tendrá que enfrentar la mitad final de su período. Si es que el presidente se decide, por supuesto.

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