Por María José López Octubre 20, 2011

La gente aplaude al tiempo que las aceleradas piernas de la atleta comienzan a bajar el ritmo. De fondo, se escucha "Disco Inferno", de The Trammps. El público que aún la espera -unas 50 personas- la ovaciona y corea: "Burn, baby burn", al ritmo de la canción. La corredora intenta sonreír, pero la expresión de su cara la delata: no está feliz con el resultado y, mientras da sus últimos pasos, mueve su dedo pulgar hacia abajo. Son las 19:57 del sábado 15 de octubre, cuando Diane Van Deren (52) cruza por fin la meta de The North Face Ultramaratón de Los Andes. "¡Qué mal! ¡Perdón por demorarme tanto!", explica a sus nuevos fans. La deportista comenzó a correr a las 4:00 de la madrugada y su idea era rematar a las 2:00 p.m. Exactamente seis horas antes.

Van Deren es una atleta norteamericana de elite. Mide 1,75, es rubia y usa el pelo muy corto. Su piel está bronceada y se ve exhausta: han pasado cerca de 16 horas y 80 kilómetros desde que comenzó esta competencia, que une los cerros Manquehue y San Cristóbal. Pero de aquello ella ya recuerda poco.

Hace 14 años, esta gringa tuvo un vuelco total en su vida: sufría de epilepsia y para curar ese mal se sometió a una riesgosa operación. Los médicos le quitaron una parte del lóbulo temporal derecho de su cerebro -un trozo del tamaño de una manzana-, donde estaba la falla eléctrica. Tras salir del quirófano, nunca más tuvo convulsiones, pero, a cambio, perdió parte de su memoria: le cuesta recordar hechos, conversaciones y caras. Tampoco tiene noción total del espacio. Se pierde con facilidad y es incapaz de calcular el tiempo. Por eso deja marcas en el camino para saber cómo volver a su casa, se guía con mapas y ocupa Post it para recordar las cosas que debe hacer, a quién debe llamar y el celular es su guía para todo.

Pero Diane supo cómo sacar provecho de su enfermedad y desde hace diez años se dedica a correr maratones. La fórmula es simple: como no tiene noción del tiempo, corre sin saber cuánto tiempo lleva de ruta ni cuál es la meta. Gracias a su alta resistencia -es deportista desde los siete años-, tampoco siente cansancio. Su única concentración es el sonido que dan sus zancadas en el suelo, y con ello marca su ritmo de trote. Hoy es una destacada ultramaratonista de The NorthFace y una speaker que da vueltas por el mundo contando su experiencia.

Diane supo cómo sacar provecho de su enfermedad y desde hace diez años se dedica a correr maratones. La fórmula: como no tiene noción del tiempo, corre sin recordar cuánto rato lleva de ruta ni cuál es la meta. Gracias a su alta resistencia -es deportista desde los siete años-, tampoco siente cansancio. Su única concentración es el sonido que dan sus zancadas en el suelo y, con ello, marca su ritmo de trote.

Tal ha sido su éxito, que en 2008 fue la primera mujer en ganar la Yukon Arctic Ultra 300, una prueba que mezcla cerca de 700 kilómetros de carrera en medio del frío extremo, con 50 grados bajo cero, nieve profunda y apenas siete horas de luz solar. Otras veces, en cambio, ha tenido peor suerte. "Muchas veces me desoriento y pierdo el rumbo. Eso me provoca angustia y me frustro", revela.

En sus marcas

Sábado 15 de octubre, 3:00 a.m. Está oscuro y hace frío. Sin embargo, Diane Van Deren baja de su habitación al lobby del Novotel vestida con unos shorts que poco la abrigan. La esperan ahí su marido, Scott Van Deren, los otros cuatro competidores auspiciados por The NorthFace y dos camionetas Subaru para trasladarlos a un parque cercano al colegio Saint George, donde parte la carrera.

Pasan menos de 10 minutos y los atletas llegan al lugar. Los 180 en competencia aprovechan sus últimos minutos para elongar, mientras que el team organizador les reparte pulseras fosforescentes, su número de serie -el de Diane es el 8119- y un chip GPS que instalan en sus zapatillas para poder ser localizados.

Faltan menos de 15 minutos para que comience la carrera, y mientras masajea sus piernas, Diane hace un rápido conteo de las horas que estará corriendo: calcula que entre 1:00 y 2:00 p.m. pisará la meta. Se ve ansiosa y enérgica, aunque dice que sólo durmió cuatro horas.

3:55 a.m. Le piden que se aliste porque la carrera está por empezar. "Wooow let´s go", exclama la mujer. El resto de los competidores, en su marcas, están concentrados y con sus ojos fijos al frente. Van Deren, en cambio, mira alrededor, saluda, sonríe y baila. Incluso se da tiempo para rockear: "Yeah, yeah, yeah, yeah...", canta mientras agita la cabeza y mueve sus bastones de trote como si éstos fueran las baquetas de una batería. A las 4:00 a.m. en punto tocan el pito de partida y Diane comienza a correr.

La eterna carrera de una mente sin recuerdos

Déjà vu

Diane siempre ha sido una mujer ligada al deporte de alta competencia, de hecho, alcanzó a jugar tenis en el circuito profesional de EE.UU. "Practicaba atletismo, golf, ciclismo, básquetbol, de todo. Mi resistencia era incluso superior a la de algunos hombres", explica. En la universidad conoció a Scott Van Deren, también amante de los deportes, con quien se casó y tuvo tres hijos.

La atleta recuerda que luego de duros torneos de tenis solía tener una especie de déjà vu. "No lo comentaba con nadie, porque creí que a todo el mundo le pasaba. Que era parte del cansancio", explica. Entonces no lo sospechaba, pero aquello era el principio de una epilepsia. Fue durante su tercer embarazo cuando los ataques se desencadenaron con más fuerza y se hicieron recurrentes: podía tener hasta cinco en una semana. "Después de eso, mi vida era siempre estar preocupada por la próxima convulsión. Ser mamá de tres niños me hacía pensar siempre qué pasaría si…", confiesa la mujer.

En 1997, los medicamentos ya no funcionaban y decidió tratarse. Tenía 38 años y, luego de estar un par de días internada en el hospital, los doctores concluyeron que su única alternativa era operarse. "Yo sabía que era una enfermedad grave, pero temía la cirugía. Además, no tenía claro qué era lo que me pasaba ni qué veía el resto. Sólo me enteraba que había sufrido un ataque cuando recuperaba mi conciencia: ahí me daba cuenta de que mi lengua estaba toda mordida", recuerda.

Entonces Diane pidió a los doctores que le mostraran un video que filmaron mientras sufría una convulsión: "Me vi con los ojos desorbitados y saltando sin controlar mi cuerpo, mientras sangre y saliva corrían por mi cara. Al ver esas imágenes, de inmediato decidí operarme".

La intervención fue "un éxito", pero al poco tiempo sus familiares notaron las secuelas. Diane olvidaba recoger a sus hijos del colegio y de las clases de ballet, dejó de ir a reuniones y asistir a sus compromisos. Entonces los doctores le explicaron qué pasaba. "Mi  familia debe lidiar con  tener una madre muy "libre", sin tiempo. Hace dos años mi hija me confesó que con esa operación había perdido parte de su mamá, pues siempre hay algo que se me olvida o que dejo de hacer. Lloro cada vez que pienso en eso. De todas formas, esto es muchísimo mejor que la epilepsia", confiesa emocionada.

Listos ¡ya!

La carrera en Santiago no fue fácil para Diane. En ningún momento dejó de trotar, su paso era lento, pues arrastraba una lesión en el talón de Aquiles de su pierna derecha desde hacía cinco semanas. Quizás por eso cuando el reloj marcó las 14:00 p.m., hora máxima esperada para su llegada, nadie se alarmó demasiado. El panorama cambió dos horas después: "Aún no atraviesa el control intermedio. Y eso está a unos 16 kilómetros de aquí", explicó uno de los hombres a cargo de los GPS del torneo. Las primeras señales de inquietud se hicieron evidentes.

Cerca de las 5:00 p.m. apareció su marido, quien la acompañó en auto por momentos durante la carrera. "Está a unos 15 minutos", aseguró. Pero pasó el tiempo y ella no llegaba. La larga espera mermó su tranquilidad y la de los organizadores de la competencia. Tanto, que a las 6:42 p.m. fueron en busca de la corredora.
Scott prefirió esperarla en un punto fijo, cerca de la meta, su ansiedad se hacía notar, y cada cierto rato miraba el reloj y a los atletas que pasaban por la pista. Media hora después por fin salió humo blanco: "La encontramos", fue la frase que alivió a todos quienes aún esperaban a Diane. La atleta estaba bien y a unos 4 kilómetros del lugar y, pese al cansancio y la demora, exigía que la dejaran terminar la competencia.

El grupo que aún quedaban en el lugar se congregó en la meta con cámara y filmadoras para registrar su llegada, algo que a esas alturas era considerado el hit de la jornada. Y por fin, a las 19:57, después de 16 horas y más de 80 kilómetros, Diane cruzó la meta. Llegó número 84, lejos de los primeros lugares y sólo antecedió a los cuatro peores maratonistas. Hoy, desde su rancho en Sedalia, Colorado, "recuerda" el episodio: "Sí, parece que me perdí durante el trayecto. Quizás me distraje mirando la linda vista de los Andes y estuve fuera de ruta durante 8 km. ¿Hace sentido... o no?".

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