Por Yoani Sánchez Bloguera cubana, desde La Habana Febrero 18, 2011

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La escena duró apenas unos segundos en pantalla, un destello breve que nos cinceló en la retina la imagen de miles de personas celebrando en las calles de El Cairo la caída de Hosni Mubarak. La situación era descrita por la engolada voz de un locutor cubano, quien sostenía que la crisis del capitalismo había hecho estallar la inconformidad en Egipto y que las diferencias sociales terminaron por hundir al gobierno. Apenas mencionó que un ciclo de casi treinta años se desmoronaba en apenas 18 días, justo allá, en un país donde la historia se mide con números de cuatro cifras y se acuña en trozos del tamaño de milenios.

Entre nosotros, los cubanos, la alusión a la prolongada estancia en el poder del gobernante egipcio retumbó -tal y como advierte el refranero popular- cual "soga en casa del ahorcado". Nos llevó a recordar que en nuestro propio patio un autoritarismo de cinco décadas también ha excedido su fecha de caducidad. Tal vez para evitarnos esa comparación, los medios estatales se mostraron cautelosos con las noticias que llegaban desde el norte de África. Nos administraron a cucharadas la narración de los sucesos, sin hacer hincapié en todos los motivos que empujaron a un pueblo a poner límite al mandato personalista de un octogenario.

A pesar del sigilo periodístico, otros fragmentos de lo ocurrido llegaron hasta nosotros a través de las redes alternativas de información, de las perseguidas antenas parabólicas y la escurridiza internet. La prudencia oficial no pudo evitar que nos sobrecogiéramos con la vista aérea de la plazaTahrir que vibraba al ritmo de la espontaneidad, cuando por estos lares hace muchos años que esa franqueza no se percibe en la sobria y gris Plaza de la Revolución. Era inevitable que al observar a la muchedumbre manifestándose con pancartas, termináramos haciéndonos la pregunta que aquel locutor de corbata a rayas quería alejar de nuestras mentes: ¿Por qué en Cuba no ocurre algo así? Si nuestro gobierno es de más vieja data y el colapso económico se ha convertido en elemento inseparable de nuestros días, ¿qué evita que emprendamos el camino de la protesta cívica, de la presión pacífica en las calles? Egipto ha venido a sacudirnos en nuestra mansedumbre y el arrojo de otros nos ha enfrentado con nuestra apatía, en esta nación donde el tiempo se mide en efemérides "revolucionarias", se acuña en los folios amarillos de la burocracia.

La prudencia oficial no pudo evitar que nos sobrecogiéramos con la vista aérea de la plaza Tahrir que vibraba al ritmo de la espontaneidad, cuando por estos lares hace muchos años que esa franqueza no se percibe en la sobria y gris Plaza de la Revolución.

La teoría de pueblos valientes y pueblos cobardes es, en el menor de los casos, simplista. No hay una genética de la rebeldía como tampoco se puede predecir en qué momento la inconformidad alcanza su punto de ebullición. Esta isla larga y estrecha ha nutrido desde 1959 las especulaciones, las barajas de copa y espada, los tableros de Ifá y hasta los cuartetos rimados, de analistas, cartománticos, babalaos y profetas. Ante estos augurios de un futuro que no acaba de llegar, millones de cubanos han resumido su actitud cívica en un vocablo moroso: esperar. Acarician el espejismo de la solución rápida, de acostarse un día en un estado sin derechos y levantarse al otro en una Cuba democrática. Cuando el tiempo de aguardar se prolonga más allá de lo previsto, muchos deciden conjugar el verbo emigrar u optan por las breves y lacónicas sílabas de "callar". Pero lanzarse a las plazas no, pues ese asfalto retinto de las avenidas pertenece -y así nos dicen desde pequeños- a los revolucionarios, a Fidel Castro y al Partido Comunista. Nos han hecho creer que protestar en público contra los despidos masivos, el alto costo de la vida o para exigir la renuncia de un gabinete son gestas que emprenden otros, acciones que sólo son posibles fuera de nuestras fronteras nacionales. Nos han quitado las calles, nuestras calles.

En aras de impedir que una multitud tome las aceras y grite al unísono "¡Que se vaya el presidente, que se vaya!", activan los mecanismos ocultos del control, los resortes del miedo. El engranaje de la vigilancia que no conoce de crisis económica ni de recortes, se cierne constantemente sobre nosotros. Ahora mismo está en vilo, ajustando sus agentes, sus autos, sus leyes, para evitar el contagio que puede venir desde el este. Pues aunque El Cairo queda muy lejos, hay demasiadas analogías entre los cubanos y esos rostros que vimos  reunidos en la marcha de un millón y después festejando la escapada del caudillo. Ellos gritaban contra Mubarak, pero del lado de acá de la pantalla muchos sentimos que nos emplazaban a nosotros, que nos hacían sentir avergonzados de nuestra inercia.


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