Por Ana María Sanhueza Febrero 11, 2011

© José Miguel Méndez

En El Sauce, un pueblo pequeño y polvoriento al interior de Combarbalá, lo simple es tarea titánica. Ducharse, lavar la ropa, regar los árboles, alimentar animales o encontrar un durazno en algún huerto es, hace años, un esfuerzo mayor. Y tirar la cadena del baño, un lujo que muy pocos se pueden dar. "Yo les digo a mis hijas que se aguanten de ir al baño para que ahorremos agua. Que vayamos una sola vez y todas juntas", cuenta la temporera Marisol Rojas. Está en el patio de su casa, frente a un parrón que apenas sobrevive y con el sol pegándole duro en la cara. Yupi, su perro, pega un ladrido flojo y se acomoda bajo el único pedazo de sombra del lugar. Pocos metros más allá, está el recuerdo de lo que fue una noria.

Marisol nació en El Sauce y vive aquí con sus tres hijas. En el verano, este pueblo de 570 habitantes tiene temperaturas que no bajan de los 33 grados a la sombra. Por eso, las cortinas y las puertas de las casas pasan cerradas y -entre el mediodía y las siete de la tarde- ni un alma camina por las calles. Pero el verdadero problema no es el calor, sino la falta de agua. No hay ni siquiera riachuelos. Abundan los cactus ordenados en hilera y separados por milímetros. Y eso no es todo: la llave de agua se puede abrir día por medio y sólo por 20 minutos.

La situación del pueblo es complicada desde hace cuatro años, pero se puso más dramática en octubre debido a la sequía que azota la zona del secano. Desde entonces, aquí viven a sobresaltos. Si no viene el camión aljibe que la Municipalidad de Combarbalá manda dos veces por semana, los vecinos se quedan simplemente a secas. Por eso, en el breve rato que pueden abrir la llave, llenan unos pocos tambores plásticos que tienen repartidos en sus casas. Unos tiestos están destinados al estanque del baño, otros para cocinar, saciar la sed y, eventualmente, lavar ropa, lo cual ocurre cada dos semanas y sólo en tiempos de vacas gordas. Los demás envases son para bañarse. Si es que puede llamarse así al acto de lanzarse chorritos con una botella, y nunca usando más de dos litros por persona. Nada se desperdicia: muchas veces, la lavaza que queda tras la "ducha" se echa a un tarro y sirve para tirar la cadena.

"Esto es horrible. Hace dos años que no tengo agua y ahora no tengo ni para la ducha", se lamenta Carlos Henríquez, presidente de la junta de vecinos de El Sauce. "Si no llueve este año, estamos perdidos".  Agrega que es tanta la desesperación, que hace tiempo que en el pueblo nadie se duerme sin antes ver el tiempo después del noticiario. "Si llueve en Valparaíso, siempre nos llega una gotita", dice.

Apenas 23,9 litros

En la IV Región, Combarbalá es la comuna donde más ha golpeado la sequía. De sus 13 mil habitantes, sólo 3 mil viven en la ciudad y sin problemas de abastecimiento. El resto está repartido en zonas rurales, que en su mayoría dependen hoy del agua que les llevan seis camiones municipales. De estos pueblos, hay cinco que encabezan la lista donde beber, bañarse, refrescarse y regar son verbos que se conjugan en  pasado: El Sauce, Manquehua, Quilitapia, El Huacho y Medialuna. Los pozos que los surtían de agua están secos desde hace meses.

Gladys Araya y su esposo tienen un almacén en la calle principal de Manquehua: hace meses que los productos menos vendidos son el champú y el jabón. En cambio, los chicles de menta y las colonias son los más demandados.

Las cifras dan cuenta de la complicada situación. Si la media de consumo de agua de un chileno en una zona rural es de 80 litros diarios, en estos pueblos sobreviven con apenas 23, 9 litros. Para hacerse una idea de lo exigua de esa cantidad, basta saber que en una ciudad cualquiera cada chileno usa en promedio 120 litros de agua al día, sin contar la que corre por el alcantarillado. Aquí, en estos pueblos del norte, es apenas un sexto de eso. 

La peor parte, en todo caso, no está en quienes reciben chorritos de agua en determinados días, sino en los que abren la llave y no obtienen ni una sola gota. Una situación que es bastante común en estas localidades: las copas donde los camiones depositan el agua están en los cerros, por lo cual el líquido corre sin problemas por las cañerías que abastecen a las casas que están en bajada, pero no llega a las que están en los sectores más empinados.

"Abro la llave y el agua apenas me sale por 15 minutos. Con suerte, saco 80 litros para toda mi familia, y somos cinco", insiste Carlos Henríquez, desesperado. El escenario no es mucho mejor en Manquehua, donde la gran parte de sus 700 habitantes vive en lo alto y, por eso, sufre de escasez. Bien lo sabe Gladys Araya, la presidenta de la junta de vecinos de este pueblo y quien, junto a su esposo, tiene un almacén en la calle principal: hace meses que los productos menos vendidos son el champú y el jabón. En cambio, los chicles de menta y las colonias son los más demandados.

"Nadie que no viva aquí se puede imaginar lo que es vivir con un par de litros de agua para bañarse, beber y cubrir sus necesidades básicas", dice el alcalde de Combarbalá, Solercio Rojas.

Vivir sin agua

Visitas incómodas

La información aparecida en la prensa cayó como un chiste de humor negro en los pueblos del secano: decía que parte de Illapel se quedó sin agua durante el Año Nuevo. "¿Una noche sin agua? ¡Bah!, nosotros llevamos años así", dice René Carvajal Bugueño, director de la escuela de Quilitapia y presidente del club deportivo y cultural del pueblo. Además, preside el comité local de Agua Potable Rural (APR), los organismos sociales que en el campo administran el servicio para sus comunidades.

En este pueblo -de 1.200 habitantes-, la sequía ha sido tanta, que de los 100 alumnos de su escuela, ya 20 se han retirado del internado. Además, cuenta que el equipo de fútbol de Quilitapia no ha podido seguir entrenando ni traer invitados a jugar "porque no contamos con agua para recibir a las visitas ni para ducharse después".

El último partido que jugaron fue en octubre. Y desde esa fecha que en la casa del dirigente están las poleras y las calcetas que usaron los jugadores "porque no tenemos agua para lavarlas". Carvajal ha tenido que priorizar la limpieza de la ropa de él y su familia. La lavan cada dos semanas. "Pero nosotros hemos tratado de seguir la vida normal", señala.

El gran problema de estos pueblos ubicados en el secano es que dependen 100% de las lluvias. Hoy, frente a la escasez de precipitaciones y de agua en sus cañerías, sus habitantes se han convertido en expertos en el tema: saben cuántos litros consume cada pueblo, cuántos trae el camión aljibe, cuántos salen por segundo de una llave, cuántos hace un bidón, cuánto un vaso… También, cuánto necesita su familia, cuánto su localidad, cuánto sus animales, cuánto su vecino, cuánto el riego, cuánto el estanque, cuánto para lavar ropa, cuánto para bañarse, cuánto para enjuagar el pelo, cuánto la loza…

El último partido que jugó el club de Quilitapia fue en octubre. Desde esa fecha que en la casa de su presidente están las poleras y las calcetas que usaron los jugadores. "No tenemos agua para lavarlas", explica René Carvajal.

Así las cosas, las visitas se han convertido en un problema. "La llegada de parientes o veraneantes hace que estas localidades aumenten aún más sus demandas", explica Mario Pérez, director regional de la Onemi. Carlos Indo, el operador del APR de Manquehua, dice que les da vergüenza recibir invitados y "tener que pasarles un tarrito para que se duchen". Y el presidente de ese organismo encargado de las aguas, Ricardo Inostroza, agrega que se ponen nerviosos cuando llegan personas que no entienden su problema: "Las visitas nos hacen sufrir, porque lavan las tazas y después botan el agua. No tienen conciencia de que eso no se puede hacer aquí".

Según el alcalde Solercio Rojas, algo que salvará a los pueblos del secano será la construcción del embalse Valle Hermoso. "Sabemos que la sequía será cada vez más fuerte y cruda, y necesitamos una solución definitiva para que las personas no migren", explica. Sin embargo, las obras no estarán listas antes de cinco años. Mientras tanto, el gobierno regional -tras decretar a estos pueblos en enero como zona de emergencia- encargó un estudio para detectar lugares donde haya agua y trabaja en optimizar la entrega que hacen los seis camiones aljibe que recorren la zona. "Mi meta es que de aquí a marzo, los 23,9 litros diarios de agua que tienen por persona se transformen en 40", explica el seremi de Obras Públicas de la IV Región, Luis Cobo.

Vivir sin agua

Huertos fantasmas

La sequía también ha golpeado a los dueños de animales. Es el caso de Gladys Araya, dirigenta vecinal de Manquehua, quien debió convertir en charqui a los mismos animales que hace un tiempo le daban materia prima para hacer queso. Prefirió eso antes que se murieran de sed.

Antes de que se le secara su pequeño huerto, Gladys también vendía duraznos y huesillos. Hoy es imposible. Y, para peor, está a punto de dar por perdido el proyecto que tenía junto a un grupo de mujeres -financiado por Prodemu- para criar 40 familias de abejas. "Se han empezado a morir porque no tienen qué comer por la sequía", explica.

Ella y su familia viven frente a la plaza, que -como la mayoría de las plazas de estos pueblos- está rodeada de rejas para evitar que los burros se coman lo poco de verde que queda vivo. La sequía ha llegado a tal extremo que, al no tener cómo alimentar a sus burros, la gente los deja sueltos para que coman como puedan. Algunos han forzado la reja de la casa de Gladys para engullir las plantas que aún están en pie en pequeños maceteros. Otros se comen hasta las flores plásticas de las animitas del camino -lleno de curvas, cerros y precipicios- que va hacia Combarbalá.

Hoy, frente a la escasez de agua, los habitantes de estos pueblos se han convertido en expertos en el tema: saben cuántos litros consume cada pueblo, cuántos trae el camión aljibe, cuántos salen por segundo de una llave, cuántos hace un bidón, cuánto un vaso…

"Los pobres burros comen hasta basura", dice Carlos Indo, del APR del pueblo y encargado de abrir la llave de la copa de Manquehua sólo los lunes y los jueves, días en que llega el camión.

En El Sauce, Segundo Tapia Echeverría es de los pocos habitantes que aún mantiene en un corral. Tiene 40 cabras y 35 ovejas, a las que quiere como mascotas. Con una sola mirada, lo siguen por el pueblo. No se ha deshecho del ganado pese a la complicada situación. Vive de su pequeña pensión, de la venta de algunos machos jóvenes -los llaman "los guatones"- y gasta lo que puede en pasto. Atrás quedaron los mejores tiempos de su huerto de casi una hectárea, cuando sembraba papas, maíz y unos enormes duraznos conserveros. También, de la pequeña viña, con la que llegó a vender más de cuatro toneladas de uva a las pisqueras de la zona.

Hoy, su terreno es fantasmagórico: Segundo Tapia se pasea entre los esqueletos de sus árboles, nostálgico de lo que alguna vez logró plantar. "Antes aquí era rebonito. En todas partes había un árbol con frutas. Tenía higueras, duraznos, damascos, naranjos y nogales. Todos se secaron. Ahora esto sirve sólo para leña", dice mientras acaricia la cabeza de Pablo, su chivato favorito.

Vivir sin agua

La ira desatada

Los cuatro años de falta de agua en estos pueblos tiene estresados a sus habitantes. Es común que haya discusiones a viva voz. Fue lo que sucedió el domingo 6 de febrero en la junta vecinal de Quilitapia, durante una  reunión con autoridades locales. Allí, Marta Angélica Carvajal, profesora de la escuela, les hizo notar lo cansados que están de vivir en esta situación.

La reunión comenzó cerca de las 2 de la tarde, y el calor era tal, que un vecino aprovechó para vender mote con huesillos en la puerta de la sede social. Tuvo gran éxito. Hasta allá llegaron el intendente Sergio Gahona; la gobernadora del Limarí, Susana Verdugo; y los seremi de Agricultura y Obras Públicas, Marcelo Chacana y Luis Cobo. También, el alcalde de Combarbalá y varios concejales; Ulises Vergara, director regional de Obras Hidráulicas; el diputado PS Luis Lemus, y el director de la Onemi local.

De pronto, la profesora pidió la palabra. Dijo que la única solución urgente es que el gobierno profundice las norias que se les han secado a las familias, un debate recurrente entre los vecinos. Contrariándola, el intendente y la gobernadora le explicaron que lo que se hará es trabajar en pozos colectivos. "¡La experiencia es distinta a la teoría!", les enrostró Marta Angélica, quien lucía el cabello húmedo, porque se aplica un mousse que compró en Ovalle para parecer recién duchada.

"Acá es tan grave la situación, que uno ni siquiera tiene agua limpia para bañarse. A veces, se utiliza el último enjuague del lavado de ropa para ducharse", critica la maestra.

Pero, más que en las autoridades, los vecinos descargan su ira contra los presidentes de los comités de Agua Potable Rural, un cargo ad honórem al que muy pocos quieren postular. En la mira también están los operadores del sistema y hasta los conductores de los camiones aljibe, sobre todo cuando quedan en panne o demoran más de la cuenta. "El camión carga 17 mil litros, pero las personas creen que como es tan grande nunca se va a acabar el agua", cuenta el chofer Abel Véliz, bajo un fuerte sol y a los pies de la copa de Manquehua. A su lado está el operador Carlos Indo, quien también ha sido blanco de la rabia del pueblo. "¡Pero si yo tampoco tengo agua!", se defiende.

Su huerta es hoy fantasmagórica: Segundo Tapia se pasea entre los esqueletos de sus árboles, nostálgico. "Antes aquí era rebonito. En todas partes había un árbol con frutas. Todos se secaron. Ahora esto sirve sólo para leña", dice.

Lo mismo se vive en El Sauce. "Nadie quiere asumir este cargo y, además, cuando a uno lo eligen, lo cuestionan", explica Luis Araya, presidente del comité de APR de aquí, con evidente cara de cansancio.

El día que llega el camión aljibe a los pueblos, prácticamente nadie sale de su casa esperando que los operadores abran la llave del agua en la copa. Y como muchos abren los grifos en sus casas al mismo tiempo, algunos se quedan sin agua y con sus baldes vacíos. Por ello, y cansados también de los reclamos, que René Carvajal y su operador del APR de Quilitapia idearon un sistema que, hasta ahora, ha resultado a prueba de balas. Dan el agua de las 5.30 hasta las 6.30 de la mañana, para que no todos abran las llaves a la misma hora. "Con eso, se ducha el que se levantó", explican.

Pero hace un mes, alguien se rebeló. Y se fue por su cuenta a la copa donde se guarda el agua. Y así, a las 10 de la noche, de pronto comenzó a salir agua en los baños del pueblo. Resignado, Hernán Tapia -operador en Quilitapia- lo recuerda: "Me tuve que levantar y venir corriendo a cerrar la llave".

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