Por Angela Díaz | Directora de Fundación Abrazarte Diciembre 24, 2010

He podido constatar en terreno cómo nos complica el tema de la pobreza de calle y cómo hemos aprendido a mirar hacia el lado frente a esta realidad terrible. Algunos dicen: "Ellos no tienen arreglo, les gusta la calle. No van a salir de ahí, porque no quieren. Al final son delincuentes y drogadictos". Éste es el discurso que nos ampara a muchos y nos da un velo de legitimidad para no mirar. Una justificación para dejar pasar.

Nunca ha sido mi discurso y nunca he ocupado estos argumentos. No porque sea mejor o peor, sino simplemente porque provengo de una historia distinta, donde la pobreza extrema y la calle conviven en igualdad de condiciones con los éxitos y los saltos cuánticos en calidad de vida y posición social. Y eso hace que tenga fe. Que crea que es posible, con las oportunidades adecuadas, salir del círculo de la pobreza. Y hablo de oportunidades y no asistencialismos.

Me presento para hacer sentido de los párrafos anteriores: soy Ángela Díaz, abogada de la Universidad de Chile, magíster en Sicología de las Organizaciones y coach ontológico. Gerente general de una gran empresa que da soluciones en el área de laboratorios y socia de otro emprendimiento en el área de consultoría y desarrollo organizacional. No sería nada de esto si no fuera por las enseñanzas y legado de Antonio Díaz Guerra, uno de los tantos niños que han vivido en las caletas del río Mapocho. Él fue mi padre, y aun cuando ya no está con nosotros físicamente, su fuerza y su ejemplo todavía me acompañan.

Él, como tantos, vivió en el Mapocho. Ese lugar muchas veces fue más seguro que otros donde tenía familia, y ésta es la parte que muchos no ven en su discurso. La opción de estar ahí es la última de todas, y está teñida de un abandono atroz, donde nada más es posible para la propia seguridad. Nadie va por gusto a vivir a una caleta. Habrá resignación, habrá desesperanza, pero jamás gusto. Eso, justamente, es una palanca para el cambio.

Mi papá, que se hacía llamar Juanito porque desconocía su segundo nombre y renegaba del primero que compartía con su padre, un día tuvo que hacer un trámite y sacar su cédula de identidad. Ese día pasaron dos cosas: detectaron que estaba remiso para su servicio militar y descubrió que se llamaba Antonio. Él no hablaba mucho de esta época, debe haber sido muy doloroso recordarla, pero sí nos dejó claro que hacer el servicio militar le cambió la vida. Después decidió estudiar, terminar sus estudios vespertinos y seguir en la universidad. Se recibió como ingeniero químico, se habilitó para un destino diferente y realizó las acciones que fueron necesarias para lograrlo. Eso no era parte de su mundo ni de sus posibilidades hasta antes de los 18.

Éste es nuestro gran desafío: mostrar que vale la pena trabajar por darles oportunidad a nuestros jóvenes de calle. Para eso estamos como sociedad, para no permitir que ellos queden en el anonimato y para entregarles las herramientas necesarias para que aprendan a desplegar una vida en dignidad.


Relacionados