Por Fernando Paulsen Agosto 6, 2010

© José Miguel Méndez

Hay veces en que un encuentro es capaz de explicar en forma sencilla lo que cuesta una enormidad llevar a palabras. Lo he contado antes, pero si hay un momento en que vale la pena repetirlo, éste es, cuando Mario Waissbluth está a punto de hacer sonar la campana que obliga a terminar el largo y trágico recreo de la educación chilena.

Mayo de 2007. Había sido aceptado en Harvard para hacer un máster en Políticas Públicas y Paula, mi mujer, partió a buscar casa y matricular cuatro niños en colegios públicos de Boston. Como el sistema por allá promueve que los niños vayan al colegio que está cerca de su domicilio, no se busca primero casa y después la escuela. Es mejor hacerlo al revés. Mi mujer estaba en este vitrineo, cuando llegó al colegio Winn Brook, de la ciudad de Belmont, ubicada a unos 20 km de la universidad. Un establecimiento que recibe alumnos desde kínder hasta 4º básico y que en EE.UU. llaman Elementary School.

La reunión con la directora del Winn Brook se solicitó por teléfono un día antes. Janet Carey, así se llama la directora, le dio a mi mujer un pequeño tour por el colegio y luego fueron a su oficina. Allí se produjo "el diálogo", que para efectos dramáticos reproduzco como si fuera una obra:

Paula: Me encantó el colegio y Belmont también, pero tengo un problema.

Janet: ¿Cuál?

Paula: Mis hijas no hablan ni una palabra de inglés.

Janet: ¿Y cuál es su problema?

Paula: Que vi las clases, a las profesoras, todo en inglés. No sé cómo reaccionarán mis hijas si no entienden nada de lo que digan las profesoras y sus compañeros.

Janet: Ok, pero ¿cuál es su problema?

Paula: Que no se adapten bien, que se sientan muy inseguras, que teman venir al colegio.

Janet: Ese problema no es suyo. Usted está describiendo MI problema.

Un cambio casi imperceptible en el adjetivo posesivo y se modifica toda la perspectiva de la educación. "Ése es mi problema", dijo Janet Carey, y todos los años de psicopedagogos externos, neurosiquiatras a la menor baja de notas, sugerencias de cambio de colegio, rutinas de materias entregadas mecánicamente, con desgano, culpando al ministerio o a las editoriales, kilos de Ritalín, matrículas condicionales, las presiones a la hora del Simce y la PSU, todo ello, que compone una gran parte del actual sistema educacional particular chileno, se iba con un simple posesivo "mi" por el desagüe de los años perdidos, la angustia de la culpa y la sensación de que uno manda sus hijos al colegio sólo porque siempre se ha hecho.

Waissbluth hace en su libro lo mismo que hizo la directora del Winn Brook, ahora desde la innovación en la política pública. Que los hijos de este país tengan la calidad de la educación que tienen no se origina en el vacío. Hay historia, Mario la cuenta. Y esa historia desgarra, desde el principio. Porque habla de una educación cocinada a fuego lento en una receta para producir mano de obra barata y niveles de conocimientos mínimos.  Porque, con excepciones notables, como los profesores normalistas, la historia nos dice que la educación a veces puede ser el opio del pueblo. Porque cuando hay que llamar pan al pan y vino al vino, en los albores del sistema escolar chileno, uno de los grandes dice lo que piensa abiertamente y lo que dice cuadra con lo que siguió y sigue siguiendo. Andrés Bello, citado por Mario Waissbluth: "El círculo de conocimientos que se adquiere en estas escuelas para las clases menesterosas, no debe tener más extensión que la que exigen las necesidades de ellas: lo demás no sólo sería inútil, sino hasta perjudicial, porque, además de no proporcionarse ideas que fuesen de un provecho conocido en el curso de la vida, se alejaría a la juventud demasiado de los trabajos productivos".

He aquí el meollo de la crítica furibunda de Waissbluth: hemos vivido segregando educacionalmente a Chile entre los que pueden pagar su educación y replicar a futuro sus privilegios, y la gran mayoría que, con excepciones que no alteran la tendencia, ha recibido una mera actualización de conocimientos básicos, que no los aleje demasiado de los trabajos productivos.

Esa brecha -comprueba Waissbluth con múltiples estadísticas y gráficos-, lejos de cerrarse, se expande. Sólo que cuando la educación es mala para la mayoría termina siendo mala para todos. Y hoy, la desigualdad sigue tan campante, a la que se aunó, hace algunas décadas, la distancia que la educación de elite registra, negativamente, respecto de la media de los países con las que nos gusta compararnos. Flor de sistema: un niño pobre que sale del colegio no sabe lo que lee y uno rico que cree que sí, al compararse con los países desarrollados, demuestra analfabetismo funcional. Waissbluth lo resume en un párrafo que duele hasta el alma y que relata la experiencia de Chile como primer país latinoamericano en presentarse a la SIALS: "Éste es un examen en que a los adultos se les muestran algunos párrafos simples para medir comprensión de lectura o aplicar problemas aritméticos sencillos. El resultado: sólo el 8% de los chilenos con educación superior terminada comprende completamente lo que lee y resuelve problemas aritméticos básicos".

El libro no es sobre Educación 2020, la propuesta que Mario y un grupo de voluntarios ofrecen desde hace un par de años. Ésta es su historia y el desafío que ofrece al país. Pero el libro no es un vehículo de marketing para una idea del autor. La provocación es que sea lo que fuere lo que se proponga y luego se haga, no se puede seguir ignorando cómo llegamos a esta educación, porque se corre el riesgo de repetir errores e incubar los mismos sesgos.

Ortega y Gasset decía: "Asombrarse es comenzar a entender". Waissbluth escribió un libro para provocar asombro. Para sacudir a bofetadas la modorra de la inercia en esta educación, lacerada por décadas de discursos arrogantes y aplicaciones de anestesia. Es un libro que jode porque es sobre nosotros y nuestros recelos por el prójimo. Lo peor es que nos vemos bien retratados.

"Se acabó el recreo" permite comenzar a entender que, como dice Waissbluth, "no se puede pasear con megáfonos por las poblaciones vulnerables exhortando a las familias a educar mejor a sus hijos. Son los profesores y directivos escolares, si están motivados, bien formados y disponen del tiempo suficiente, los únicos que pueden hacerlo".

Es verdad. Tan simple y difícil. Se traduce en que más temprano que tarde unos padres lleguen al colegio o liceo de su comuna, enfrenten al director llenos de aprensión y naturales temores por el primer día de clases de sus hijos, busquen argumentos para transmitir esta angustia, que implica dudas sobre si la escuela hará alguna diferencia, si los niños podrán acostumbrarse al nuevo mundo escolar que comienzan, y escuchen la voz serena: "Ese problema no es de ustedes. Están describiendo mi problema".

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