Por Eugenio Tironi Junio 11, 2010

Recuerdo hace varios meses, llegando medio somnoliento a dejar a los niños al colegio, haber escuchado en la radio a Marcelo Bielsa diciendo que una selección nacional tenía que expresar lo que era el país. Su pretensión, confesaba, era lograr con los muchachos de la selección lo mismo que Michelle Bachelet había conseguido de los chilenos: sacar lo mejor de sí. "Si logro que se exprese -recuerdo que decía- este Chile que miro y admiro todos los días, con esta capacidad para salir adelante de experiencias dolorosas, con este orden y esta disciplina ejemplares, y que ha alcanzado progresos materiales enormes, me sentiré plenamente satisfecho". Pero a Bielsa le faltó un detalle para ser exacto: que él venía a ejercer un rol opuesto al de Bachelet. Venía a ejercer la "función paterna".

En la teoría psicoanalítica, la madre provee al infante los estímulos afectivos, sin los cuales no podría sobrevivir. La función paterna, en cambio, lo escinde de la madre, quiebra con la ambigüedad que lo ata con ella, lo que le permite identificarse -por oposición- como sujeto, con un pensar coherente e integrado a la cultura. El padre introduce límites al deseo e instaura la ley; esto es, las normativas inconscientes que organizan racionalmente el psiquismo del sujeto. Esta función se ejerce a través del lenguaje.

"Dependo de la palabra", y ella "tiene que ver mucho con la jerarquía", decía Bielsa en una entrevista. Y agrega:  "Él técnico tiene que tener un aspecto único y no hacer sentir al futbolista como un igual". En otras palabras, debe actuar como padre, no como madre. Ésta aspira inevitablemente a fundirse con su hijo en una situación de ambigüedad y fluidez, porque esto le provee su propia sensación de completitud. El padre, en cambio, instaura la separación a través del orden, la estructura y la jerarquía, lo que se vehiculiza en el lenguaje. Así actuó Bielsa desde que pisó Pinto Durán.

En una entrevista de 1992 decía: "Mi aspiración es a dirigir en un fútbol más moderado, donde perder sea una cosa aceptable y que se pueda asimilar sin traumas (...) Me gustaría dirigir apenas en dos partes del mundo: Suiza y Chile, que son dos países moderados". Suena lógico. Bielsa busca un mundo racional, regulado, basado en el lenguaje y no en la emoción, que acepte que el fútbol "es un juego" cuya ilusión "es producir resultados a través de un comportamiento que estéticamente valga la pena". Un mundo que admite "el desborde, el desorden", pero lo que no permite es que nadie -empezando por los futbolistas- "deje de luchar". Éste es el mundo Bielsa: el mundo del padre.

Bielsa vino a Chile a cumplir la función paterna frente a muchachos que, en su mayoría, provienen de familias encabezadas por madres. Estableció, con mano dura, normas, disciplina, distancias, jerarquías. Los jugadores encontraron en él la presencia paterna de la que carecieron en su infancia. No lo quieren, seguramente, pero lo respetan y le temen; como al padre.

Lo que nadie calculó fue que la función de Bielsa trascendiera, como lo hizo, los límites de Pinto Durán. Él ha actuado como padre no sólo de la selección, sino de todos los chilenos. Esto es lo que justifica su extraordinaria influencia.

Cuando Bielsa llegó a Chile, la función materna estaba representada magníficamente en la presidenta Bachelet. Pero había un severo vacío de padre, pues nadie ocupó el hueco dejado por Ricardo Lagos. Alguien tenía que hacerlo. Pues bien, este vacío lo llenó Bielsa.

Bielsa puede estar satisfecho, al margen de lo que ahora ocurra en Sudáfrica. Logró llevar a Chile a la Copa del Mundo, sacando lo mejor de sí a futbolistas que no están ubicados en los primeros lugares de los rankings internacionales, en base al orden, el tesón y el trabajo en equipo. Y cumplió su sueño: transformarse en la dupla de Michelle Bachelet, aunque ejerciendo una función opuesta: la de padre. No es raro, entonces, que ambas figuras estén entrañablemente unidas en la mente de los chilenos.

*Sociólogo.

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