Por Alberto Fuguet* Junio 11, 2010

Sé poco de fútbol pero algo sé de Bielsa. Lo que sé es lo que hablan aquellos que no saben tanto de fútbol pero sí de personajes. Me enteré de la importancia, complejidad y genio de Bielsa no hace mucho, en una comida que despectivamente podría ser tildada de intelectuales pero que era, en rigor, de escritores. Bielsa de pronto se tomó la mesa. Héctor Aguilar Camín, que tiende a escribir acerca del poder, no paraba de hacer preguntas que yo, por cierto, no era capaz de contestar; pero el resto de la mesa estuvo a la altura y fueron aplacando su insaciable curiosidad bielsiana.

Al rato entendí por qué.

Bielsa es ese tipo de personajes, algo oscuros, jabonosos, imposibles de dilucidar, que aparte de sus logros y capacidades innatas, fascina por su deseo personal de no fascinar, de no existir. Bielsa quiere ser el Salinger o el Pynchon del fútbol. Algo casi esquizofrénico si se piensa que no existe una actividad menos anónima que dirigir a la Roja. Esto lo hace un gran, gran personaje, que termina alzándose como un espejo trizado donde todo un país (no su país, ojo, porque la historia de Bielsa es también una gran y épica historia de inmigrantes) se refleja y deposita sus deseos. Bielsa, por lo tanto, maneja poder, pero la duda, lo que intriga, lo que lo hace novelizable, es si está preparado para ser tan grande cuando (al parecer) se siente tan chico. Quizás porque viene de una familia donde el éxito no es esquivo. Que Bielsa la haya encontrado más bien tarde, y en otro país, sólo mejora el ADN del Bielsa Pop.

Como gran personaje maldito, Bielsa es la suma de sus fallas y grietas y tan importante como las zapatillas o el calorub son el cine (es un cinéfilo acérrimo, dicen) como el sicoanálisis (esto quizás es mito urbano, pero sin duda sería buenísimo que así fuera y, al ser argentino, esto no parece tan improbable). Siempre está en las sombras, escondido a plena vista (eso de ir en el primer asiento del bus que, a su vez, es el único que no tiene ventana es una actitud perfectamente Bielsa), aislado. ¿Chile puede ganar, pero cuándo gana él? Su estado ideal es estar concentrado (en todas las acepciones del término). Fue, además, guapo y atlético y ahora parece un ascensorista al lado de sus jugadores-hijos-alumnos. Bielsa tiene todo lo que no tienen mucho de sus rojos: identidad, pasado (mucho pasado parece), espesor, clase, épica y esa autoridad que sólo da el fracaso y una cierta tensión con su país. Todos creen que Bielsa se desangra en dirigir la Roja; al parecer toda su energía la destina en dirigirse a sí mismo. Tiene algo de San Agustín: un pecador que desea santificarse y no le tiene miedo al ascetismo (¿por qué vive en Pinto Durán?). Entiende que el triunfo sólo se logra al desprenderse de todo el resto y que nadie que desea "tenerlo todo" lo logra. Exige que las cosas se hagan a su manera y, quizás, en su fuero interior, le gustaría que el mundo fuera como él quisiera que sea.

Si la teoría de la mesa esa noche es que Bielsa está aprovechando su segunda oportunidad, que en la canchas sudafricanas no se juega sólo los sueños del pueblo chileno sino su propia redención, entonces hay algo entre perverso e infantil en lograr que la selección termine llamándose la Roja de Bielsa. Bielsa nunca alcanzó la gloria real como jugador, pero ahora es el crack indiscutido. Por muy carismáticos que sean Chupete, Alexis o Matías, la verdad es que Bielsa ha logrado algo a lo James Cameron: la única estrella es él. Y, por lo que dicen, ésa es la fuerza de la Roja: que todos sean iguales, que todos sean claves, que la verdadera estrella es la Roja. La Roja, claro, y Bielsa.

*Escritor y cineasta.

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