Por Felipe Bianchi Octubre 10, 2009

Basta despertarse una vez en Río, una sola vez antes de las seis de la mañana, para darse cuenta de dos cosas. Una: en Brasil el sol sale por el mar. Dos: en Brasil amanece muy temprano.

A partir de esas dos verdades reveladas -y antes de zamparse en el desayuno un pedazo de piña y de ese queso blanco exquisito y granuloso que no sé cómo se llama, pero que parece deshacerse y a la larga se deshace en tus manos-,uno ya percibe que la gente es distinta en Brasil.

De partida, andan todo el día en pantalón corto y, a ratos, sin camisa y sin zapatos. Hay algo de niños en eso. Algo de juego. Juegan muchos los brasileños. Siempre están jugando. De hecho, confían más allá de lo razonable en el uso de la zunga. A propósito: aunque sean guatones, enanos o viejos, aunque no tengan pechugas -el 85% de las brasileñas no tiene pechugas-, los brasileños gozan con su cuerpo.

Quizás por eso aprovechan el calor apenas aparece. No le hacen el quite, lo buscan, lo quieren. Antes de que empiecen los matinales en la televisión, los brasileños ya están bajo el sol. Caminando rápido, andando en bicicleta, trotando, pichangueando, surfiando o jugando vóleibol a pata pelá (tiene que ser distinto y más feliz, me parece, un pueblo que pasa tanto tiempo a pata pelá).

Cuando uno está en Brasil se motiva, se pica o se camufla, pero el caso es que sale a la calle tempranito. Y entonces viene el segundo chancacazo en el cara. De calor, de humedad, de olores. Hay gente a la que no le gusta, pero a mí me encanta como huele Brasil. Huele distinto, mejor.

Brasil es ante todo un país sano. Los brasileños se ríen mucho. En la fila y fuera de ella. Son felices o al menos intentan serlo. Pero el gran secreto de Brasil, después de haber ido unas doce veces a Río y tres o cuatro a São Paulo, después de haber vivido en plena selva en Morro São Paulo, de haber dormido en una hamaca en Pelurinho, de haber recorrido las calles de Ouro Preto, de Belo Horizonte y de Porto Alegre, después de haber vivido el carnaval en Bahía, en Olinda y en Recife, después de haber caminado la costanera de Fortaleza y haber tomado un camión para llegar a Jericoacoara, después de todo eso y de las tiendas, los aeropuertos, las ferias, los estadios, los recitales, los restoranes y las calles, el gran secreto de Brasil, me parece, intuyo, arriesgo, lo que en rigor hace distinto al país, es su descuadrado y absoluto respeto por los jóvenes.

Brasil mismo, claro está, es un país joven. Un país que, como Estados Unidos, rompió con Europa para recorrer con fuerza un camino propio. Pero también es un país que ama a los jóvenes, que les da espacio, que los hace parte viva y principal de su cultura. No es que no valoren el pasado, pero en Brasil tienen algo especial con los jóvenes. Por eso son tan buenos arquitectos y tan dados a los ensayos y a la modernidad. Por eso tienen tantos buenos músicos, tantos lugares nocturnos, tanta vida de playa, tanto diseñador de moda, tanto deportista, tanto publicista. Por eso les importa tanto el cine y la tele. Por eso en algún momento unos pendejos talentosos lograron regalarle al mundo la bossa nova.

Digo: ¿has entrado alguna vez a una tienda o a un restaurant en Río luego de venir de la playa, en sandalias y bermudas? ¿Te han mirado mal, te han tratado mal alguna vez? Nunca. En eso Brasil, insisto, es lo más parecido de este lado del mundo a EE.UU. Se respetan las ganas, la creatividad y el poder que reside en los jóvenes. Todos entienden que ahí radica el corazón de la sociedad, las venas abiertas, la bencina. Así como los argentinos valoran a los niños y a los sicólogos más allá de lo razonable, así como los chilenos adoramos a los poderosos y a los mandones, los brasileños adoran a los jóvenes. Y eso influye y marca tanto o más que la mezcla de razas, que el mestizaje. Un dato al pasar: Brasil tiene la mayor colonia de italianos del mundo (28 millones). De hecho en Roma viven 2,5 millones de italianos y en São Paulo, seis. ¿Y? Nada. Llama la atención.

El caso es que en Brasil no sólo todo es más grande. También las cosas ocurren más rápido. Tan rápido como esos miles que corren debajo de la ventana de tu hotel, un miércoles cualquiera, cuando el reloj recién marca las 5.21 y el sol pica como diablos.

* Periodista

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