Por Alberto Fuguet* Noviembre 19, 2014

En uno de los cuentos de La ola (Ed. Montacerdos), el notable libro que casi conforma La Gran Novela cruceña que jamás habíamos esperado, una profesora perdida en esa fascinante y contradictoria ciudad subtropical boliviana le dice a su alumna: “Usted, señorita, lo que tiene que hacer es aprender a desobedecer”. Y un poco de eso va y es lo que les sucede a las álter ego y protagonistas de los relatos de la persipicaz y observadora escritora Liliana Colanzi (1981): presenciamos el largo viaje de desobedecer, que es lo mismo que dejar de ser, de olvidar, de romper. En La ola todos huyen, pero no escapan. Pitol mitificó el arte de la fuga; Colanzi nos quiere sumar al arte de la desobediencia.

Parte de la sorpresa del libro es que no es lo que esperas: no parece tan boliviano, a pesar que vaya que lo es, y su mirada de mujer es casi masculina en su negativa ontológica de negarse a ser víctima (ojo con el ya canónico cuento “Vacaciones permanentes”, que parece ser un remix del cuento “Colinas como elefantes blancos”, de Hemingway en versión girl-power). Pero Colanzi es más que una chica dura o mala o indie o global trash que puede ambientar sus cuentos tanto en Santa Cruz como en Ithaca o Cambridge. Sigue siendo una cruceña que asume que salió algo trizada y eso es al final lo que conmueve. No cuenta grandes historias (o quizás sí: todos los relatos son sobre crecer, decepcionar, ver todo de manera nueva), pero lo que cautiva es cómo logra hacernos cómplices y parte de un mundo que podría definirse como de “niños ricos de países pobres” y donde la mirada -ese ojo que la obsesiona- es la de una niña y luego una mujer que observa sin piedad.

El ambiente húmedo y sensual de Santa Cruz (¿Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio Quiroga?) está presente de manera persistente en todo el libro y cierto misterio subterráneo que altera y tiñe su realismo eficaz y suburbano con elementos externos que pueden ser mitos, supersticiones, magia, piojos, luces extraterrestres, alucinaciones o quizás más sensibilidad de lo conveniente. Aquí hay un asombroso despliegue de recursos narrativos, pero Colanzi sabe que al final un autor se arma por sus falencias y a sus álter ego les sobra una sensación de no estar del todo ahí, y quizás por eso lo que más hay son espesas atmósferas que cubren una fragilidad de alguien  que ha hecho de la huida su meta, que aún no celebra su diferencia (“dicen que con el susto a veces también viene un don: la clarividencia, por ejemplo, el ver sin haber visto”) y sus mochilas  (“Mi madre tiene razón, pensaba la chica. Llevo una marca que me separa del resto como el fuego. No había forma de borrar la marca, de disimularla”) y que aún no ha podido del todo cercenar esa mirada del ojo familiar.

Al final, de eso se trata todo y Colanzi, que lo tiene todo claro, lo sabe.

 

“La ola”, de Liliana Colanzi. A $10.000

 

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