Por Carlos Reyes Junio 16, 2017

Harta luz, al menos de noche. Tres mesones cubiertos con manteles de plástico bien colorinches junto a sus respectivas bancas pintadas de rojo intenso declaran a su modo la voluntad de sencillez de Caleta Squella. Siempre con estilo porque el espacio se aloja en un clásico marisquero del viejo Santiago y eso pesa, por mucho que recreen el comedor de un casino de pescadores. De un lado del salón, un muro roto a propósito recordando antiguas reinvenciones —nadie es perfecto—, pero del otro surge una de las varias piscinas que guardan la promesa básica del lugar: mariscos frescos a todo evento.

No es novedad. Desde que nació en el otrora sector burgués del centro, aquello ha sido el pilar de su oferta. La noticia es que esta despensa se remozó acorde a los tiempos, por medio de una carta fija, donde da gusto toparse, por ejemplo, con 15 almejas de buen tamaño, recién abiertas, cubiertas con abundante cebolla y cilantro picado fino bien alimonado. Cada una concentró un frescor marino cada vez menos frecuente en las mesas de Santiago y por un precio ($ 3.800 y $ 6.500 las 30 unidades) que se merece hartos aplausos. Aparte, por $ 4.000 aparecen choros carnosos, media docena de camarones apanados o una quincena de intensas ostras sureñas.

Las sazones son bien a la chilena, con suavidad hasta en el pilpil, aunque cuando se aplica a los picorocos ese cuidado se justifica para resaltar la elegancia de una de las rarezas exclusivas del territorio nacional y que de tanto en tanto aparece como plato destacado de la jornada. La carta de vinos es lo justo: un tinto y un blanco ($ 3.000 la copa y $ 9.000 la botella), aparte de cervezas y sours también ajustados en precios. Un todo que denota la voluntad de mostrar harto de lo bueno de nuestras costas, a precio módico. Y sí, ahí demuestran que se puede.

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