Por Yenny Cáceres Enero 25, 2017

La La Land, de Damien Chazelle.

Al principio, fue el odio. Luego llegó el amor, un loco y estúpido amor. Mia (una inolvidable Emma Stone) es una aspirante eterna a actriz en Los Ángeles, la ciudad de los sueños y las películas. Sebastian (Ryan Gosling) es un músico de jazz que sueña abrir su propio club. Cuando se conocen, se detestan. Más tarde, vivirán un romance frenético, filmado de la única forma posible para una historia de amor: como un musical.

Eso es lo que parece sugerir La La Land, un homenaje al género y a Hollywood, que a la vez es la prueba de por qué Hollywood sigue dominando la industria del cine. La La Land es Hollywood en su mejor forma. Es entretención pura, sí, pero al más alto nivel. Sin los efectismos de Whiplash, su anterior cinta, Damien Chazelle logra una película que es un torrente de energía, una película sobre el amor que exuda amor al cine.

Porque más allá del romance entre Sebastian y Mia, La La Land se ancla en Los Ángeles como el lugar —o el no lugar, la tierra de nadie y de las oportunidades— en que los sueños por triunfar se juntan y también terminan asfixiando, como lo demostraba David Lynch en esa pesadilla llamada Mulholland Dr, que de algún modo funciona como un reverso perfecto de La La Land. Lo mismo ocurre con Café Society, la última película de Woody Allen, en que Los Ángeles es la utopía del amor perdido, donde sólo hay espacio para la resignación y la melancolía arrebatadora y punzante.

Chazelle también sale airoso al escapar de los clichés del género. Cumple con todas las reglas de los musicales y juega al límite, pero nunca resulta empalagoso, y aunque la comparación con clásicos como Cantando bajo la lluvia y Los paraguas de Cherburgo es inevitable, también reinventa el género para las nuevas audiencias. Chazelle filma ese amor que nos hace trepar por las paredes o comprar más calendarios con esa misma pasión incontenible que tenía, pese a su hipsterismo insoportable, (500) días con ella. Porque La La Land es una película con la que dan ganas de salir a bailar, cantar y enamorarse. Eso es: un clásico instantáneo.

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