Por Diego Zúñiga Noviembre 18, 2016

Vamos a hacer periodismo de anticipación.
Adelantándonos, entonces, un par de semanas, diremos que a la hora de los recuentos literarios de lo mejor de 2016 hay que ser rotundos y sentenciar que este año, al menos en Chile, fue casi por completo de la poesía. Fue, de hecho, el año en que se otorgó el Premio Nacional de Literatura a un poeta, aunque de aquello ya nadie se acuerde y no sea el motivo que nos tiene hablando de esto, de los libros de poesía que marcaron el 2016.
Al trabajo que viene haciendo desde hace ya varios años Ediciones UDP —uno de los imprescindibles que acaban de publicar es Rompan filas, de Bruno Vidal— junto a las editoriales independientes —donde destacan sellos como Alquimia, Tácitas, La Calabaza del Diablo y las nuevas Garceta, Overol y Saposcat—, hay que sumar dos hechos fundamentales: primero, la reedición de La nueva novela, de Juan Luis Martínez, que durante tantos años fue un libro inencontrable, y que hoy está disponible a un precio mucho más asequible que antes; lo segundo, la labor de Lumen, quien de la mano de su editor, Vicente Undurraga, empezó a publicar contundentes antologías de algunos de los poetas fundamentales de las últimas décadas. Comenzó con Bertoni y Zurita, y este 2016 apostó por Germán Carrasco y Elvira Hernández, dos voces que han influenciado ampliamente a los poetas más jóvenes y que merecen, desde hace rato, que sus libros lleguen a más y más lectores.

La antología de Carrasco, Imagen y semejanza, nos permite revisar una obra que comenzó en los 90 y que pareció siempre transitar entre la lucidez, la calle, el oído y una serie de imágenes diáfanas que esconden en su centro una belleza anómala, sorprendente. No hay que olvidar, tampoco, que este año Carrasco publicó Mantra de remos (Alquimia), quizá su mejor libro hasta la fecha. Un libro importante. Tal como lo es la antología de Elvira Hernández, Los trabajos y los días, que nos permite descubrir a una poeta silenciosa, de esas que se han preocupado más de escribir que de publicar; de ahí que una antología como esta sea tan necesaria. Volver a leer su obra fundamental, La Bandera de Chile, y deslumbrarse con el trabajo que Hernández viene haciendo con el lenguaje desde los 80. Es una poesía hecha de escombros, son los restos de una lengua que se perdió con la violencia política. Hernández intenta recuperar esas palabras, trabaja con ellas, les busca una y otra vez el sentido, a pesar de la imposibilidad de decir muchas cosas. Es una “poesía situada”, como la de Lihn: escribir con la ventana abierta, escuchando el ruido de la calle, de lo que ocurre ahí afuera: “La Bandera de Chile es usada de mordaza/ y por eso seguramente por eso/ nadie dice nada”.

Afuera transcurren los días, pasa el cometa Halley pero no lo ve (“Dicen que era como una cabeza degollada apareciendo/ sin nunca querer desaparecer”), pasan los años, su mirada se detiene en los pájaros, en la memoria fracturada, en los que no están, en los viajes, en lo que se pierde en esos viajes. Una escritura que registra, rápido; que se detiene también en eso que nunca vemos. “El arte es en algún momento/ un animal vivo”, anota Hernández. Y sí: su poesía es casi siempre ese animal vivo, impredecible, nuevo.

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