Por Diego Zúñiga Septiembre 23, 2016

“Imposible salir  de la Tierra”,  de Alejandra Costamagna.

 

 

Hace más de 15 años, Alejandra Costamagna (1970) publicaba su primer libro de cuentos, Malas noches, y ya demostraba un talento especial para el género breve: imágenes epifánicas en medio de historias cotidianas, silenciosas, absolutamente reconocibles. Lo que vino después fueron un par de libros más de cuentos donde Costamagna iría bajando la voz mientras experimentaba cada vez más con las palabras, capturando una lengua viva, chilena, para hablar de personajes solitarios, de parejas que no tienen vuelta, de la infancia y de los viajes, de gatos, locura y muerte. Decir que Costamagna es la mejor cuentista chilena de su generación es, a esta altura, un lugar común. Lo que habría que agregar es que dentro de Latinoamérica ha ido encontrando más y más lectores, por lo que no es casualidad que su último libro, Imposible salir de la Tierra —una antología con diez de sus mejores cuentos—, sea publicado por dos de las editoriales independientes más importantes de esta parte del continente: Estruendomudo (Perú) y Almadía (México). A Chile acaba de llegar la edición de Estruendomudo.
—¿Qué le pasó a Alejandra Costamagna entre los más de 15 años que separan su primer libro de cuentos y esta antología?
—Pasó agua, pasó barro, hasta pasó un cambio de siglo. Pero sobre todo pasaron lecturas que llevaron a innumerables lecturas y relecturas. Pasó, sin duda, una lectora que se asombraba por cosas que hoy no le mueven un pelo, y apareció otra lectora que hubiera sido una completa extraña para esa primera lectora. Pasaron viajes, música, gatos, golpes, cambios de casa y de piel. O sea, alcachofazos varios, que hacen que entre Malas noches e Imposible salir de la Tierra haya al menos un planeta de distancia. Pero siempre dentro de la misma galaxia.
—¿Cuál sientes que es el cambio más significativo que ocurrió en estos años en términos literarios?
—No sé si es un cambio, pero te diría que cada vez me atrae más el silencio en los textos: lo que se puede decir con la mínima expresión. Y, al mismo tiempo, me voy inclinando naturalmente hacia las fisuras. Esas pequeñas grietas que desbordan los límites de lo posible. Me atrae esa extrañeza, poner en vértigo lo cotidiano. A lo mejor eso tiene que ver con un cambio vital, pero no soy capaz de ver la referencia exacta.
—Después de estar varios años escribiendo, leyendo y dando talleres: ¿para ti qué es un cuento perfecto?
—Lamento decepcionarte, pero no sé lo que es un cuento perfecto. Y si supiera, a lo mejor no haría talleres. Y, con toda seguridad, ni siquiera intentaría escribir un cuento. Lo que sí puedo darte es un ejemplo: “Conversación con mi padre”, de Grace Paley. Ahí, justamente, entre padre e hija se instala la discusión acerca de lo que es un cuento perfecto. O al menos un buen cuento. Y obviamente el asunto no queda zanjado.
—¿Cuál ha sido tu último gran descubrimiento en el género del cuento?
—Es extraño, pero mi mayor “descubrimiento” en el género corresponde a un libro que no es de cuentos. Tampoco es novela ni ensayo ni crónica. O es todo eso al mismo tiempo. Hablo de El nervio óptico, de María Gainza. Una puede leer como cuentos cada uno de los capítulos de este libro en el que la protagonista recorre la ciudad, mira cuadros y cuestiona su vida, el estado del arte y del mundo. Y lo hace con tanta delicadeza que nos deja sin respiro. Eso para mí, al final, ese paseo atropellado, puede ser un cuento perfecto.

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