Por Álvaro Bisama Julio 22, 2016

La semana pasada murió Hulk. No. En realidad el que murió fue Bruce Banner. Lo mató una flecha cargada con radiación gamma disparada por  Ojo de Halcón desde lejos. Esto pasó en el tercer número de Civil War II, una macrosaga más o menos idiota destinada a capitalizar el film con el mismo nombre. Pero, repito, no se trata de la muerte de Hulk, que ahora es un muchacho chino con jopo que parece pasarlo fantástico volviéndose un gigante verde. Con esto Marvel termina de enterrar a Banner, un personaje capital en la historia de la editorial, pero con el cual no tenían la más remota idea de qué hacer desde hace años. Y esto es quizás lo más interesante de la noticia: el poder revisar cómo la premisa sencilla creada por Stan Lee y Jack Kirby en 1962 se convirtió, en el lapso de medio siglo, en una excusa para dar rienda suelta a las ideas narrativas más insólitas. Porque Banner/Hulk fue héroe, villano; tuvo casi una decena de personalidades distintas; viajó al espacio;  ofició de mesías alienígena (uno que se parecía a Conan); tuvo hijos: asoló la Tierra; separó sus dos personalidades en cuerpos distintos mil veces; lo demolió la resaca de tanto desastre en el desierto; convirtió a su prima, su suegro y su ex novia en otros Hulks; participó en conspiraciones; operó como agente secreto y hasta tuvo una versión futura donde estaba calvo y poseía un harem con decenas de concubinas, pues era un dictador que dominaba el mundo. Por ahí, además, hubo una serie de televisión tristísima y unas películas que no estuvieron a la altura del mito. Todo lo anterior es irreal e incoherente, pero posee esa condición bizarra que quizás era el mejor atributo del personaje, algo que guionistas como Peter David y Greg Pak usaron con audacia y no poco delirio. Por lo mismo, da un poco de pena que Marvel lo haya despachado casi de oficio, de la mano de un escritor-funcionario como Brian Michael Bendis. Mientras, queda en la memoria esa confusión que el personaje podía provocar a sus lectores, ese conflicto existencial que construía el drama a partir de la tensión entre civilización y barbarie. Aquello definía al personaje y renovaba su sentido. Sí, era sólo un cómic, pero podías ver en él, entre tanto monstruo a la deriva, cómo daban vueltas los fantasmas de la guerra atómica,  la resaca de la violencia y el debate moral sobre el sentido del saber científico en su versión más psicotrónica.

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