Por Antonio Díaz Oliva Agosto 27, 2014

¿Se puede seguir los pasos de una película? Ya saben: en 1995, dos jóvenes parlanchines -un estadounidense y una francesa- pasan menos de un día en Viena, teorizan sobre la vida, se enamoran y se separan. Y eso aparece en la pantalla que tengo frente a mí, en un bus proveniente de Praga, antes de pisar la capital austriaca con la tarea de recorrerla en veinticuatro horas. O de caminarla. Porque caminar sigue siendo la mejor manera de conocer Viena. Partiendo por el Prater, ese viejo parque de atracciones que recuerda a Coney Island, uno de los primeros destinos de Jesse y Céline. O la Maria-Theresien, la gran plaza pública donde queda claro que acá hubo un imperio. También la casa de Freud, que aunque no aparezca en la cinta de Richard Linklater, vale la pena visitar y escuchar esas teorías que de seguro Céline sabe de memoria. Y cuando cae la noche, lo mejor es pararse en uno de sus tantos puentes y buscar alguno de esos cafés o bares sobre botes que aparecen en Antes del amanecer. Y ahí, con el Danubio, disfrutar de una insuperable postal de despedida.

 

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