Por Patricio De la Paz Abril 30, 2010

Llegamos de noche. Estaba empezando la primavera, pero llovía suavemente. Siena, de todas formas, lucía tan espectacular como nos habían dicho: centro histórico amurallado, callecitas de piedra que zigzaguean entre edificios antiguos, palacios medievales, iglesias y altísimos campanarios. Comimos en un pequeño local -abundan aquí esas diminutas trattorias familiares, con pastas caseras- y nos fuimos volando a lo que prometía ser mejor que cualquier postre toscano: la Piazza del Campo. Un enorme espacio con forma de abanico, que hace siglos se abrió paso entre viejas construcciones -muchas convertidas hoy en restaurantes y bares- que lo flanquean desde el borde. El suelo, de ladrillo rojo, está inclinado hacia el este. Como haciendo una reverencia al Palazzo Pubblico, que se levanta enorme en esa orilla.

Sentados allí, boquiabiertos ante ese panorama alumbrado sólo por faroles de luz amarilla, leemos que este lugar es el corazón de Siena. Que allí se corre cada año la famosa carrera de caballos Il Palio. Y que vale la pena mirarlo desde lo alto. Desde una torre cerca de la catedral. Obedientes, al día siguiente tomamos el desafío. Subimos los peldaños. Y nos quedamos horas mirando hacia abajo. A esa plaza desde la cual se fue armando esta ciudad bella, en medio del verde y los cerros de la Toscana.

Al bajar, ya estaba claro que más tarde, en la noche, regresaríamos a la piazza. A compartir un tiramisú comprado en una pequeña gelateria, el cual nos comeríamos como lo hacen aquí: a cucharadas lentas, sentados sobre viejos ladrillos rojos.

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