Por Patricio Jara, periodista y escritor Septiembre 19, 2009

En el mundo de las figuritas de colección las leyes del mercado se doblan y se botan. Allí donde el día comienza con Star Wars, pasa por Mazinger Z y termina con Robotech, no se admiten apotegmas de pizarrón.

En algo estamos de acuerdo: son juguetes plásticos, a veces feos y hechos en Hong Kong, pero viven en nuestra mente alimentados del fervor: aquél por tomarse revancha con los tiempos cuando no teníamos un cobre para comprarlos y ahora, 30 años después, ocurre que los vemos en las vitrinas del Paseo Las Palmas, en el último piso del Eurocentro o en el galpón Víctor Manuel del persa Bío-Bío.

Fervor y revancha. Así se entiende por qué Hasbro está reproduciendo hoy las mismas cajas en que venían envueltos los monos en los 80, cuando no teníamos más opción que mirarlos durante horas con la nariz pegada a la vitrina.

Es un pantallazo a la infancia, una provocación a los que sabemos que no es igual un Luke Skywalker vestido de granjero en Tatooine que uno con la bata de convaleciente luego de que le cortaran la mano. El segundo, aunque aparece sólo un minuto y es argumentalmente insulso, es más caro pues representa un imposible. ¿Existirá? ¿Se habrán atrevido a hacerlo? ¿Se habrá fijado alguien más que yo en ese detalle? Y de pronto allí está. Los malditos lo hicieron: 25 lucas y ningún peso menos, porque no hay vendedor de monos que no sepa exactamente el valor -el valor moral, si se quiere- de cada figura. Y admitámoslo de una buena vez: el Luke Skywalker vestido con traje de piloto, el de las escenas importantes, es tan conocido y, al final, tan vulgar que ni dan ganas de tenerlo. En cambio, el otro es parte de la película que nos hemos contado con nuestros propios monos, con los que nunca tuvimos y con los que hoy conservamos como trofeos, que se cuidan como tales y se mantienen alejados de los niños.

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