Por Patricio De la Paz Septiembre 12, 2009

Conocí a Lenin. Fue hace algunos años, cuando fui a su mausoleo, instalado a los pies de la muralla del Kremlin, a pasos de la Plaza Roja. El ingreso tiene reglas claras: sin cámara, sin bolsos, sin nada que pueda parecer sospechoso. Así, liviano de equipaje, uno desciende hasta la sala donde está embalsamado Vladimir Ilich. El aire acondicionado se siente en los huesos. Todo está en penumbra. Y al centro, la urna de vidrio con el pequeño cuerpo del líder de la revolución bolchevique. Iluminado por una luz cenital que le cae encima y lo hace parecer flotando en medio de la oscuridad. Hay que mirarlo rápido, dando vueltas a su alrededor y sin detenerse. Si uno se demora, un soldado apura sin demasiada cortesía. Pensé que todo eso era algo muy ruso. Pero me equivoqué: la escena se repetiría idéntica en otros mausoleos de próceres comunistas.

En Hanoi, capital de Vietnam, está Ho Chi Minh. El edificio es monumental. Y el ritual de entrada es el mismo que en Moscú: entrada liberada, sólo con lo puesto, en fila, sin detenerse. La sala principal está casi a oscuras, y la única luz cae del techo sobre el cuerpo del líder vietnamita metido en su ataúd transparente. Al igual que Lenin, parece un muñeco. Una de esas figuras del museo de cera de Madame Tussauds. Tiene los ojos cerrados y las manos sobre las caderas. Y también está de negro.

El año pasado vi a Mao. Su mausoleo está en la plaza de Tiananmen, de frente a la Ciudad Prohibida. Después de una larga fila -pocos turistas, muchos chinos-, lo de siempre: no se paga, mochilas y carteras prohibidas, una sala oscura, una urna de vidrio iluminada y el cuerpo en reposo del líder, al que hay que mirar veloz, caminando alrededor de él. Claro que en Beijing se dan dos licencias: el líder está arropado con una bandera roja y -por sólo 3 yuanes- es posible comprar una flor para depositarla en el hall de entrada.

Habrá que ver qué pasará en La Habana o en Pyongyang.

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