Por *Luis Chitarroni Agosto 13, 2015

© P. Valdivia

Un país nuevo, un manuscrito misterioso.

Miércoles. Cuando se arriba a Soecia, a Pyropos,  uno cree que ha llegado a la provincia insular sometida por langures o sapayus, pero no es cierto. No sé  –si se me permite este abuso de parsimonia y pereza–  si es estrictamente cierto.

El contorno de la isla de Soecia está circunvalado desde el interior, corroído hasta la orilla, por su ciudad capital, Diuturna. Me condujeron a una morada o mónada próxima, suburbana, creí yo, pero estaba ya en Diuturna, a escasa distancia del monolito cívico descentrado –pude averiguar– como casi todo el resto. Galonop, mi guía, me llevó a recorrerlo poco después  de la llegada.

Jueves. El jueves suele considerarse aquí el día de la imaginación, al revés de lo que ocurre en el continente (aunque yo no procedo del continente), donde es el sábado. Quedo asombrado de mi propia participación gramatical en este diario: “Donde el día es el sábado”.

Asisto a la celebración en mi honor que se hace en el Acueducto Ducal. Ansío conocer a la Princesa Ábside,  favorita de los imitadores y comediantes. Diuturna es una ciudad espléndida, de encantadora vida nocturna, la menos apropiada para este servidor.

Conozco a la princesa, de belleza subyugante. Por ella me entero de que las princesas –cuatro, al parecer– tienen a menudo menos privilegios que las concubinas, que viven todas en el palacio.  Me invitó a visitarla en Pocilga, su morada.

Sábado. La vida en el hotel es aburrida. Incluso para un monje. Leo.

Cuando me  resigno ya a la somnolencia de la siesta, un emisario de la princesa viene a buscarme. Su trenza es más impresionante que la de Galonop. Más tarde, de regreso, descubro que es el hijo de Galonop.

Lunes.  Se cumple una semana de mi llegada. El viaje me reveló que quienes nos esperan imaginan a veces que las vidas continentales (yo no vengo del continente, pero aquí consideran que sí) asombran y ensombrecen a los insulares. Le conté a la princesa que, poco antes de irme, uno de los magos de Sirope (que es donde los han recluido) nos obligó a mí y a doce monjes a masturbarnos e inseminar –o,  mejor dicho, derramar el spermatikos logos, de acuerdo con la estoica definición de Sirope– en una caldera cuya hondura apenas dejaba adivinar nuestro ejercicio y acción. Antes, la princesa se había encargado de preguntarme cuándo se extingue en los hombres el deseo de tener hijos. No le contesté “nunca”, que es lo que creo.

Martes.  Reviso el manuscrito hallado en Siracusa. Mejor dicho, mis anotaciones, “mi desciframiento”. El estilo del  predecesor es abominable, pero me doy cuenta de que me tienta.  Estoy tratando de copiarlo. 

Luego, me obstino sin éxito en erguir el libro con broquelados que me regalaran las dos princesas y me hiero la mano. Me recomiendan linimento zodiacal. A un grupo de imitadores que se detuvieron en la mónada para ensayar (son ideales: no tienen ventanas), y que se cayeron  del andamio de práctica, la entrenadora les unta también el linimento. Se nota que se trata de un día de exaltación de la ley de gravedad, pero no tardo en advertir que el linimento se receta para  todo.  

Miércoles. Nueva invitación a la casa de la princesa Ábside, cursada mediante la visita de una intermediaria, parecida a una Salomé de Luini  (a quien atisbé en el jardín de ella), relegada por  el arribo de Galonop y su hijo, que me obligan a ir al palacio real. En cuanto bajo,  oigo a padre e hijo discutir en la oscuridad, hasta que uno de los dos dice: “Me importa un cuajo”.  

En el palacio, dudas, aburrimiento, preguntas de un funcionario indescifrable acerca del uso en el continente de la vida interior. Un visitante ilustre que me antecedió  dejó a los habitantes del palacio obsesionados con intrigas y profecías.

Viernes. Otra vez en Pocilga. Ábside y su prima carnal, Cósima, volvieron con lipotimia y migrañas de su viaje a los bosques septentrionales.

El palacio es de un lujo secundario, y está provisto de los ensamblajes, las escenas de sueño, los aboli bibelots, las odaliscas, cosas a que nos acostumbraron en mi infancia los libros educativos de Soecia, broquelados. Kushmirus el indescifrable, remedando, por el tono de voz, alguna propiedad ajena,  me dijo que eran la realpolitik de Soecia. 

Heráldica: un boyero de Berna arrastra, acompañado de un casuario, un carromato o un vagón,  y una cigüeña hala un rickshaw. El perro es singular o simbólico (categorías canjeables aquí) porque su cabezota de San Bernardo tiene palomas enteras en lugar de orejas. Pero el animal o la bestia triunfante de Soecia es el buey almizclero.

Después, la alcoba de la princesa, donde quedamos encerrados. Azar. El cuadro en la pared muestra la ostentosa caída de Ícaro en un océano de escenas que ilustran diversos adagios de Soecia. Un bajel se adentra en alta mar…

Sábado. La melancolía es el mal de Soecia, o por lo menos de Diuturna en Soecia. Todos los paseos que dimos con la princesa Cósima nos despedían prematuramente del mar, que como paisaje constante e indeclinable permite pensar que es sólo eso: un esbozo de escenario, una especie de espejismo. Después, cuando lo alcanzamos o nos arrojamos a él, perdemos noción de lo que el mar es para los ciudadanos de Diuturna, en Soecia: lo creemos la sustancia de un viaje, la circunstancia de una singladura, el pretexto para encontrar otra cosa o perderla, perdida ya la que llevamos. Alguien me dice que el puerto, Pyropos, ha sido dedicado a Príapo, a su efigie –que tan lejos de Diuturna yace como Ecbatana–, de acuerdo con Pausanias, en Lámpsaco. He sido contaminado por todo tipo de solecismos técnicos soeces.

La economía, objeto de una lúgubre y precaria consternación, ocupa un lugar privilegiado, no tanto porque su funcionamiento garantice alguna fluidez, alguna disciplina o dinámica constante sino porque sume al país en su confesa “perfidia verdadera por falta de capital”.  Las licencias, los torneos, las hemisequias  (¿?) y los guasones (¿?) de sidra, todos cuestan un dracmil, que es equivalente al cuajo. La única exigencia de mi  visita era conseguir el tratado de economía, y no parecía dispuesto  a molestarme por ella, hasta que la circunstancia se dio. La princesa Ábside, que pareció mi cómplice, no lo era. Como siempre o casi siempre, hay una colaboración de las personas que ignoran nuestros fines verdaderos para que los cumplamos sin accidente ni error. 

La literatura y el folclore  de Soecia cursan los cauces habituales: el poema épico –Erewhonski–, el relato paradojal o alegórico  –la mancuspia que deja el rastro en forma de mancuspia–, las incipientes escuelas poéticas, los ingentes poetas mediastinos. Refusalia, la comarca de los pintores, es un suburbio con caballetes que reproduce paisajes del interior en situación de puntillismo opaco, barnizados con aceite de ricino, que se cubren, me comentó la princesa Cósima, de una pelusa blancuzca y angustiosa, razón por la que  alcanzan en el mercado precios exorbitantes. 

La sociedad de poetas mediastinos, bajo la jurisdicción de la princesa Ábside, se reúne en Ábaco,  en la Maison Thibault, cerca del barrio de los pintores, no lejos del Mercado de Acrónimos Acromegálicos (un bastión del antiguo régimen). Llevan todos nombres empeñosos –Chénier, Lamartine, Hugo– y suelen reunirse para deponer caricaturas de poemas copiados del único clásico latino admisible en Diuturna, Soecia, Ovidio. Pauet hace litusque ablata relictum /respicit et dextra cornum tenet, altera dorso/Imposita est; tremulae sinuantur flamine uestes.

Martes. Por provenir de un sueño,  por intentar simularlo,  por separarse de él en los tramos adecuados y en algunos íntimos e ínfimos detalles –en muchas de los fosas, en algunos de los tramos–, el viaje tenía el carácter circular anticipadamente de un periplo, que, de haber atesorado yo alguna de las facultades transitorias que me confirieron en Diuturna, habría querido abolir. Pero no hay precedencia ni prioridad cuando prevalece la inscripción del círculo en la esfera. La única exigencia verdadera parecía ser conseguir el tratado de economía, y yo no la tomé en cuenta hasta que por casualidad se dio la circunstancia. De modo que mi despedida de Cósima y Ábside en Pocilga tuvo también un sabor o un regusto derogatorio. Las ventanas de la alcoba (¡qué distinta de mi mónada!) dejaban ver el mar de la acechanza y el bajel,  igual que el cuadro de Ícaro.

Después del saludo, que requirió unas pocas palabras y ningún gesto, nos miramos, por lo que acaso pueda consignar, cuando regresé de sus ojos pesada, profundamente azules, que el viaje terminaba ahí, y que todo lo demás había sido o fue –en aras de una ilusión instructiva, de otra fábula edificante– sólo un engaño o un préstamo, la apoteosis del desdén,  la oblación o el designio de una potestad o una postal enemiga, el despertar de la siesta, sin  Melpómene ni Clío, de un fauno amaestrado.

Ficción QP: Corto viaje a Soecia

*Este fragmento de Fray Alpe extraído del “Manuscrito hallado en Siracusa”, establecido y editado por Emilio Salieri para su publicación en Popolo Norte [Asolo, 1939], fue traducido del italiano especialmente para la revista Qué Pasa por Adalgisa Dorfles. Pertenece a las secciones insulares exteriores del libro.

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