Por Elvio Gandolfo* Julio 22, 2015

© Paloma Valdivia

Un coronel se retira de sus funciones.

1

Han pasado quince años desde que la cosa cambió, y se cansan del coronel Perales, que no entiende. Se va demasiado de boca, no capta el nuevo marco, perjudica al arma, tensiona todo. Así que lo retiran. Como en vez de quedarse en el molde, se sigue yendo de boca, le indican claramente a qué lugar de la costa debe irse. “Por unos meses” dicen, pero piensan en años, y Perales es viejo. No es un movimiento conflictivo, porque el coronel (R) ni antes ni después dio un paso atrás. Hace catorce años se peleó, se separó y se divorció de la mujer, y como los hijos quedaron con ella, tampoco volvió a hablarles. En la fuerza hay incluso gente que lo admira por su dureza impenetrable: no conoce a los nietos.

2

El sitio elegido es un pueblo al que tratan de convertir en balneario hace cincuenta años, sin éxito. La casa de Perales queda alejada, en un sitio un poco inhóspito de la costa, sin playa, con roquedales lisos que se caen al mar. Por la mañana Perales hace flexiones durante una hora, después sale a caminar, sin cambiarse el equipo de gimnasia. Le gusta el olor ácido de su propio sudor, y admira el clima, para los lugareños una maldición, para él un tonificante: vientos fríos, nublados, lluvia, a veces sol. Camina Perales hasta las rocas, se acerca al borde, pero sin mirar hacia abajo sino hacia el horizonte. Se ve con la mente casi como una estatua, solo, recortado, magno. Después respira hondo, y emprende el regreso.

3

Cada mes, el primero exacto, recibe el cheque. El cartero trata de conversar de algo, las dos primeras veces. Perales alza los ojos del sobre, y atraviesa al cartero, sin abrir la boca. El otro sube a la bicicleta, resignado: “Qué mala onda”, piensa, y se aleja hacia el pueblo. 

Por teléfono, el coronel (R) Perales, cuando fue la primera vez a cobrar el cheque, ha arreglado la visita día por medio del cadete del almacén mayor, el tipo exacto de latas con comestibles, los trapos de limpiar, el vino. El chalet está amueblado. Por primera vez en años se siente bien, despejado. A veces, sin embargo, despierta en medio de la noche, lanzando en voz alta una perorata como las que lo hicieron terminar en el chalet de la costa. Se limita a volver a acostarse (generalmente despierta sentado con un brazo en alto y un índice apodíctico), sonriendo incluso, porque le gusta el sonido de su propia voz. A la cuarta semana tiene un altercado absurdo con el cadete del almacén, que se queda mirándolo con los ojos abiertos, mientras Perales, el coronel (R), le grita. Arreglan con su patrón que se limite a dejar las bolsas junto a las rejas de la entrada, de ahí en adelante.

4

En un trabajo impecable, Perales ha logrado en menos de cuatro meses no tener contacto con nadie. Nunca creyó que pudiera conseguir algo tan perfecto: las comidas simples, repetidas, sin sorpresas, las flexiones a la mañana, la caminata, la roca, el regreso. De vez en cuando enciende el aparato de TV, pero se cansa en seguida, después de un rato de zapping. Prefiere salir a caminar, y sentir el viento, la llovizna. Siempre encara en dirección contraria al pueblo, hasta el monte, o las rocas. El fracaso absoluto de la Comisión de Turismo en atraer visitantes al pueblo y la costa perfecciona su soledad.

5

En el pueblo pronto bautizan la zona donde vive el coronel (R) Perales. La llaman Rincón del Loco.

6

El cubo baja una noche de tormenta en que las rocas quedan casi tapadas por las olas. Se instala en el borde de arbustos, analiza el aire, el agua, algún bicho, las hojas, la madera. 

Cuando al día siguiente Perales se acerca al borde, apoya un pie en una piedra y mira el horizonte, no ve el cubo. Pero el cubo lo ve a él. Analiza ondas, pensamientos, y queda sorprendido por el orden de la mente de Perales. Casi un estado superior de limpieza, de categorización de tareas, de regularidad de su día. Analiza y archiva. Incluso la imagen que Perales tiene de él mismo al borde de la roca. El cubo queda sorprendido por la distancia entre la imagen real de Perales, duro y enhiesto, pero viejo, un poco encorvado, y la imagen mental, donde Perales es más alto y más joven y brilla como una estatua. El cubo se pregunta por la función de esa diferencia.

Después, cuando Perales empieza a irse, emite un sonido suave, que se expande sobre las rocas y hace que Perales se dé vuelta sorprendido. La invasión de caos, agresividad y miedo en la mente del coronel (R) Perales es tan intensa que equivale para el cubo a un terrible golpe. En el mismo instante en que el cubo va a empezar a existir con todo su peso en la mente de Perales, el cubo desaparece, se esfuma, no está. 

Perales respira agitado, se acomoda las canas un poco demasiado largas (”tengo que bajar al pueblo”, piensa vagamente, tratando de sepultar el miedo, “y cortarme el pelo”), y después empieza a caminar con paso apretado. Por suerte hay un viento helado, cortante.

7

El coronel (R) piensa que no vio nada. Pero desde entonces lleva, atrás, bien metida en el cinturón que le agrega al equipo de gimnasia, la pistola de reglamento, cargada. En toda su carrera, jamás la llevó adelante. Se ríe mientras camina, la primera vez, cuando todavía no está acostumbrado y siente el peso atrás. Hace tanto, cuando era joven, le contaron que ese día un tipo del cuartel se había hecho volar un huevo por descuido, y ya entonces, a pocos minutos del caso real, Perales también se había reído.  

8

Cruza un pequeño tramo del monte, y desemboca, siempre, en las rocas. Va hasta el borde y se queda parado, o apoya un pie en una roca, y mira el horizonte. Sin darse cuenta, es el momento más importante para él del día: sin darse cuenta se ve en bronce, recortado contra el cielo, magno. 

Aunque hay un cambio sutil. Mientras está allí, al borde, aparecen en su mente imágenes: paisajes, caras, cuerpos, objetos. El cubo, oculto entre los arbustos, está experimentando, cambiando, haciendo desfilar lo que tiene archivado, tanto de las ondas de la mente del coronel (R) como de muchas otras ondas. Sin que se dé cuenta, la mente de Perales, a un nivel más sumergido que su propia imagen erguida y en bronce, reacciona. Aparece en la mente de Perales lo que el propio cubo considera un cuerpo atractivo, desnudo –no hace diferencias de sexo–, y el coronel (R) reacciona con una imagen de ese cuerpo aplastado, retorcido. Muestra un postre de crema, y la reacción es de asco. Muestra un paisaje que el cubo considera apreciable por el resto del material de archivo, y la reacción de Perales es cero. Sin embargo, le basta mostrar a Perales al borde, recortado mirando el horizonte, para que la reacción sea de placer intenso, creciente, absoluto. 

Las reacciones desorientan al cubo.

9

Hay un momento en que Perales piensa en dejar la pistola, salir sin el cinto, marchar un poco más liviano. Pero tres cosas lo convencen de seguir llevándola: un pájaro que  de pronto levanta vuelo desde un arbusto, una rama que se quiebra y cae, podrida, y sobre todo el hecho de que se ha acostumbrado por completo. Para ser más precisos: tal vez se sintiera incómodo, a esta altura, sin el roce de acero del caño atrás, entre el pantalón y el calzoncillo.

El momento en que Perales pensó en dejar la pistola fue el momento en que el cubo pensó en mostrarse, y explicar. Explicar incluso para ver qué reacción tendría la mente de Perales ante la explicación.

Lo hizo de modo sencillo. Para que el contacto fuera limpio, sin distracciones, lo hizo antes de que Perales (R), en aquel día de otoño frío y nublado, se acercara el borde y se viera estatua. El cubo apareció a un costado de Perales, apoyado en el suelo de roca, y emitió una leve onda sonora, agradable según los parámetros de sus archivos.

En un mismo instante larguísimo, Perales se sintió orgiásticamente satisfecho de haber llevado ese día la pistola, el cubo quedó casi anulado por la intensidad de la violencia que le venía de Perales, la mano del coronel (R) tomó la empuñadora del arma sin vacilar y la extrajo, y una fracción de segundo antes de que disparara con una certeza de años, el cubo, en vez de desaparecer o esfumarse, brilló.

10

Cuando el cadete recorrió los cinco kilómetros en bicicleta y bajó las bolsas de la cesta, se sorprendió al ver los víveres de dos días antes, intactos. Dudó, pero aunque era un cadete distinto al cadete al que Perales le había gritado, el Rincón del Loco se llamaba así por algo. Montó en la bicicleta y se fue.

Dos días más tarde, sin embargo, vio las bolsas acumuladas y arruinadas por la llovizna y llamó, primero con la campanita de bronce colgada junto a las rejas desde hacía años, después sobre la puerta de madera. No pasó nada. Unas horas después, vinieron dos agentes de la comisaría del pueblo. Revisaron todo. Se asombraron de la falta total de videos, revistas, algún tipo de libro, salvo una Biblia metida en un cajón de la mesita de luz, que podía estar allí desde hacía tantos años como la campana de la reja. 

Al día siguiente llegó un jeep del ejército. Investigaron todo con minucia, buscaron señales de violencia, de robo. Un croto habló de cómo Perales salía a caminar, al monte o las rocas, pero no encontraron nada. Volvieron al día siguiente, con más equipo. Se fueron, los cheques dejaron de llegar, y la inmobiliaria del pueblo volvió a tener disponible el chalet.  Durante uno o dos meses, sin embargo, el agua que salpicaba las rocas del borde cuando había mal tiempo no alcanzaba a penetrar o lavar la gran mancha de grasa que indicaba el sitio exacto donde el cuerpo del coronel (R) Perales se había enfrentado a la dureza impenetrable de lo real. Después el clima la gastó, la borró, y el roquedal quedó otra vez parejo, liso, cayéndose al mar.

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