Por quepasa_admin Julio 14, 2015

© Paloma Valdivia

Habíamos crecido en el mismo barrio, pero ella me llevaba quince años y encontrar amigos en común se nos estaba haciendo difícil. Hasta que apareció ese nombre: Gálvez. Un chico dos o tres años mayor, que vagaba por el barrio con un bate de béisbol en la mano. Eso era Gálvez para mí, le dije, el amigo de un amigo, una cara borrosa. Para ella, Andrés Gálvez era el hermano menor de Pamela, su mejor amiga en el liceo. Nos conformamos con eso, casi se diría que nos aferramos a eso. Confiábamos en que esa cara borrosa, lejana en el tiempo y el espacio, nos diera que hablar por un rato más.

Le conté todo cuanto recordaba de Gálvez, que no era mucho. Sobre todo recordaba un artilugio. Gálvez cambiaba las portadas de sus revistas porno por las de revistas Condorito. Su gran orgullo era mirar esas revistas frente a su familia sin despertar sospechas. La única tarde que había pasado con él fue cuando quiso llevarnos al negocio de su padre, El Ipanema. Ese fue el primer café con piernas de la ciudad y a veces, cuando volvíamos de clases, mis amigos y yo nos quedábamos afuera, mirando a las chicas en minifalda hasta que nos echaban de ahí. Pero esa tarde su papá nos abrió las puertas. Le decían el Poroto, se parecía a Danny DeVito y nos regaló cervezas. Eso era todo lo que recordaba de Gálvez. 

Te toca, le dije. Pedimos otra ronda. Pamela y Viviana habían sido amigas desde siempre. Compañeras de curso, vivían en el mismo barrio, se enamoraban de los mismos chicos. Nada especial, me dijo, hasta que llegó el faquir y las cosas cambiaron para siempre.

A esa ciudad de provincia llegaban cada verano payasos, artesanos, músicos ambulantes, mochileros de todo tipo que sobrevivían gracias a la venta de chucherías y a sus espectáculos callejeros. Pero él había sido el primer faquir en pisar nuestra ciudad. Se llamaba Daniel, era uruguayo y su espectáculo, jamás visto en la región, fascinó a turistas y paseantes durante ese verano del 91. Para cuando lo vio escupiendo fuego, me dijo Viviana, mi amiga ya se había enamorado. 

Quiso conocerlo y me pidió que la acompañara, continuó. Todos esos artesanos y músicos se juntaban en la costanera. Ahí estaba Daniel, intentando hacer su show con pisco en vez de parafina. Y le resultaba. Tenía unos ojos verdes y grandes, como un búho, y sólo se dejaba la barba. Esa noche me di cuenta que Daniel estaba loco. Pamela se alejó con él y yo tuve que volverme sola. 

No voy a darte la lata, me dijo Viviana. Digamos que las vacaciones se acabaron y lo que tuvo que acabar con ellas, como un simple amor de verano, se prolongó más de la cuenta. Era nuestro último año de clases. El faquir se quedó en la ciudad, pero su espectáculo ya no era rentable y durante meses no hizo más que vender marihuana. Hasta que su fuente se agotó y se fue a vivir con Pamela, en casa del Poroto Gálvez. 

Nos distanciamos. Pamela creía que todo el mundo quería separarla de su amor, el faquir. Los primeros meses de cuarto medio, Pamela ya casi no hablaba. Pasaba las horas en el liceo llenando su diario de vida y luego volvía apurada a la casa. Creo que ya era septiembre, me dijo Viviana, cuando Pamela vino una noche a mi casa. Tenía un ojo en tinta, temblaba. Su padre, el Poroto, había escuchado gritos en la pieza donde ella vivía con Daniel. Tras abrir la puerta, había visto al faquir meando a su hija, mientras ella lloraba en la cama. Lo echaron a patadas. El faquir desapareció. Se lo tragó la tierra, me dijo. 

Pamela estaba embarazada. Volvimos a acercarnos. Terminamos cuarto medio, dimos la prueba y luego todo fue preparar el nacimiento de Javier. Yo fui su madrina. Luego entramos a antropología. Pamela contó con el apoyo de sus padres, que cuidaban al niño mientras íbamos a clases. Cada una se hizo de nuevos amigos y seguimos viéndonos durante esos años, aunque con menos frecuencia. Fue en un pasillo de la universidad, recordó Viviana, que Pamela le contó lo de su beca. Tenía casi todo listo, se iría a terminar la carrera a México. Sólo le faltaba un documento: la autorización del padre del menor. Sin ella no podría sacar a Javier del país. Tenía que acompañarla a Uruguay. Eres la madrina, le había dicho.

Yo era la madrina, me dijo Viviana, así es que no tuve elección. Una semana después escuché los bocinazos afuera de mi casa. Ahí estaban: Poroto Gálvez al volante, Pamela con Javier en brazos, de copiloto. Tuve que viajar en el asiento trasero de esa camioneta roja. A veces Javierito se pasaba atrás y yo le enseñaba juegos, canciones, adivinanzas. Para mi sorpresa, el Poroto no parecía preocupado. Había cargado su parrilla en la camioneta. En más de un pueblo se detuvo a comprar carne para hacerse ahí mismo, a un lado de la carretera, lo que él llamaba verdaderas parrilladas argentinas.

Llegamos a Montevideo un domingo en la mañana. Pamela tenía la dirección anotada en un papel de diario, me acuerdo. No sé cómo la había conseguido. Durante horas dimos vueltas por esa ciudad que parecía abandonada. Nadie sabía dónde quedaba esa calle. Nos miraban como si nos hubiésemos equivocado de país. Ya atardecía cuando alguien, un policía, si mal no recuerdo, nos señaló cómo llegar. Que tuviéramos cuidado, nos dijo al despedirse, que no era cualquier barrio.

Nos alejamos del centro, casi una hora nos tardamos en llegar. Casi no había postes de luz en ese barrio y entrar en él fue como entrar en una selva. Mientras avanzábamos en esa oscuridad, pendejos de diez a quince años se nos acercaban, golpeteaban las puertas y los vidrios y hasta hubo algunos que se montaron en la camioneta y empezaron a saltar y a cantar ahí atrás.

No sé cómo hicimos para encontrar la casa, me dijo Viviana. Pero ahí estábamos, al fin. Rejas de malla metálica, patio de tierra, dos perros viejos, indiferentes. Un hombre salió de la casa y se acercó a nosotros. Buscamos a Daniel Ortiza. Nos miró incrédulo. Sin decir palabra nos abrió el portón. El Poroto tuvo que quedarse cuidando la camioneta. Antes de que entráramos nos dijo: Cualquier cosa, me gritan. 

Entramos. El hombre golpeó una puerta y dijo che Ortiza, te buscan. Cuando apareció, lo que vi no fue sólo un hombre demacrado –estaba en los huesos y le faltaban dientes–, sino además un hombre avergonzado por esa visita inesperada, la de Pamela y su hijo. Digo avergonzado, precisó Viviana, pero tal vez debiera decir humillado. Nos hizo pasar a la cocina y casi no hubo palabras. Mientras firmaba la autorización, recuerdo haber pensado: sabe que ha cometido el peor error de su vida. Sabe también que ya ese error no es remediable y que de ahora en adelante sólo le espera la prolongación de su derrota. Lo que vi en esa cocina, sentado a una mesa plagada de moscas, entre platos sucios y una flor, querido amigo, fue a un hombre que firmaba su condena. 

Nos acompañó hasta la puerta. El Poroto le negó el saludo. Ya estábamos en la camioneta cuando preguntó si podía acompañar al niño. Pamela no le entendió. Que si mañana los puedo acompañar en el carro, le dijo, me dejan a la salida de Montevideo. Mencionó una esquina, dijo que estaría ahí. Pamela asintió y cerró la puerta.

Pasamos la noche en un pequeño hotel. A las seis de la mañana ya estábamos en la camioneta. Nadie pensó que el faquir hablaba en serio, pero cuando pasamos por la plaza que él había mencionado, lo vimos fumando en la esquina del frente. Pamela quiso detenerse. El faquir apagó su cigarro y entró en el vehículo. Atravesamos la ciudad en silencio, el Poroto, como siempre, al volante, Pamela a su lado con su hijo en brazos, el faquir y yo atrás. Era un día húmedo, nublado.  

¿Puedo cargar al nene? El faquir cortó el silencio sin quitar la vista de la ventana. El Poroto le lanzó una mirada a Pamela, pero ella se desentendió. Afuera las casas se iban distanciando unas de otras, las calles daban paso a chacras, campamentos, sitios eriazos. Los últimos suburbios de Montevideo. Túneles. Canchas de cemento. La autopista. El niño se durmió en los brazos del faquir.

Por largos minutos nos mantuvimos así. No se escuchaba más que el ruido de la camioneta. Había un aire pesado, cargado de electricidad, pero la tormenta no caería nunca. El faquir miraba a su hijo y luego hacia afuera. Los pájaros, el cielo gris, la pampa.

A un costado de la carretera, en mitad de la nada, un cartel desencajado anunciaba Las Higueras, estación terminal. Nos detuvimos. El faquir besó a su hijo en la cabeza y lo entregó a Pamela. Gracias, dijo, y se bajó. Quiso agregar algo más, pero no le salió nada. La camioneta comenzó a alejarse y yo lo vi quedarse ahí, en medio de la carretera.

Nuestros vasos ya estaban vacíos. Nos quedamos un rato en silencio, mirando la gente que entraba y salía. Seguimos pronunciando nombres: González, Mardones, Salvatierra. Pero no logramos encontrar otro apellido que nos enlazara. Pareciera que en quince años una población completa hubiera venido a reemplazar a otra, dijo Viviana. Yo sólo asentí. Ya no teníamos más de qué hablar.

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