Por quepasa_admin Junio 18, 2015

Hace casi diez años y hasta este día vivo en Nueva York, ciudad que venero y detesto con la misma intensidad. Todo depende de las estaciones del año.

En invierno, cuando las ventoleras de la tarde comienzan a azotar la Sexta Avenida, trato de escapar de las lluvias y el frío malévolo para visitar a algunos amigos excéntricos. O para hacer algunos excéntricos amigos nuevos. No sin dificultad le pierdo el amor a unos cuantos dolarcillos y me escapo a Miami, Río de Janeiro o Míkonos, la misión es salir de esta ciudad aunque tarde o temprano siempre llegue el momento de decir adiós, de tomar distancia, de olvidar sin prometer regreso, de despedirse sin ganas de los excéntricos amigos nuevos bajo el aire acondicionado de una sala de embarque. Esta ciudad mata en invierno.

En verano, en cambio, Nueva York resulta perfecta para combatir mi depresión endógena y recordarme que aún soy un poco joven, un poco hermoso y que todavía puedo permitirme ciertas licencias de tipo creativo, es decir, para propósitos única y exclusivamente inspiracionales, licencias egoístas que a menudo me empujan a variadas jornadas de excesos y que, en la mayoría de las ocasiones, terminan con un séquito de fanáticos/admiradores/caníbales semidesnudos y cocinando Special K mientras hacen preguntas sosas, del tipo: "¿Qué hay de ti en Derek Donahue?". Derek Donahue es el vil y retorcido VJ/protagonista de Todos juntos a la cama, el tercero de los libros que escribí. Algunos dicen que el único legible.

Pasemos a la historia, a estas alturas lo único que realmente importa.

Todo detona hace exactamente tres horas, cuando un hombre rubio, delgado, 1,87 metros, de cuarenta y seis recién cumplidos, abandona la suite royale número 2402 del Hyatt de la calle 42 con Park Avenue. Está claro que se trata de un hotel que probablemente conoces al dedillo porque lo más verosímil —o lo que imagino mientras escribo este prólogo, si es que puede llamársele así— es que tú, querido lector o lectora, seas un empleado o empleada de mal humor perteneciente al departamento de housekeeping que entra a la suite 2402 del Hyatt Hotel con la rutinaria misión de retirar toallas sucias, hacer las camas, cambiar jaboncitos y chequear el minibar. Where are you from, hermano? Cuba? Colombia? Dominican Republic? No es para nada inusual que golpees la puerta de la 2402 y que durante un buen rato nadie abra. Después de la espera, un extraño presentimiento te obliga a creer que algo está ocurriendo en la 2402.

Seguramente, al abrir la puerta ya sospechas que este no será un día común y corriente; lo adivinas incluso antes de acercarte a la cama. Entonces ves una mano, la mía, que cuelga tristemente sobre la mesita de noche. Fuck, hermano. Joder, hermano. Mierda, hermano. Conchadetumadre, hermano. No es lo que esperabas.

Sigues con la mirada mis dedos largos y tristes, recorres los vellos de mi antebrazo, mi abultado bíceps derecho, los pelos recortados de mi axila y sólo en ese minuto descubres la verdad en su macabra dimensión. Ahí estoy. Muerto. Sin sangre ni aire ni agua. Seco, boca arriba, el cadáver de un tipo bastante guapo, de tiernos y tempranos cuarenta y tantos y trabajados pectorales, babeando impúdicamente sobre las sábanas que te pagan por cambiar.

No sé quién eres ni cómo te llamas. No sé si eres una buena o una mala persona.

No sé si eres científico o humanista, si naciste en Nueva York, Idaho o Potosí, si votas por los demócratas o los republicanos, si alguna vez te has enamorado, si eres solitario, si has cometido algún crimen, si prefieres el invierno o el verano, si has tenido enfermedades venéreas o si alguna vez se te pasó por la cabeza matar a tu padre.

No te conozco pero no me importa, de cualquier forma voy a tomarme la libertad de exigir un minuto de atención. Antes de iniciar la lectura de este documento —lo llamaremos indistintamente "documento", "material", "obra" o "texto"— debo hacer una declaración acerca de lo que viene.

Lo que viene es un cuento, pero los frecuentes vaivenes de mi vida lo convirtieron en una novela. Una novela que en sentido estricto es una película; una película que nadie ha visto porque nadie la ha filmado porque simplemente nadie ha leído lo que viene.

Eres mi primer lector.

Esta es una novela/película sobre una vida: la mía. Decorada, contaminada, redistribuida, edulcorada, aliñada con diversos condimentos que algunos enemigos míos llamarían la universalidad artística, pero es mi vida al fin y al cabo.

Hace tres horas yo estaba vivo. Apenas se cerró la puerta de la habitación, me senté sobre la cama y encendí un cigarrillo. Permanecí un rato largo con los bóxers a la altura de las rodillas, mirando en el espejo la V que Emilio había dibujado con su semen sobre mi pecho. Tosí. Sentí un dolor en la uretra, un mal sabor en la garganta y después lo maldije por veinte años de martirio.

Durante la primera hora me dediqué a releer las doscientas cincuenta páginas que componen este material. Hace unos días, antes de la última cita con Emilio, la comida mentirosamente romántica en un restaurante vietnamita del East Village, los shots de José Cuervo a cinco dólares y la visita a los mismos tugurios de siempre, había comprado dos sobres, uno grande de papel marrón para guardar esta obra, y otro más blanco, pequeño, donde planeaba dejar una nota suicida que escribí con cero inspiración y que decía:

A todos los que conozco:

lo mejor siempre es el final.

A última hora me arrepentí. Me sentí como un personaje de Jack Lemmon en una película de Billy Wilder. Un suicida inteligente jamás deja notas sensibleras explicando su decisión. Es un acto totalmente ridículo si uno considera lo irreversible de los acontecimientos. Nadie podría concentrarse en leer una nota si hay un cadáver en la habitación.

¡Felicitaciones! El asunto es que ya has abierto dos cosas: la puerta de la habitación 2402 y el sobre de color marrón. Ahora tienes las doscientas cincuenta páginas en tu poder y estás tratando de armar el rompecabezas. No sigas leyendo hasta que la policía o la ambulancia o los bomberos se hayan llevado mi cadáver. No queremos que nadie más descubra lo que encontraste en la 2402. Tampoco hace falta que esperes hasta después del funeral o a la expatriación de mis restos; puedes volver ahora mismo a tu casa, adonde vivas, llorar un poco por la pérdida o por eso que llaman el shock postraumático, responder a las preguntas de rigor (¿qué hacía usted a esa hora en la habitación?, ¿conocía usted al occiso?, ¿cuándo fue la última vez que vio al occiso con vida?), tomar un café, tener un poco de sexo y luego leer los primeros párrafos.

Nadie te apura.

Tómate el tiempo que estimes necesario. Si hacia el final de la lectura encuentras razones para difundir esta historia, adelante, cuéntasela a tus amigos, préstasela a tus parientes, coméntala con tus compañeros del trabajo. Convierte mi vida en algo universal. Algo público. A veces creo que para eso fue vivida. 

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