Por Romina Reyes* Mayo 19, 2015

© Paloma Valdivia

1. Víctor abrió la puerta con los ojos hinchados. La casa se veía igual que siempre. Él usaba el mismo chaleco que había usado toda la semana. Lo abracé y su olor a sucio me llenó la nariz. Sentí su boca en la oreja cuando dijo: “Esto es lo más triste que he hecho en la vida”.

Paula no estaba. Su puerta al final del pasillo estaba cerrada. La gata no se escapó como otras veces. No había nada de ella salvo todo lo que quedaba a la vista.

Cuando Víctor decidió marcharse, se había ido con lo preciso: las cosas que en una especie de inercia había logrado meter dentro de una mochila. Ahora Víctor era como un vagabundo. De tener una casa, una pieza en esa casa y una mujer que era parte de todo, ahora sólo tenía la casa de su padre donde sus muros habían sido llenados con libros y otros tipos de basura.

En el piso no había bolsas ni maletas, sólo un rollo gigante de plástico para embalar.

Lo estiramos sobre su cama y echamos montones de ropa, ganchos y sábanas. El suelo se llenó de paquetes de distintas formas y tamaños que eran parecidos a los bichos que las arañas capturan y envuelven en sus telas, parecidos también a los capullos de las mariposas antes de que sean mariposas.

En el suelo quedaron también las cosas de Paula que habían caído de lo que desarmamos. Sus calcetines de colores destacaban entre todo lo demás.

En una de las paredes quedó un espejo chiquitito. Víctor se secó los ojos, lo tomó y me pidió que le tomara una foto. Lo hice con mi celular. En ella Víctor mira el espejo y su reflejo mira otra cosa fuera de él.

Al terminar, abrimos una botella de vino. Víctor levantó su vaso todo lo que pudo.

-Salud, entonces.
-Salud.

2. Antes de irnos, cerramos las cortinas, apagamos la luz. Salimos de noche antes de que Paula volviera. Durante el embalaje, Víctor la llamó tres veces para pedirle que se demorara más porque el tiempo se nos había hecho poco. Ella aceptó, supongo que sin problemas, pero la verdad es que no llegué a escucharla. Aún así no podía sacarla de mi cabeza. La imaginaba en la banca de alguna plaza, fumándose un cigarro. Sentada y mirando los autos que pasaban o a la gente que trotaba. O mirando cualquier cosa para no quedar hipnotizada con el reloj. Pensaba yo en ese departamento tan grande, en el gato que durante todo el proceso no había querido salir; en qué pasaría con esa pieza, en cómo se sentaría a comer en ese comedor con tantas sillas. En qué haría con la pieza de Víctor, en cómo volvería a dormir en su cama, en si tendría problemas para hacerlo. Me pregunté cómo sería sufrir en ese espacio.

La imaginé con el celular en la mano, escribiendo mensajes que no enviaría. La vi echada en el suelo, con la cabeza debajo de la mesa. La vi sentada junto a la ventana, suspirando, mirando nada.

Víctor no se lo llevó todo. Dejó un par de muebles porque no sabía cómo llevárselos. Como si una cómoda pesara más que todo el resto de las cosas que habían quedado ahí, en espera a ser cargadas, subidas a un auto y trasladadas a otro lugar.

3. Ese uno de enero yo había despertado sola y transpirando. Me puse un vestido y caminé por el asqueroso primer día del año. Compré cervezas en la botillería del barrio. Caminé con los dos packs pegados a mi pecho porque no me los podía con los brazos. Los cargué en la micro, y los seguí cargando por las calles de Santiago hacia el sur. Ahí, donde nacen las torres y mueren las casas viejas y los cités. Las sombras de los edificios se proyectan en la calle como sombras de gigantes petrificados para siempre. La casa donde vivía Víctor apestaba a caca de gato y ese día el olor lo inundaba todo; pero, como otras veces, con cerrar la puerta y abrir la ventana bastaba para respirar.

Primero llegué yo: todas las cosas de Víctor estaban embaladas, menos la cama, el sillón, y una mesita donde a veces nos sentábamos a tomar té. Había restos de comida china del primer almuerzo del año, pero Paula no estaba. Había ido a buscar las pastillas anticonceptivas olvidadas en su hogar. “Está recién inseminada”, dijo Víctor bromeando, pero diciendo la preocupante verdad. Nos sentamos en esa mesita en medio del embalaje a tomar cerveza. Y esa fue la despedida.

Luego llegó Paula. Después llegaron los otros amigos de Víctor cuyos nombres nunca aprendí porque siempre me parecían otras versiones de él. Para mí, todos hablaban igual, pensaban igual y hasta hacían cosas iguales.

Yo esa vez le dije que quería ser su segunda esposa, que podría darle un hijo para que quemara en un tambor. Que podríamos ser parte de una secta, que sus amigos podrían ser sus apóstoles, y el resto, sus fanáticos.

Me pregunto ahora qué pensaba ella cuando escuchaba todas esas cosas. Apenas la recuerdo entre todos los demás.

En los días siguientes llegaría una camioneta a buscar las cosas de Víctor para ubicarlas en el departamento que había encontrado junto a Paula en Franklin, esos condominios bajitos donde las escaleras llevan a todos lados y hay plazas y juegos en vez de salones de eventos. Casi un paraíso perdido, una foto antigua, o un viejo que en vez de moverse se queda parado en la calle para que una pueda verlo detenidamente. El plan era que él vendería libros en el Persa y ella haría clases para mantener la casa. La gata de Paula pasaría a ser la gata de los dos. Cada uno tendría su pieza. Todo lo grande sería de ambos; lo que era pequeño seguiría siendo de las pequeñas partes de cada uno, etcétera, etcétera.

4. Luego fue el verano y yo me fui a vivir un invierno a un país que hablaba un idioma distinto. En esos días nos escribimos correos electrónicos que yo redactaba con muchas faltas ortográficas porque en esos teclados toda mi lengua era un error.

Él escribió: esta casa se está convirtiendo en un hogar.

Yo respondí: siento como si estuviera en una película todo el tiempo, como si nada me pasara en serio.

Él escribió: Cada vez que camino por Santiago desde que me vine a vivir acá, miro los departamentos. Me fijo en las ventanas, los balcones, las plantas, los adornos y muebles que se asoman. Imagino cómo viven las personas en cada habitación frente a la que me detengo.

Yo respondí: creo que extraño mi casa. Extraño estar en un lugar conocido. Abrir un refrigerador lleno de envases vacíos o qué sé yo, comer algo sencillo como arroz y pollo.

Y luego escribí: Soñé que íbamos juntos a una universidad en una ciudad que se llamaba La Espada. Dormíamos juntos en una hamaca, en una residencial que tenía todos los muros rayados. Una vez intentábamos culear, pero a falta de condón tú decías que mejor que no, que si te ibas a cagar a Paula tenía que ser algo que casi-casi no pudieras evitar. Yo decía bueno y luego caminaba. Caminaba y caminaba por el laberinto de la residencial y cuando salía apenas me daba cuenta porque también afuera los muros estaban rayados.

Víctor respondió que había soñado algo parecido.

También dijo: hay que irse de la casa para luego poder volver y querer más y mejor.

Y, finalmente: reciba un besito de este, su amigo de mierda.

5. Caminamos por Santa Rosa. Víctor llevaba el vino en la mano. Tomamos sorbitos de esos que marean. Pensé en lo bonita que había sido la salida del bloque de edificios, y por un momento me dio pena pensar que ya no volvería a estar ahí.

Me acordé de la primera vez que visité ese lugar. Yo le traía a Víctor una imagen de Walt Whitman. Él la enterró en el macetero de una planta. Ahora que nos íbamos, se acababa el invierno. Ni siquiera me fijé si había guardado esa imagen del poeta.

Nos despedimos del conserje sin cursilerías. Dijimos “chao” y él dijo “hasta luego”.

Pensé una última vez en Paula. La imaginé volviendo triste o quizá feliz. Vi a su gata metiéndose entre sus piernas. ¿Qué habría hecho yo? Yo habría gritado algo para ver si estaba sola; abriría la puerta de Víctor pero sin entrar. Correría las cortinas y abriría las ventanas. Prendería la tele. Trataría de escribir algo. ¿Podría hacerlo? ¿Podría evitarlo? ¿Podría dormir sola? ¿Sería capaz de seguir viviendo ahí?

Entonces lo supe. Nunca más volvería a estar ahí.

6. -¿Qué pasará con la gata?
-La gata se queda con ella, siempre ha sido de ella.
-¿Y las cosas que dejaste?
-Se quedarán ahí por un tiempo, pero no quiero pensar en eso.
-¿No crees que dejas algo tuyo ahí, como un hijo?
-No, no lo pienso así.
-Qué triste todo.
-Sí, pero no quiero pensar en eso.
-¿Y las cosas que te llevas?
-Encontraré una forma de hacerlas caber de nuevo en la casa. Pero es como si todo se hubiera achicado.
-Quizá tienes más cosas.
-No lo creo. Siempre fuimos pobres.
-No se notaba.
-Claro, no se notaba.
-Creo que no debieses volver con ella.
-No quiero volver con ella.
-Sí, pero no es la primera vez.
-No, pero ahora es distinto.
-¿Porque desarmaste una casa?
-Porque armé y desarmé una casa.

7. Caminamos. Nos detenemos en una calle a fumar. Sentados en la cuneta miramos hacia arriba y, concentrados, encontramos vidas, pequeños gestos. La sombra en el techo de una persona que baila sola, dos siluetas asomadas en un balcón. Los movimientos cortos y duros de alguien que se culea a otro alguien junto a la ventana. Víctor fuma un cigarro mentolado y yo se lo quito de las manos para aspirar el humo. Lo dejo por un rato detenido en mi boca. Víctor estira las piernas y estira sus manos. Mira hacia adelante: los vehículos de seguridad ciudadana pasan junto a nosotros. Sus luces nos ciegan, pero no cerramos los ojos. Yo lanzo las cenizas junto a sus pies.

-¿En qué piensas? -le digo.
-Sólo espero no estar cagándola demasiado.

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