Por Federico Falco* Diciembre 23, 2014

© Paloma Valdivia

Dos años antes, los habitantes de la villa que rodea los tapiales de su casa alta se habían levantado, incendiaron autos, saquearon los supermercados del barrio, violaron a las cajeras coreanas, penetraron en su habitación y se fueron corriendo a través del jardín con un televisor inmenso en los brazos. El cable del enchufe arrastraba por el pasto recién cortado y se enredó en un macizo de dalias.

Por eso ahora el hombre se creía con derecho a ganar todos los premios y compró todos los números del talonario. El bolillero giraba en medio del gran salón del Club Sportivo. En las mesas redondas las parejas esperaban el anuncio del primer sorteo. Una chica en bikini detuvo el bolillero, tomó la pequeña esfera de madera, la miró, golpeó con dos dedos la boca del micrófono y acercó sus labios:

Ciento dieciocho, dijo y su voz desparramada por los altoparlantes rebotó en las paredes del salón e hizo eco.

El hombre tenía el 118.

Se levantó de su silla. Alzó el número muy alto y caminó hacia el escenario. Había ganado una multiprocesadora. Después ganó una aspiradora manual, una freidora, una prensa para jamones, un set de imanes para la heladera, un minicomponente, una alfombra de pelo de cabra, dos cuadros de autor desconocido, un teatro para títeres, una plancha, una crema de limpieza facial, una lámpara de pie con base de aluminio y un set de pequeñas estatuillas de adorno. Cada vez que la chica en bikini anunciaba un número, el hombre se paraba, alzaba el comprobante y caminaba hacia el escenario para retirar su premio. Los diferentes paquetes se acumularon sobre su mesa. El mozo se acercó y retiró el pocillo de café vacío, que corría riesgo de caer al suelo.

La gente murmuraba. El hombre había arruinado la fiesta. La chica en bikini ya sólo hablaba para él.

Un señor gordo, con tiradores y camisa a cuadros, se levantó:

¿Para qué nos han hecho venir?, gritó.

Varios más lo acompañaron. Se hizo un hueco de silencio. Desde el escenario nadie respondió la pregunta, la chica en bikini agachó la cabeza y el señor de los tiradores volvió a sentarse. Sortearon otro premio y el hombre también lo ganó. Cuando subió al escenario la gente comenzó a abuchear. El hombre no respondió. No parecía furioso.

Tongo, tongo, tongo, canturreó un grupo de muchachos al fondo del salón.

El hombre apretó los puños. Un señor de la organización se acercó al micrófono. Corrió hacia un costado a la chica en bikini. Carraspeó.

En vistas de las extrañas coincidencias que acontecen esta noche, dijo, nos veremos obligados a suspender el sorteo.

Tongo, tongo, tongo, gritaron desde el fondo del salón.

El hombre se paró junto a su mesa cargada de premios.

¿Por qué?  ¿Por qué suspender? Esto es legal, dijo.

Usted ha comprado todos los números, contestó el señor de la organización.

Tongo, tongo, tongo, volvieron a gritar los muchachos del fondo.

Sí, es cierto, compré todos los números, dijo el hombre. Hace dos años, una turba de gente de la villa entró en mi casa, desangró a mi padre sobre la alfombra del living, ahogó a mis hermanas en la piscina y violó sus cadáveres sobre las reposeras, a pleno rayo del sol. Nos desvalijaron,  tengo derecho a resarcirme.

El salón se quedó callado.

Destriparon a la señora que me planchaba la ropa, envenenaron a mis perros, no tuvieron piedad. ¿Y qué había hecho yo? ¿Es mi culpa acaso? ¿De qué pueden consolarlos a ustedes estos premios? ¿A ustedes qué les importa? Si vienen igual, por más que no tienen números.

¿Va usted a tener consuelo si les gana a todos?, preguntó una mujer delgada que hacía bolitas con miga de pan sobre el mantel de papel y que no lo miró a los ojos. Su mesa estaba justo bajo el aro de básquet.

Por supuesto que no, contestó el hombre, volviéndose hacia ella. Pero si les gano a todos voy a ser más feliz. ¿Usted tiene hijos?, le preguntó después el hombre a la mujer que hacía bolitas de miga de pan.

La mujer hizo que sí con la cabeza.

Dos, dijo.

¿Qué pensaría usted si alguien entra ahora a su casa, arranca a sus hijos de las camas y les hunde los ojos con un punzón, sin motivo aparente o sólo porque odia a su familia?, preguntó el hombre.

Pensaría que es un monstruo, dijo la mujer.

Entonces usted debería entenderme. ¿No le parece que tengo derecho?

La mujer calló.

Por el vidrio roto de uno de los ventiluces entró un chiflete de viento, en lo alto de las paredes del salón. Una paloma había armado el nido sobre un pilar cerca del agujero, e hizo su ulular habitual. La gente contenía la respiración.

El hombre llamó por teléfono a dos secretarios que le ayudaron a cargar los premios en un auto gris. Después se retiró en silencio. Mientras caminaba hacia la puerta, la mujer de las miguitas de pan se paró junto a su silla y comenzó a aplaudir. En otro ángulo del salón, otra mujer también se paró y también aplaudió. Se paró otra. Las primeras en pararse fueron todas mujeres, después algunos hombres, y al final, los muchachos del fondo. El salón entero aplaudía al único ganador de la noche. La chica en bikini aplaudía y se secaba las lágrimas, sobre el escenario. Fue un momento emocionante y el hombre agradeció con sonrisas cálidas y algún apretón de mano.

Cuando llegó a la casa, corrió a mostrarle los premios a su madre. La madre era una mujer de casi ochenta años que miraba televisión. Apagó el aparato y recorrió con los ojos el borde de las cosas acumuladas sobre la mesa del living.

¿Qué hiciste?, dijo.

El hombre abría cada una de las cajas, acariciaba la superficie cromada de la tostadora, buscaba un enchufe donde conectar el equipo de música.

Mamá, ahora vamos a poder reemplazar la alfombra, ahora tendremos cosas nuevas.

La madre se largó a llorar.

Hijo, hijo, todavía sos joven, murmuró. Hay mil cosas que no entendés.

El hombre seguía desembalando, acomodaba los premios, cada paquete era un festejo.

La madre se fue a dormir. Él dejó pasar las primeras horas de la noche mientras redecoraba la casa, llenaba las garantías, testeaba el funcionamiento de la freidora. Finalmente, se dirigió a su habitación. La cama era grande y estaba junto a una ventana que daba al jardín. La luz blanca de la luna iluminaba los canteros de flores, el agua quieta de la piscina, la pérgola. La noche era perfecta, armónica y bella. Un gato cruzó el césped correteando detrás de una mariposa nocturna. Dos murciélagos hacían el amor en el cielo estrellado. Las sábanas blancas, firmes y suaves, recogieron el cuerpo del hombre y lo mecieron. Entonces, en el silencio, él oyó nuevamente los ruidos de la villa. Llegaban desde detrás de los tapiales. Eran música en alto y runrún de baile. Eran gritos de jolgorio. Eran los gemidos de las parejas en el callejón.

El hombre se tapó la cabeza con una almohada y trató de no escuchar. Pero el sonido se desparramaba sobre los canteros, el bullicio le apretaba las sienes, la voz melosa del cantante se colaba por las rendijas de las persianas, atravesaba el vellón suave de la almohada, las mullidas plumas del edredón. El hombre no quería oír.

Se levantó, fue a la cocina, prendió el nuevo minicomponente, sintonizó una radio, tomó un vaso de leche. Al pasar frente a la habitación de su madre vio la puerta entreabierta y la luz del velador encendida. Se asomó. La madre tejía recostada sobre la cama.

¿Usted también escucha, mamá?, preguntó el hombre.

La viejita hizo que sí con la cabeza.

No puedo dormir, dijo el hombre.

Vení, hijo, contestó la madre. Descansá conmigo.

El hombre se recostó sobre la cama y apoyó la cabeza sobre la falda de su madre.

Duérmase, duérmase mi niño, dijo la anciana, sin dejar de tejer.

El hombre dijo que sí y se dejó envolver por el movimiento de las agujas y el roce de la lana anudándose. Cerró los ojos y se durmió.

Relacionados