Por Mariana Enriquez* Diciembre 10, 2014

© Paloma Valdivia

La vi cuando estaba a punto de cruzar la avenida. Estaba entre un montón de basura, abandonada entre las raíces de un árbol. Los estudiantes de Odontología, pensé, esa gente desalmada y estúpida, esa gente que sólo piensa en el dinero, empapada de mal gusto y sadismo. La levanté con las dos manos por si se desarmaba. A la calavera le faltaba la mandíbula y la totalidad de los dientes, mutilación que me confirmó el accionar de los protoodontólogos. Revisé alrededor del árbol, entre la basura. No encontré la dentadura. Qué pena, pensé, y fui hasta mi departamento, apenas a doscientos metros, con la calavera entre las manos, como si caminara hacia una ceremonia pagana del bosque.

La puse sobre la mesa del living. Era pequeña. ¿La calavera de un niño? Lo ignoro todo sobre anatomía y temas óseos. Por ejemplo: no entiendo por qué las calaveras no tienen nariz. Cuando me toco la cara, siento la nariz pegada a la calavera. ¿Acaso la nariz es cartílago? No creo, aunque es verdad que dicen que no duele cuando se rompe y que se rompe fácil, como si fuera un hueso débil. La examiné un poco más y encontré que tenía un nombre escrito. “Lali, 1975”. Cuántas opciones. Podía ser su nombre, Lali, nacida en 1975. O su dueña podía ser una Lali parida en 1975. O el número quizá no era una fecha y tuviese que ver con alguna clasificación. Por respeto decidí bautizarla con el genérico Calavera. Por la noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente Vera.

Él, mi novio, no la vio hasta que se sacó la campera y se sentó en el sillón. Es un hombre muy desatento.

Cuando la vio, dio un respingo pero no se levantó. También es perezoso y se está poniendo gordo. No me gustan los gordos.

-¿Qué es esto? ¿Es de verdad?

Claro que es de verdad, le dije. La encontré en la calle. Es una calavera.

Me gritó. Por qué trajiste esto, me gritó, exagerado, de dónde la sacaste. Juzgué que estaba haciendo un escándalo y le ordené que bajara la voz. Traté de explicarle con tranquilidad que la había encontrado tirada en la calle, bajo un árbol, abandonada, y que hubiese sido totalmente indecente de mi parte actuar con indiferencia y dejarla ahí.

-Estás loca.

-Puede ser -le dije, y me llevé a Vera a la habitación. Sé que él esperó un rato por si yo salía a hacerle la comida. No tiene que comer más, se está poniendo gordo, los muslos ya se le rozan y si usara pollera de mujer estaría siempre paspado entre las piernas. Después de una hora lo oí insultarme y usar el teléfono para pedir una pizza. La pereza: prefiere el delivery antes de caminar hasta el centro y comer en un restaurant. El gasto de dinero es el mismo.

-Vera, no sé qué hago con él.

Si pudiera hablar sé que me diría que lo deje. Es sentido común. Antes de dormir, rocío la cama con mi perfume favorito y le paso un poquito a Vera bajo los ojos y a los costados.

Mañana voy a comprarle una peluquita. Para que mi novio no entre a la habitación, la cierro con llave.

                                                                                                   ***

Mi novio dice que está asustado y otras pavadas. Duerme en el living pero no es un sacrificio porque el futón que compré con mi dinero -a él le pagan poco- es de excelente calidad. De qué estás asustado, le pregunto. Él balbucea tonterías sobre que me la paso encerrada con Vera y que me escucha hablándole.

Le pido que se vaya, que junte sus cosas y deje el departamento, que me deje. Pone cara de profundo dolor, no le creo, y casi lo empujo a la habitación para que haga sus valijas. Grita de vuelta pero esta vez grita de miedo. Es que vio a Verita, que tiene su peluca rubia carísima, de pelo natural, pelo fino y amarillo, seguramente cortado en un pueblo ex soviético de Ucrania o de la estepa (¿son rubias las siberianas?), las trenzas de alguna chica que todavía no encontró quien la saque de su pueblo miserable. Me parece muy extraño que haya rubios pobres, por eso se la compré. También le compré unos collares de cuentas de colores, muy festivos. Y está rodeada de velas aromáticas, de esas que las mujeres que no son como yo ponen en el baño o en la habitación para esperar a algún hombre entre llamitas y pétalos de rosa.

Me amenazó con llamar a mi madre. Le dije que podía hacer lo que quisiera. Lo vi más gordo que nunca, con las mejillas caídas como las de un mastín napolitano y esa noche, después de que se fue con la valija y un bolso colgado del hombro, decidí empezar a comer poco, bien poco. Pensé en cuerpos hermosos como el de Vera si estuviese completo, huesos blancos que brillan bajo la luna en tumbas olvidadas, huesos delgados que cuando se golpean suenan como campanitas de fiesta, danzas en la foresta, bailes de la muerte. Él no tiene nada que ver con la belleza etérea de los huesos desnudos, él los tiene cubiertos por capas de grasa y aburrimiento. Vera y yo vamos a ser hermosas y livianas, nocturnas y terrestres; hermosas las costras de tierra sobre los huesos. Esqueletos huecos y bailarines. Nada de carne sobre nosotras.

Una semana después de dejar de comer, mi cuerpo cambia. Si levanto los brazos, las costillas se asoman, no mucho. Sueño: algún día, cuando me siente sobre este piso de madera, en vez de nalgas tendré huesos y los huesos van a atravesar la carne y dejar rastros de sangre sobre el suelo, van a cortar la piel desde adentro.

                                                                                                         ***

Le compré a Vera unas luces de decoración, las que se usan para adornar el árbol de Navidad. No podía seguir viéndola sin ojos, mejor dicho, con los ojos muertos: así que decidí que dentro de las cuencas vacías brillaran las lamparitas; como son de colores, se pueden rotar y Vera un día tendrá ojos rojos, otro día verdes, otro azules. Cuando estaba contemplando el efecto de Vera con pupilas desde la cama, escuché el ruido de llaves abriendo la puerta de mi departamento. Mi madre, la única que tiene copia, porque a mi ex obeso lo obligué a entregarme la suya. Me levanté para hacerla pasar. Le preparé un té y me senté a tomarlo con ella. Estás más flaca, me dijo. Es el estrés de la separación, le contesté. Nos quedamos calladas. Por fin ella habló:

-Me dijo Patricio que estás en algo raro.

-¿En qué? Por favor, mamá, inventa cosas porque lo eché.

-Dice que te obsesionaste con una calavera.

Me reí.

-Está loco. Con unas amigas estamos armando disfraces y maquetas de terror para noche de brujas, es para divertirnos. No tuve tiempo de comprar un disfraz así que armé un retablo vudú y voy a comprar otras cositas, velas negras, una bola de vidrio tipo bola de cristal, para ambientar, ¿me entendés? Porque hacemos la fiesta en casa.

No sé si entendió mucho, pero le resultó una estupidez razonable. Quiso conocer a Vera y se la mostré. Le pareció macabro que la tuviera en la habitación pero se creyó por completo lo de la ambientación para la fiesta a pesar de que yo jamás organicé una fiesta en mi vida y detesto los cumpleaños. También se creyó mis mentiras sobre el despecho de Patricio.

Se fue tranquila y no va a volver por un tiempo. Está muy bien, quiero estar sola, porque, ahora me tiene angustiada la incompletud de Vera. No puede seguir sin dientes, sin brazos, sin columna vertebral. Nunca voy a poder recuperar los huesos que le corresponden, eso es obvio. Tengo que estudiar anatomía, además, para averiguar el nombre y el aspecto de los huesos que le faltan, que son todos. ¿Y dónde buscárselos? No puedo profanar tumbas, no sabría cómo hacerlo. Mi padre solía hablar de las fosas comunes de los cementerios, que estaban al aire libre, como una piscina de huesos, pero creo que no existen más. Si aún existen, ¿no estarán custodiadas? Me contaba que los estudiantes de Medicina iban a buscar sus esqueletos ahí, los que usaban para estudiar. ¿De dónde  sacan, ahora,  los huesos para estudiar? ¿O usarán réplicas de plástico? Se me ocurre muy difícil caminar por las calles con un costillar humano. Si encuentro uno para cargarlo, usaré la mochila grande que dejó Patricio, la que llevábamos de campamento cuando él todavía era flaco. Todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros lo suficientemente profundos y alcanzar a los muertos lejanos, tapados. Tengo que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que siempre encuentran los huesos, que siempre saben dónde los escondieron, dónde los dejaron olvidados.

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