Por Pilar Quintana * Octubre 29, 2014

© Paloma Valdivia

Salió del baño con el mismo peinado que se hacían los muchachitos de catorce de la escuela.

-Henri, ¿qué es ese peinado? -le dije.

Tenía el pelo aplastado desde la coronilla hacia adelante y el capul parado como las cerdas de un cepillo. Él se encogió de hombros.

-¿Te lo has visto bien?

Volvió a encogerse de hombros.

-Lo tenés todo aplastado.

Se encogió de hombros otra vez.

-Hacia adelante -agregué-, y con el capul parado.

Como sólo se seguía encogiendo de hombros, le cogí la mano.

-Vení -le dije y me lo llevé al baño para que se viera en el espejo grande de encima del lavamanos.

Lo que llamábamos el baño era un cuartito con un lavamanos y un inodoro, y lo que llamábamos el lavamanos era una vasija vieja de cerámica que alimentábamos con el agua de una jarra traída desde el pozo y vaciábamos por las mañanas en la huerta, porque no se podía desperdiciar ni una sola gota.

-Mirá -Saqué el espejo de mano, el que usaba para depilarme las cejas, y se lo puse detrás de la cabeza para que se viera desde ese ángulo también-. Mirate, date cuenta.

Él se miraba con atención y detenimiento, en el espejo grande y en el pequeño, por delante y por detrás, como estudiándose el peinado.

-Ese es el peinado que se hacen los muchachitos de catorce, Henri, vos tenés cuarenta.

Me ignoró mientras se miraba y cuando terminó de mirarse, salió hacia la sala. Yo me fui detrás.

-¿Te lo vas a dejar?

No dijo nada. Se limitó a dejarse seguir por la sala. Yo no lo podía creer:

-¿En serio te lo vas a dejar así?

Henri seguía sin mostrar ninguna intención de decir o hacer algo, de volver al baño, por ejemplo, para arreglarse los pelos o de arreglárselos ahí, aunque fuera sólo con la mano.

-¿Te lo puedo arreglar yo? -le pregunté.

Por fin se detuvo y me miró como si fuera a responderme. Pero no lo hizo, no dijo nada y siguió de largo hacia el rincón donde arrumábamos las sillas blancas de plástico. Sacó una y se sentó con los brazos cruzados.

Henri era un tipo alto. Ahora su cabeza, con él sentado, había quedado a mi alcance, lista para que le arreglara el peinado. Me le acerqué con la mano estirada, despacio, para que viera cuál era mi intención. Él me hizo el quite sin pararse de la silla, con un movimiento rápido como de banderillero que me asustó e hizo que me detuviera al instante. Había vuelto a mirarme, esta vez a los ojos y muy fijamente.

-Si seguís con el tema… -me advirtió calmado pero recio.

Desistí y me hice el propósito de dejarlo en paz. Fui por la escoba que estaba recostada contra una pared y me puse a barrer la sala. Sin embargo, no había pasado un minuto y ya había vuelto al tema. Le dije un montón de cosas. Le pregunté si estaba en crisis, si los cuarenta le estaban dando duro y si su intención era parecer de menos años.

-¿De catorce? -pregunté burlona.

Le dije que él no iba a parecer de catorce por más peinados que intentara y que si a los muchachitos de la escuela ese peinado ya se les veía ridículo, cómo se le vería a él que era uno de los profesores y tenía edad para ser el papá de ellos.

-O hasta el abuelo -dije-. Henri, vos ya tenés patas de gallina, las pelotas caídas y canas hasta en la barba.

Le dije que a él se le veía todavía más ridículo, ridiculísimo, un viejo de cuarenta queriendo parecer de quince.

-O de catorce -me burlé otra vez y le pregunté si necesitaba verse de nuevo en el espejo, si se lo traía, si era que estaba ciego o volviéndose loco y ahora le iba a dar por colgarse las candongas que se había quitado a los 35 o, mejor, le dije, unos blinblines como los que usan los muchachitos de catorce de la escuela, y si además se iba a dejar caer los pantalones para que se le viera la marca de los calzoncillos.

Él nada más me miraba, callado, con los ojos como sumergidos en un pantano. Parecía escucharme. En algún momento pensé que mis palabras le estaban llegando y lo iban a hacer reaccionar, que estaba esperando a que yo acabara de hablar para ir a cambiarse el peinado y que volvería con su pelo de siempre, un pelo soñoliento, medio desordenado, que ya se le estaba poniendo gris, para sincerarse.

Sí, me están pegando fuerte los cuarenta, diría, no es fácil, y yo lo abrazaría y él se dejaría hacer. Luego nos reiríamos. Menos mal que no tenemos plata, diría yo y él: Ya me habría comprado un convertible rojo. Nos reiríamos de nosotros mismos, de lo que el tiempo va dejando depositado, de los rescoldos que guardábamos en el fondo.

Lo que hizo, en cambio, fue levantarse de improviso. Yo retrocedí instintivamente, amedrentada como un animal pequeño. Ahora pensé que me callaría con un grito o, algo peor, que levantaría la mano y se abalanzaría sobre mí. Pero nada de eso.

-Me voy -anunció sin aspavientos y se fue.

Yo seguí con la escoba y, mientras barría, pensé que estaría caminando por ahí, cada vez más lejos de la casa y del pueblo, más allá del cementerio. Un puntico en la distancia, un puntico móvil en la inmensidad desierta.

Barrí toda la casa, los pisos y las paredes, los muebles, los cuadros y hasta el cielo raso, y saqué la arena de los rincones en donde se acumulaba, de detrás de las patas de las mesas y de entre los cojines del futón, de las grietas del piso y de las grietas de las paredes, de los marcos de los cuadros, de la esterilla del cielo raso y de las esquinas del piso. Saqué la arena de todas partes y la casa quedó inmaculada. Luego fui a bañarme al pozo, con una totuma, asegurándome de que el agua cayera dentro del balde con el que regábamos la huerta, y me saqué el sudor y la arena que se me había quedado pegada al cuerpo y metido por entre los pliegues de la piel.

Cuando volví, Henri ya había llegado y cerrado todas las puertas y ventanas de la casa. Sólo faltaba desenrollar el plástico negro de la entrada que ayudaba a guarecernos del frío y las tormentas de arena de la noche. Él estaba ahí, sentado en la banca de la entrada, sucio y sudoroso, mirando el atardecer.

-Qué belleza -le dije haciéndome a su lado.

El sol era una bola enorme que se escurría por el horizonte y ahora estaba contenta. La casa y yo estábamos limpias y ya se me había olvidado lo del peinado. Ni siquiera noté si todavía lo llevaba. No se me ocurrió fijarme en eso. Me volví hacia él para preguntarle cómo le había ido en su caminata pero él, que se estaba terminando de desamarrar los cordones de las botas, sacó un pie y la arena se derramó por todo el suelo de la entrada.

-Henri, ¿qué estás haciendo?

-Me estoy quitando las botas.

-¿No te das cuenta cómo está la casa?

-Como una tacita de té -dijo él con una cara y una voz que no pude saber si venían limpias o cargadas-, tan pulcra como vos.

Lo miré tratando de entender, de ver qué iba a hacer ahora. Se quitó la otra bota e hizo un nuevo reguero de arena. Yo todavía no creía que lo estuviera haciendo a propósito. No di crédito hasta que levantó las dos botas, me las mostró, puso una boca abajo para dejar salir la arena que todavía guardaba y la sacudió hasta vaciarla toda.

-Imbécil -le dije.

Henri me miró por un instante, ahí sentado, y luego me apuntó con la boca de la otra bota y me lanzó la arena a la cara. Alcancé a pensar muchas cosas. Pensé que se había equivocado, que lo había hecho involuntariamente, que había sido un accidente o una broma, que correría a sacudirme la arena de la cara, a llevarme al baño de la mano, a decir que lo sentía y que no entendía qué le había pasado. Pero a mí se me metió la arena en los ojos y él jaló la cuerda que desenrollaba el plástico negro que cerraba la entrada. El desierto y los restos del atardecer quedaron afuera y adentro se hizo de noche.

-¿Esto era lo que querías? -gritó Henri y se levantó violento.

Yo estaba desesperada, tratando de sacarme la arena de los ojos y la cara, y esta vez no tuve tiempo de retroceder.

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