“Cuando estaba allá echaba de menos a gente de acá, y acá echo de menos a gente de allá. Uno quiere lo que no tiene, ¿no?”.
El que habla es Gonzalo Maier. 37 años, escritor nacido en Talcahuano, vestido de negro, gafas amplias de lectura, vivió durante siete años en Lovaina (Bélgica) y Nijmegen (Holanda). En 2016, volvió a instalarse en Santiago, donde imparte clases de literatura en una universidad. Cuando le preguntan qué extrañaba, dice eso: gente, extrañaba gente. Pero, sobre todo, aquella respuesta delata un mecanismo mental, un procedimiento a partir del cual siempre estamos añorando aquello que no tenemos, o que podríamos tener, o que casi tuvimos y perdimos. Sobre ese terreno —el de la especulación, el devaneo, los paraísos mentales— se apoya la literatura de Maier, que ya hizo escala en cuatro libros pequeños como bombas en miniatura. Durante años esos libros circularon de mano en mano, en transacciones casi clandestinas, y para muchos se fue convirtiendo en algo así como el secreto mejor guardado de la literatura chilena reciente.
El primero de sus libros fue Leyendo a Vila-Matas (Lom), que empezaba afirmando: “Escribo estas líneas en un tren que avanza a 287 kilómetros por hora rumbo a Barcelona”. Había ahí un programa: alguien nos dice que va a escribir un texto en un espacio reducido (el asiento de un tren) y en un tiempo acotado (lo que dure un viaje entre ciudades). No se puede bajar, no se puede detener. El movimiento del vehículo, el suave carreteo sobre unas vías rápidas, será también el movimiento de las ideas; en un bucle paradojal, la literatura de Maier parece decirnos que sólo se puede pensar en movimiento pero sentados.
Luego llegaría Material rodante, que profundiza la intención de ese libro debut. Publicado por la prestigiosa y exquisita editorial Minúscula de España, es también el relato en primera persona de un hombre que viaja todos los días de Holanda a Bélgica. El material que rueda es lo que lleva encima: sus prejuicios, su sarcasmo, lo que ve, lo que piensa. Hay escritores que buscan cambiar con cada libro, que cada uno sea distinto al anterior. Otros autores, en cambio, parecen pisar siempre sobre una misma huella, como si quisieran comprobar qué tan lejos se puede llegar andando por el mismo camino. Gonzalo Maier pertenece a esa segunda estirpe.
En 2016 publicó su tercera obra, El libro de los bolsillos, también en Minúscula. Como esos magos de las fiestas infantiles que sacan cosas de sus sombreros hasta el punto de lo imposible, aquí Maier juega con un procedimiento virtualmente infinito: párrafos, fragmentos, pedazos de textos que podrían caber en un bolsillo, suerte de depósito alocado donde se mezclan todo tipo de cosas. Otra vez: la miniatura, la mezcla, el juego.
Ahora, Gonzalo Maier redobla la apuesta y publica Hay un mundo en otra parte (Literatura Random House), un libro lleno de hallazgos. De un relato en primera persona sobre la vuelta a Santiago a un cuaderno de frases adversativas, por momentos pareciera que Maier tiene la libertad que muchos han perdido, la de “escribir por escribir”, como si se hubiera despojado de la tiranía del tema, que pende como una espada de Damocles sobre el arte narrativo. ¿Pero es tan así? ¿Se puede escribir por escribir? “Creo que la aspiración a hacerle el quite al argumento viene de las ganas de abordar la cotidianidad —dice—. La vida de cualquier persona, por ejemplo, no tiene tema. Uno intenta crear una épica o tener motivos para hacer tal o cual cosa, pero en lo cotidiano no existe un tema. Nadie es sólo hijo, sólo padre, sólo dentista. Un ladrón no es ladrón las 24 horas del día. Esas lecturas aparecen cuando se mira algo en retrospectiva. O con distancia. En el caso extremo e imaginario de un libro que tenga sólo fragmentos inconexos, por ejemplo, la inconexión igual sería un tema. O la fragmentación. Pero son realidades que aparecen sólo cuando se las mira desde lejos”.
Hay un mundo en otra parte abreva de fuentes muy diversas. De la autoficción al ensayo, encuentra en el diario personal una de sus grandes fraternidades. “Me interesan sobre todo los diarios íntimos que terminan transformándose en ensayos
—dice—. Esos espacios libres y cómodos donde cabe casi cualquier cosa y casi en cualquier orden. Desde El cuaderno gris de Pla a los diarios de Ruiz o los de Casanova. Hay una impunidad o un desparpajo que me lleva a leerlos con felicidad y, en algunos casos, con devoción. Incluso suelo comprar diarios de gente que ni conozco, un poco por si aparece algo bueno. Hay una cosa muy contemporánea en ese tipo de diarios, creo: un link invisible entre el culto a la selfie y el interés por escribir sobre la vida cotidiana”.
–En Material rodante hay mucho de tu rutina en Europa y ahora en Hay un mundo... también aparece algo de todo eso. ¿En algún momento tuviste la fantasía de escribir una novela o un libro que plasmara toda tu experiencia viviendo en otro continente?
– Igual creo que Material rodante aborda eso. No hay grandes viajes ni experiencias reveladoras, por supuesto, pero ahí está lo cotidiano y los detalles de una vida nómade. Una suma de asuntos pedestres que al final valen como un relato medio fragmentado de mi paso por el extranjero. Lo que quiero decir es que las grandes historias —y a veces incluso las chicas— me aburren. Los argumentos tienen un límite, tal como esa aspiración extraña por contar historias. No sé si lo has notado, pero mucha gente dice con orgullo “yo sólo quería contar una historia”. Bueno, a mí no me interesa nada. Me interesa cómo se cuentan las cosas —no lo que se cuenta—, me gustan las frases lindas, las digresiones. Tengo una debilidad por los escritores atentos a la forma, por los estilistas. No sé si en Argentina a los peluqueros también les dicen estilistas, pero la coincidencia me encanta.
“En Hay un mundo... quería trabajar sobre la sensación de que el jardín del vecino siempre es más verde, que uno podría estar en otra parte, la ilusión de que existe algo mejor. O, al menos, distinto”.
—¿Te parece que los tuyos podrían ser libros sobre un hombre que piensa?
—Creo que sí, que mis libros podrían ser sobre tipos que se pasan rollos, que piensan una cosa y luego otra. O tal vez el tema es la vida interior, o cómo se abordan ciertas cosas desde una subjetividad, en este caso, medio neurótica.
—Se diría, leyendo tus textos, que eres un cultor del ocio como ideal de vida.
—Hace unos días supe de alguien que leyó el libro y dijo “¡pero ese tipo tiene que ser un ocioso!”. Y me encanta que piensen eso, aunque en realidad yo trabajo un montón. Me interesa el tema, me gusta, creo que darle vueltas al ocio hoy es muy subversivo, es tan revolucionario que a ratos parece una utopía. Ir de ocioso por la vida atenta contra el sistema de valores contemporáneo, contra lo que enseñan en todas partes (eso de ser productivo, de ser eficaz), y como me gusta llevar la contra…
—¿Te seduce la idea de dedicarte únicamente a escribir?
—Me tinca que sería una pesadilla. O una condena, en realidad. Y no lo digo de envidioso. Si uno mira de cerca a los escritores profesionales, esos que viven de escribir, se da cuenta de inmediato de que sólo hablan de plata o de ventas. Con los escritores gringos famosos es muy evidente. Y no lo hacen por coquetería, sino porque el dividendo de la casa o la comida del refri dependen de eso. O tienen que sacar un libro cada quince meses sin importar si es bueno o malo, y así. Al final, si te dedicas únicamente a escribir, tu gran preocupación va a terminar siendo la supervivencia. Es una tremenda paradoja. Otra cosa sería ser millonario o heredero, claro, pero ahí corres el riesgo de aburrirte como ostra.
“Las grandes historias me aburren tanto como esa extraña aspiración por contar historias. Me interesa cómo se cuentan las cosas —no lo que se cuenta—, me gustan las frases lindas, las digresiones”.
—¿Te interesa la instancia de armar la estructura de un libro? Pienso en Hay un mundo en otra parte, que está hecho con materiales de diversa índole: desde pequeños fragmentos a relatos. ¿Cómo encontrarle un orden a eso?
—Lo paso bien armando libros. De hecho, creo que yo no leo ni novelas ni cuentos ni ensayos, sino libros. Soy un lector de libros. Quiero decir: los leo como libros, como unidades sin tomar mucho en cuenta el género. Me interesa que las partes dialoguen, que tengan sentido, que se sostengan. Que se lean bien. O lo mejor posible. Libros casi al modo de instalaciones. Y no tengo un método. En Hay un mundo en otra parte la idea era trabajar sobre la sensación de que el jardín del vecino siempre es más verde, que uno podría estar en otra parte, la ilusión (que suele ser sólo eso) de que existe algo mejor. O, al menos, distinto. Desde un tipo que llega a una gran ciudad y se queda mirando gallinas, hasta el que llena el auto de cosas innecesarias para irse de vacaciones o el que cree que comprando la foto de un artista famoso puede transformarse en otra persona, que los valores de esa cosa se le transmitirán por arte de magia. E intento equilibrar las partes, darles un orden, un ritmo. Sobre todo un ritmo.
—Nos estamos quedando sin tiempo, como dicen en la televisión. Te hago una pregunta difícil: ¿tienes algún tipo de intuición de hacia dónde podría ir lo que vas a escribir en los próximos, digamos, años?
—Espero escribir libros que me contradigan, por supuesto.