Por Alberto Fuguet Abril 6, 2018

No fue planeado, pero, sin querer, luego de sumergirme durante un par de semanas recientes en intensas y sobregiradas maratones de series nuevas, algunas inspiradas en casos reales (El mecanismo) y otras donde el género era lisa y llanamente documental (Trump: An American Dream), empecé a dudar.

¿Qué es mejor: ficcionalizar un caso real o contarlo como documental?

Asumiendo, lo sé, que un documental tiene mucho de ficción y manipulación, ¿vale la pena apostar por actores y recrear una época e imaginarse situaciones?  ¿O es mejor jugársela por el material que existe y que se puede conseguir para armar un testimonio donde los hechos (digamos) hablen por sí solos? Al ficcionalizar se puede mentir. Se debe, no hay otra forma. O, como dicen, se pueden “alterar los hechos por razones dramáticas”. ¿Pero cómo se decide qué dramatizar? ¿Vale la pena si se puede narrar sin tener que recurrir a la ficción?

Todas estas series las vi (y pensé en todo esto) durante el bombardeo del reciente escándalo de Facebook y las cuotas diarias de fake news que aparecen y te bombardean desde todas partes. Aproveché —de paso— de volver a ver Red social de David Fincher, que funciona e ilumina y alerta más que cuando se estrenó. Zuckerberg termina solo y es un dañado que inventó un juguete/arma dañada. A ocho años de su estreno, esta poderosa y oscura cinta aprovechó la falta de distancia para hacerla más urgente y tuvo claro que algunas de las partes más potentes de la historia no estaban registradas visualmente (lo que ocurrió puertas adentro).

Mientras Trump: An American Dream y The Assassination of Gianni Versace apuestan por trabajar la realidad, El mecanismo sucumbe ante la ficción, y cansa y se alarga.

Es una línea complicada esto de llevar historias o personajes recientes hacia la ficción. Claramente no hay recetas: Steve Jobs, incluso de la mano del gran guionista Aaron Sorkin, funciona mejor como mito o como el centro de una gran biografía que como motor de una narrativa ficcional. Para qué hablar de los políticos. ¿Qué cinta inspirada en presidentes funciona? La mayoría hace el ridículo, sobre todo si detrás está Oliver Stone. Trump, por ejemplo, da la impresión de que supera a la ficción y por eso la caricatura es quizás la mejor manera de captarlo (Alec Baldwin en Saturday Night Live) o, quizás, vía un documental en cuatro partes titulado Trump: An American Dream, que resulta tan fascinante como pesadillesco. Claramente Trump no merece aún una ficción. Y ya sabemos que es complicado hacer ficción sin cariño o admiración. Un documental inspirado por la ira, el asco, la curiosidad o el morbo tiene más posibilidades de salir triunfante (ver La Batalla de Chile, por ejemplo). Los nuevos documentales no necesitan ni deben ser objetivos: son miradas a un tema. Y esa mirada puede ser contradictoria y hasta negativa. Me acuerdo de W., una cinta acerca de George W. Bush con un elenco de lujo y resultados ridículos y grotescos y eventualmente planos y chatos. Mike Nichols fue más inteligente y adaptó Primary Colors, un roman à clef sensacionalista acerca de la primera campaña de Clinton, escándalos sexuales incluidos, y se acercó a Hillary y Bill como personajes de ficción en una historia que, al tomarse sus licencias, terminó siendo más acerca de los mecanismos políticos y el engranaje del período eleccionario que una mirada vengativa sobre los deslices del entonces gobernador de Arkansas.

Un documental no tiene que querer a su protagonista; en la ficción mi impresión es que sí. O debe experimentar algo muy parecido a la fascinación y capaz que hasta al erotismo. Los que hacen Narcos están embobados con Escobar y los que realizaron El Chapo están, de alguna manera, del lado de Joaquín Guzmán Loera. Viendo Trump: An American Dream, una producción de Canal 4 del Reino Unido adquirada por Netflix, me queda más que claro que quizás la historia que tendría que contarse en caso de querer ficcionalizar lo que ya parece imposible de creer, es la de un Trump joven, ambicioso, lleno de trancas, opacado por su padre constructor (de hecho, las dos  películas de Obama como Barry o Southside With You son comedias románticas o acerca de sus inicios, y en ambas es interpretado por un actor muy joven). Pero Trump ha amado la cámara y los medios desde siempre, y los medios y las cámaras lo han amado a él (aún sucede: Trump es noticia para bien o para mal), por lo que ficcionalizar no hace falta.

En Trump: An American Dream (que debería verse en un programa doble con Get Me Roger Stone, acerca de un tipo muy chanta y sin culpa que fue uno de sus operadores políticos), vemos a un Trump joven, en los 70, bastante guapo y flaco y en extremo alto, intentando arrancar de la sombra de su padre y deseoso de escapar de un Brooklyn pregentrificación, para apostar por el simbolismo de Manhattan. Trump quería volver a hacer Nueva York “grande de nuevo”. Aprovechó la debacle de la ciudad y se imaginó una ciudad de puros ricos. De ahí salió la Trump Tower y luego el Hotel Plaza y los casinos en Atlantic City y la idea de convertirse en una marca, donde todo era show y tabloides y todo era válido para nunca desaparecer del mapa.

Ver en imágenes (shows de conversación, programas de la tarde, fiestas, en las portadas de los tabloides) al futuro presidente es un ejercicio de shock y morbo: no se puede dejar de hacerlo. Trump, poco a poco se fue potenciando y, al mismo tiempo, envileciéndose. Antes su discurso era más complejo, su vocabulario más amplio. Un momento brillante: Trump jugando al rol de crítico de cine, analizando en un programa de televisión su cinta favorita: El ciudadano Kane. ¿Es un libreto? ¿Es su cinta favorita? ¿Acaso no entendió nada?

 

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Vi también por FX la serie The Assassination of Gianni Versace, que es la segunda temporada de American Crime Story —en la primera abordaron el caso de O. J. Simpson—, creación de Ryan Murphy, el rey Midas queer de la televisión norteamericana. La opción acá es jugada y radical: narrar desordenadamente, no linealmente, y no concentrarse en el oropel del diseñador sino en los traumas y aspiraciones y fisuras de su homicida, Andrew Cunanan, el asesino casi-en-serie que, alimentado por los avisos de lujo de revistas como Vanity Fair, no era capaz de aceptar un no ni tolerar el fracaso ni menos el rechazo. El asesino es el centro y por ser un desconocido (algo que le pesaba) no existía material registrado de sus escapadas y locuras. La periodista Maureen Orth investigó irónicamente para Vanity Fair la espiral descendente de un chico homosexual que no estaba interesado en la igualdad sino en ser distinto, rico, vivir del lujo y aprovechar sus quince minutos de belleza para alcanzar cierta notoriedad. Al final lo logró: como asesino. La serie funciona, es dura, a veces asquerosa, cuesta empatizar con su héroe, pero termina por conquistar y seducir: esta historia funciona mejor con invento, recreada, con especulaciones y licencias, que usando registros parciales. Trump es de esos borderlines que consiguieron ser filmados y todo lo que pudo lo filmó; Cunanan no tuvo la chance.

Volví después a Netflix y vi los ocho capítulos de El mecanismo, que se podría tildar de una serie urgente, robada de los titulares recientes (la caída de PPK al final tuvo que ver con el caso Lava Jato). Obra del cineasta brasilero fascistoide José Padilha —el remake de Robocop; las cintas Tropa de Elite y que fue parte central de la creación de Narcos—, la serie se me hizo algo tediosa, enredada y ajena. Acá los “malos” son el país entero y los burócratas y ministros y contratistas y empresarios. Los escenarios son Curitiba, Brasilia y São Paulo. Es decir, le falta color local y la onda de Medellín de Narcos. La tesis de El mecanismo es que la corrupción que hace que Brasil funcione es como un cáncer y está esparcida e infiltrada. Basada en un libro de no ficción del juez que vio el caso que terminó con el gobierno de Dilma, la serie necesita ficcionalizar y al hacerlo termina por aguar un poco la salsa. La pandilla que persigue tiene algo de nerd, de gente aburrida, de policías obsesos sin muchas fisuras, y, por otro lado, los que roban les falta glamour. El mejor personaje es el director de Petrobras y su familia cómplice: gente no necesariamente mala o violenta, pero que son incapaces de comprender que están siendo castigados por algo que “todo el mundo hace”. El mecanismo, se me ocurre, pudo resultar más potente como un documental, con imágenes de los personajes reales involucrados (Lula, Dilma, Odebrecht) y no con actores a los que les dieron poco drama y sí muchos papeles que revisar. El mecanismo no es acerca de sangre, violencia y sexo. La ambición que movió a sus verdaderos involucrados es más seca, más interna, más burócrata, más básica acaso. No es épica, es trivial. Padilha quizás debió apostar por reconstruir con todos los registros y hasta acceder a los propios involucrados. El mecanismo cansa, se alarga y no conecta. Le falta más ficción y eso que a la historia le sobraba no-ficción.

 

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