Por Diego Zúñiga // Foto: Mabel Maldonado // Agradecimientos Restaurant Normandie. Agosto 25, 2017

“Es una ingenuidad pensar que la música sólo se trata de música”.

La frase es del crítico cultural británico Simon Reynolds. La dice ahora la periodista Marisol García, sentada en un café de Providencia, mientras sigue hablando, con un ímpetu admirable, sobre música; es decir, sobre el mundo.

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Tenía 19 años y la vida ya se le iba, un poco, en eso: escuchar una canción, un disco, detenerse en las letras, traducirlas si es que son en inglés, gastar mucho, mucho tiempo en eso, en la música, en un deseo, en un mundo que va a ser su mundo también. Ir a disquerías en Providencia —en la mítica Background o en la disquería de Francesco— y pasar una tarde entera mirando discos, conversando con aquellos desconocidos que buscaban lo mismo que ella: algún álbum que les cambiara la vida, descubrir un grupo, un cantante que torciera todo. Estamos hablando de los años 90, del tiempo en que internet era ciencia ficción y que la inmediatez, por lo tanto, era sólo un sueño. Pero no se desesperaban esos jóvenes melómanos, que compartían lo poco que tenían. Eran una comunidad.

—Eran espacios formadores —recuerda ahora Marisol García (44)—. Ahí forjabas amistades. Había amigos a los que no les conocías el apellido, sólo el nombre. Los veías mucho, pero lo que importaba era otra cosa.

Esa cosa era la música.

Ella lo descubrió en la adolescencia, cuando escuchaba la new wave inglesa, cuando traducía las canciones de los Smiths. Sabía en ese entonces, siendo una escolar, que quería estudiar periodismo, que quería ser una periodista musical. Pero no iba a ser fácil. Porque para ser periodista y cubrir música, lo que había que hacer era periodismo de espectáculo, es decir, pasar por otras materias —el teatro, el cine— para poder escribir sobre lo que realmente quería.

—Imagínate que sucedían cosas como que mandaban a Ana Josefa Silva a cubrir a Sumo a la Quinta Vergara, o veías a Ítalo Passalacqua comentando Faith No More en Viña. Ese era el mundo.

“Este libro partió como un intento de homenaje a aquellos valientes que alguna vez en Chile decidieron articular canto y sentimiento hasta llegar a incomodar a los biempensantes, todos esos tibios que creen que la emoción puede ajustarse a los modales”.

De todas formas, tuvo suerte: mientras estudiaba en la universidad, consiguió escribir de música en el suplemento cultural de La Época. Ahí se formó. 1995 era el año. Después de eso, empezaría a colaborar en El Mercurio, y su evidente talento la convertiría, justamente, en lo que quería ser: una periodista musical. Cubrió el rock chileno de transición, vivió la época en que los sellos discográficos eran capaces de mandar a los periodistas a Miami por el día para cubrir un lanzamiento —se acuerda, entre risas, de un viaje a Punta Cana donde fue a entrevistar a Julio Iglesias— y le ha tocado entrevistar a algunos artistas que marcaron el siglo XX y también su propia biografía, como David Bowie. Con los años, Marisol García se convirtió en una de las mejores cronistas musicales de Chile. Hoy escribe reseñas musicales en Qué Pasa, y en los últimos años ha dedicado una buena parte de su tiempo a investigar sobre música chilena, lo que se ha traducido en libros tan rigurosos como estimulantes. En 2013 publicó Canción valiente 1960-1989. Tres décadas de canto social y político en Chile y este han llegado dos libros suyos a librerías: en febrero apareció Violeta Parra en sus palabras, una recopilación con las pocas, pero valiosísimas, entrevistas que dio la cantautora entre 1954 y 1967, y ahora acaba de presentar Llora, corazón. El latido de la canción cebolla (publicado en la colección Tal Cual de Catalonia – Escuela de Periodismo UDP). Un recorrido asombroso por un género tan escuchado, pero que la crónica musical ha ignorado y ninguneado. La historia sentimental (y secreta) de un país reflejada en un puñado de canciones tan sufridas como categóricas: frágiles, intensas, necesarias.

En un momento de Llora, corazón, Marisol García escribe: “Este libro partió como un intento de homenaje a aquellos valientes que alguna vez en Chile decidieron articular canto y sentimiento hasta llegar a incomodar a los biempensantes, todos esos tibios que creen que la emoción puede ajustarse a los modales”.

Esta es la historia de un género que ha sido menospreciado —un rechazo que está vinculado directamente con una discriminación de clases—, pero que fue abordado por algunos valientes que no tuvieron vergüenza de decir que ellos cantaban canciones cebollas, hombres que no tuvieron miedo de mostrarse frágiles, enamorados, cursis. En Llora, corazón está el relato de ellos: Ramón Aguilera, Jorge Farías, Rosamel Araya, Lorenzo Valderrama, entre otros, cuyas repercusiones llegan hasta hoy, cuando escuchamos a Los Vásquez o a Mon Laferte.

Un libro cuya banda sonora contiene canciones como “El día más hermoso”, “Que me quemen tus ojos”, “Cariño malo”, “El rosario más hermoso” y un largo y sufrido etcétera.

 

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—Creo que el libro nace… —explica García— por una sospecha. La sospecha de que uno podía aplicar esta eterna inquietud que tenemos los chilenos con respecto a las discriminaciones de clases… las sospechas de que eso podía tener como un aterrizaje en el trato que le hemos dado a la canción chilena. En ese momento era una sospecha pensar que se le podía aplicar categorías de clasismo a la canción, sobre todo porque me sorprendía mucho desde donde nace tildar de vulgar o de rasca a cantores que para mi eran cantores con mucha identidad, con mucho carácter, en contraposición a vulgaridades para mí manifiestas en el pop actual, codicioso, de Miami, que aparentemente le gusta mucho a la clase alta en Chile… y no es que lo quiera juzgar, sino simplemente que me hacía cortocircuito.

“Creo que el gran error de los últimos años de varios baladistas chilenos ha sido no querer parecer demasiado cebolla, porque finalmente se han desdibujado, y este modelo de Marc Anthony ideal al cual aspirar en el canto romántico o latino ha dañado a varios”.

—¿Y descubriste rápido que esa sospecha era real?

—Me metí en eso y ahí, reporteando, llegué a teóricos como Pierre Bourdieu (“Nuestros juicios de los gustos nos juzgan a nosotros”, es una frase de él que cita García) o Roland Barthes, porque esto ha sido estudiado, esto de cómo hay categorías de clase aplicadas a esta ridiculez de lo que es el buen o el mal gusto, como si fueran categorías establecidas desde afuera. Y es un mundo que dice mucho de nosotros porque finalmente es la educación sentimental que recibimos, y es  inevitable que todos tengamos culpa de la cursilería o hasta llegar con la expresión de lo sentimental. Me interesó mucho pensar en eso.

—Ahora, la canción cebolla es una canción de arraigo popular, muy sentimental, en la que entran intérpretes de boleros, de valses peruanos, de rancheras y de baladas, aunque tomas distancia de este último género…

—Es que es un género que se me hace predecible, sobre todo estándar, no hay carácter. Lo que yo busco en la música es carácter. Y si no estás al día de quiénes son los baladistas actuales, se te confunden, y la cebolla no, porque hay una disposición en sus músicos a que si las cosas no funcionan comercialmente, se va a persistir igual porque tiene que ver con una convicción y con un estilo tuyo, y es la historia de estos cebolleros —dice García, quien si tuviera que elegir a uno entre todos sería a Ramón Aguilera, cuya historia —sorprendente— es la que abre el libro: la biografía de un hombre de voz triste, obrero, que alcanzó el éxito pero que tuvo que aprender a convivir con la pobreza y con la violencia. Trabajó con Raúl Ruiz en Tres tristes tigres; cantó frente a miles de personas en un Caupolicán lleno; grabó “El día más hermoso” sin saber que sería un éxito; vivió en Nueva York, en Sídney, en San Antonio y en Melipilla; y fue detenido y torturado durante la dictadura, y cuando lo soltaron, cantó en cárceles frente a presos que lo adoraban. Músicos que parecían interpretar canciones inofensivas —demasiado cursis—, pero que estaban dejando registro de los sentimientos de un mundo de esfuerzo.

—En Canción Valiente abordaste la canción política chilena. Lo que sorprende en Llora, corazón, es que uno termina convencido de que la canción cebolla también es política, pero en un sentido más complejo, menos evidente.

—Sí, en el libro cuento el rechazo que le produce la canción cebolla a Patricio Manns o lo raro que le sonó al mundo que Antonio Skármeta entrevistara a Ramón Aguilera y lo pusiera en la portada de la revista La quinta rueda, que era una revista intelectual de izquierda. Más que desprecio, creo, lo que pasó es que no fueron capaces de ver que el pueblo al cual la “Nueva Canción Chilena” le interesaba interpretar, representar, reivindicar, no tenía la misma sensibilidad que los estudiantes universitarios, y esa sensibilidad del pueblo merecía una acogida, una solidaridad y merecía una validación que no tuvo ni desde el mundo de la burguesía, por estar siendo excesivamente impúdica, ni desde el mundo de izquierda, por, a juicio de ellos, estar siendo un mundo alienante y descomprometido, cuando no hay dudas de que no hay más pueblo que esto…

—Lo interesante también es ver cómo la canción cebolla vive en músicos chilenos actuales.

—Mon Laferte, Los Vásquez, Demian Rodríguez… es algo que está y va  seguir estando porque ha habido hitos. Quizá es cierto que no ha habido otro Zalo Reyes, pero no tendría por qué no surgir… es el último gran cebollero cebollero, que además daba crédito a los cebolleros, decía que le gustaba Ramón Aguilera, Germaín de la Fuente, con un discurso de clase; siempre hacía chistes con ser de Conchalí, con eso de gustarle a los pitucos, y él asumía ese discurso con mucha gracia, con mucho carisma. Y eso va a seguir. Creo que el gran error de los últimos años de varios baladistas chilenos ha sido no querer parecer demasiado cebolla, porque finalmente se han desdibujado, y este modelo de Marc Anthony ideal al cual aspirar en el canto romántico o latino ha desdibujado a varios.

—Una de las cosas más interesantes de este libro y de tus otros trabajos es que da la impresión de que siempre lo que escribes va más allá de hablar sólo de música. Es entender el periodismo como un lugar donde se reúnen muchas disciplinas. Hay un trabajo profundo de archivo, pero también de conectar la música con otras artes y con otros mundos.

—Para mí es bastante obvio que los libros que he escrito tienen que ver con la historia reciente de Chile. Y lo que bacán de gente como Greil Marcus o Simon Reynolds o Peter Guralnick (que escribió la mejor biografía de Elvis Presley que existe) es que tienen conciencia de estar escribiendo algo que va más allá de la música, pero nunca pierden la base, que es el entusiasmo del fan hacia el género de la música. Yo creo que los que escribimos de música nos quedamos callados, pero sabemos que los músicos son mucho más bacanes que los actores, que los escritores —dice García y se ríe fuerte—. Estamos convencidos de eso, y las peleas de escritores nos dan risa porque… ¿qué tanto? Ser músico es muy genial, como una buena canción es muy bacán, y a veces siento que ese es un secreto que compartiéramos… Y ese entusiasmo uno espera no perderlo nunca.

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