Por Natalia Correa Vargas // Foto: Marcelo Segura Marzo 17, 2017

—En mi mediagua no cabemos todos —dice Claudio Bertoni, guiando el camino desde su casa a la de su hermana, unos pocos metros más allá, en el terreno que heredaron del padre. El poeta tiene la barba y el pelo crecidos, ya de color gris casi blanco.

A sus 71 años, Bertoni camina lento, habla rápido y modula poco. Su ropa no combina: chaqueta café, bufanda roja, gorro azul. Al sacar las llaves y abrir la puerta, se asoman las mangas de un chaleco naranja.

En el interior, sólo unos pocos muebles viejos y una mesa de madera decoran el espacio de su hermana. No hay nada ostentoso, nada nuevo, nada brillante. Bertoni se sienta en una banca y se saca el gorro, dejando su pelo canoso revuelto. No trata de peinarlo. Justo detrás de él, un ángel de loza cuelga en la pared. Al lado, un cuadro de una mujer cocinando.

—Ya, empecemos —dice, con la mirada fija y un poco cansada. Afuera, Concón está nublado.

***

Decir Claudio Bertoni es pensar en sus poemas, en esos versos que mezclan el erotismo y la ternura, la calle y aquel vagabundeo que lo ha llevado a encontrar las reflexiones fugaces y epifánicas que lo caracterizan. Sin embargo, el trabajo visual de Bertoni tiene tanta importancia como su poesía. Y no ha sido el único: desde Vicente Huidobro hasta Nicanor Parra, pasando por Juan Luis Martínez y Diego Maquieira, hay toda una tradición chilena donde la literatura dialoga de manera directa con pinturas, collages y fotografías. La particularidad de Bertoni es su obsesión con las imágenes que encuentra en su cotidianidad. Porque él no jerarquiza. Ni en sus poemas ni en sus fotografías. Dice que la realidad es neutra, que las cosas no tienen prioridades. Él quiere retratarlo todo porque todo merece ser retratado. Por eso, además de los desnudos —una marca de fábrica como fotógrafo—, su obsesión principal ha sido capturar los momentos sencillos, esos que no suelen llamar la atención y que la vida tiene de sobra.

Las fotos más fomes, en las que aparentemente no pasa nada, son las que más me gustan. Esos momentos son tan lindos de guardarse como cualquier otra cosa”.

—Hay gente que va a sacarles fotos a los últimos huevones del Amazonas, y está perfecto. Ese no es mi caso. Las fotos más fomes, en las que aparentemente no pasa nada, son las que más me gustan. En Occidente, lo importante siempre es la meta, pero para llegar a esa meta caminas un montón y vas ciego, no ves nada. Por ejemplo, uno va en la micro mirando por la ventana y hay mil cosas, pero la gente no pesca eso. Y esos ratos son tan lindos de guardarse como cualquier otra cosa.

En la casa de su hermana, sobre la mesa de madera, hay una fotografía enmarcada de una mujer desnuda, a la que no se le ve la cara. El papel ha sido rasgado con un instrumento punzante, como si fuera una herida sobre el cuerpo. Ese es el método que aplicó sobre las treinta fotografías que se mostrarán en Desgarraduras, la muestra que se inaugurará el 28 de marzo en la Ekho Gallery, en Santiago Centro. Todas las imágenes  están intervenidas con un alfiler, creando nuevas formas, nuevas ideas.

Sentado en la banca con las manos apoyadas en la mesa, Bertoni explica su técnica:

—Ese trabajo se lo debo más a la pintura que a la fotografía. La diapositiva es una tela, un soporte, y el alfiler viene a ser como el pincel y lo que me guía a mí es una cuestión visual. Tiene que ver con la pintura informal, se trata del trabajo con los materiales, con rayar, con rajar.

El arte de Bertoni ha sido siempre el de un recolector que, luego de mirar detenidamente aquellos materiales que se cruzan en su camino, termina por crear algo inesperado: un collage, una instalación, una fotografía rota. Porque Desgarraduras es eso: una suma de imágenes que hablan de sus obsesiones, pero que ahora, intervenidas, se transforman en un documento, en otra historia.

La exposición estará abierta hasta mayo, mes en el que representará a Ekho Gallery en la feria más importante de fotografía de Londres, Photo London 2017. Será la única galería latinoamericana que participará en el evento.

A Bertoni no le gusta hablar de eso. Cambia el tema, lo cierra rápido. El mundo artístico, dice, no es lo suyo.

—Tengo poco talento para eso, yo no tengo dedos para ese piano, soy poco sociable. Por ejemplo, no me gustan las inauguraciones porque se produce la charla, eso de hablar de cualquier huevá. No digo que todos estén hablando siempre de la creación del universo, aunque sería bien interesante. Pero yo no sirvo para esa cuestión, me da lata.

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Salió el sol en Concón. Bertoni no se saca el chaleco ni la chaqueta. Ahora está en su casa. Desde ahí no se ve el mar, pero se huele. Se instaló en su “mediagua” —pintada de negro con pequeñas ventanas— en 1976. Adentro, el poeta lo acumula todo, nada se bota. Pilas de zapatos y CDs, bolsas de plástico con cajas viejas de remedios, sillas con montañas de ropa y diarios, toallas mojadas, estanterías desbordadas de libros, y libros en el suelo. Detrás de la puerta de entrada, un póster de una mujer obesa y desnuda. Sólo hay un estrecho camino para transitar de un lado a otro. El aire es escaso y el espacio también.

—No me quejo, yo lo escogí, vivir con dos pesos. Acá uno anda chocando con todo, yo camino al lado de mi cama y queda la zorra: caen dos libros, tres calcetines y la taza del té. Ya me acostumbré, ¿cachái?

Afuera, tirados en el pasto, televisores viejos, platos rotos y lámparas que ya no sirven dan la bienvenida. Unos metros más allá, una piedra marca el límite de su terreno.

En su barrio sólo hay propiedades de uno o dos pisos con grandes jardines. No anda gente en la calle y rara vez se escucha un auto pasar. Los graznidos de las gaviotas son los que rompen el silencio.

—Concón como que no tiene gusto a nada, es insípido, es como que no existe.

Dice que si el terreno de su padre hubiera estado en Punta Arenas o en Finlandia, allá estaría. Que llegar a Concón fue suerte, fue el azar, pero que le viene. Le carga lo ostentoso de Viña del Mar, con sus flores recién plantadas, con su eslogan de ciudad bella, o el desorden de Valparaíso, lleno de basura todo el tiempo.

—Veo a Trump, veo al mundo y soy sumamente escéptico. Tú enciendes la televisión y es un nivel de tontera impresionante. Es un desperdicio enorme, es veneno para el espíritu, algo que envilece. Si tuviera hijos, no los dejaría prender la tele. Me siento absolutamente no solidario con el destino que han elegido las personas, lo que buscan, para dónde va el mundo. Todo es éxito. Todo es exageración.

A pesar de ese pesimismo, Bertoni está enamorado. Todas las mañanas va a ver a su nueva pareja a Viña del Mar. Un viaje de 25 minutos en micro desde Concón. Dice que ahora está feliz, aunque desde hace un tiempo, cuatro o cinco años, su tema había sido la muerte.

—Todo era el dolor, el suicidio. Los libros que escribí en ese tiempo y que van a salir más adelante no los va a querer leer nadie, van a ser más deprimentes que la chucha.

Bertoni, medio en broma y medio en serio, cuenta que las mañanas eran una tortura. Que, antes de conocerla a ella, dormía mal y despertaba aun peor, con ganas de matarse.

—Es un desamparo, unas ganas horrorosas de que hubiera un padre celestial, de que algo fuera a pasar después, y tener la certeza absoluta de que no hay nada, de que no significa absolutamente nada. No hay un ser superior, y si hubiera, no le importamos nada. Sentir eso en tus vísceras te hace la vida difícil. Si yo hubiera tenido un revólver, yo creo que me habría suicidado.

Esos sentimientos, además, iban de la mano con unos fuertes dolores de cabeza que acompañan al poeta desde que volvió de Londres, en 1976. Tres meses después de su regreso, su madre murió de un infarto cerebral. Ahí comenzaron las molestias. Se ha hecho decenas de exámenes buscando tumores que no existen.

Si tuviera toda la plata del mundo, Bertoni viviría en una casa gigante con un médico en cada pieza: un cardiólogo, un urólogo, un oftalmólogo, un neurólogo. Hoy, que sí quiere vivir para estar con su pareja, tiene miedo de morir.

—Siento que en cualquier momento me voy a caer encima de la mesa y hasta ahí voy a llegar.

 Pero Bertoni tiene una salud perfecta, le dicen sus doctores. Sigue escribiendo, sigue sacando fotos a todo lo que ve con su ojo tan particular. Le gusta que su pareja pose para él. Ya ha acumulado más de 800 casetes, grabaciones sobre las cosas que ve y siente. Dice que no va a alcanzar a revisar todo ese material antes de morir. Espera, eso sí, que alguien lo haga por él.

***

Desgarraduras fue, originalmente, un libro que publicó en 2009, con esas treinta fotografías intervenidas. Todo empezó un poco por azar. Encontró unas diapositivas viejas apiladas en una caja, tomó algunas, las observó y experimentó. Sin un plan previo, las iba cortando. El cuerpo desnudo, alguna vez deseado, quedó transformado en algo más, en un pedazo de dolor. Desgarraduras muestra eso: heridas abiertas que aún no terminan de cicatrizar. Imágenes difusas de una biografía que ha desperdigado poemas, collages e instalaciones.

Veo a Trump, veo al mundo y soy sumamente escéptico. Me siento absolutamente no solidario con el destino que han elegido las personas, lo que buscan, para donde va el mundo. Todo es éxito, exageración”.

—Yo no siento gran respeto por nada. Lo que me hace vivir y me hace crear han sido siempre mis emociones. Lo único que he tomado en serio es mi relación con mis tres grandes amores de la vida, lo demás han sido puros saltos y peos —dice Bertoni, quien recuerda perfectamente el momento en que partió su escritura: 1963, Denver, Estados Unidos. Estaba de intercambio. Tenía 17 años. Un día tomó un cuaderno y escribió de amor. Desde esa primera vez que no va a ningún lado sin una libreta. La que anda trayendo hoy es de color amarillo chillón con las páginas blancas.

A diferencia de sus poemas, le cuesta recordar cuándo sacó fotos por primera vez. Después de unos minutos, responde que fue en 1964 a Cecilia Vicuña, su pareja de entonces. Eran desnudos.

Han pasado más de 50 años desde esa primera foto, de esa historia de amor, de aquellos años en que recién empezaba a escribir. Muchos poemas, muchos cuadernos, muchas fotografías, una vida entera. Pero él está feliz ahí, en esa casa de Concón.

—Hay harto cielo acá. Y si uno se va bien arriba, se puede ver la curvatura de la Tierra. Eso sí  que es lindo.

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