Por Yenny Cáceres // Fotos: José Miguel Méndez Febrero 3, 2017

—Quiero replicar mi taller. Que una persona entre a la exposición y diga: “¿Esto qué mierda es?”.
Dice Federico Assler, más enjuto y canoso que nunca, a sus 87 años, mientras camina por su taller en el Cajón del Maipo. Unos suspensores rojos son el único detalle vistoso en su ropa sobria, de tonos blancos, el contraste perfecto para esas columnas oscuras y rugosas que emergen desde cada uno de los rincones de ese lugar, que se asemeja más al interior de una nave espacial que al taller de un escultor.

—Esa luz que hay ahí, no existe en el planeta —dice, apuntando a una de sus maquetas.
Dibujos, trozos de plumavit, lápices, croqueras, tijeras, herramientas, telas adhesivas, fotos de esculturas y esculturas de las más diversas formas parecen haber sido arrojadas ahí, en un caos cuidadosamente ordenado.

Assler se prepara para una exposición retrospectiva en marzo, en el centro cultural CA660 de la fundación Corpartes, que luego aterrizará en el Parque Cultural de Valparaíso. Son seis décadas de trabajo que el Premio Nacional de Arte (2009) quiere resumir abriendo las puertas de su taller Roca Negra, un espacio que ideó a inicios de los 90, en una antigua hostería de piedra en la localidad de La Obra, en San José de Maipo. El escultor ya se había instalado a vivir cerca de ahí junto a su mujer, la pintora y grabadora Francisca Délano, y poco a poco ambos le dieron vida a un lugar que, aunque no está abierto al público, recibe periódicamente visitas de estudiantes.

Assler prepara “La gran patata”, una escultura que mostrará en su retrospectiva. “Después la voy a instalar en un punto de la ciudad, como una acción artística. Y no voy a pedir permiso”, advierte.

La casa de piedra fue remodelada especialmente para exhibir dibujos, maquetas y pinturas de los años 60, que corresponden a la primera etapa creativa de Assler. En el exterior, un patio de esculturas acoge obras de mayores dimensiones, en un recorrido que culmina con un container que, enmarcado por un relieve mural, es la puerta de entrada para el taller de Assler, un viaje a las entrañas de su creación.

Por eso esta retrospectiva intentará replicar Roca Negra en las salas de exposición de CA660. No podía ser de otra forma. Porque la obra de este escultor no está en los museos, sino en la calle. Sus esculturas de hormigón —el sello de su trabajo— están en el Parque de las Esculturas de Providencia, en la Clínica Santa María, en los exteriores de CasaPiedra o en Ciudad Empresarial. Y también en regiones. Uno de sus últimos trabajos —inaugurado en 2015 como parte de un encargo de la Comisión Antúnez del Ministerio de Obras Públicas— fue un conjunto escultórico de grandes dimensiones, como suelen ser las obras de Assler: tres metros de altura por 10 metros de extensión y está ubicada en la Playa Blanca de Coronel, en un hito geográfico que marca el punto exacto de la mitad de Chile continental.

Todos probablemente hemos visto alguna obra de Assler, aunque no sepamos qué pasa por la cabeza de este artista que tiene como cruzada la ocupación del espacio público:
—Siempre he querido que la obra esté en la calle, que vaya al encuentro del hombre en la ciudad. Que se instale relacionada con la arquitectura, en un parque o en la calle. Si yo no hiciera esculturas, a lo mejor sería grafitero. Yo entiendo a los grafiteros, a los buenos grafiteros. Porque es una necesidad de comunicarse, de contar su cuento. Es un desafío el arte. Para mí el arte es una aventura.

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Federico Assler es un autodidacta. Nunca estudió en una escuela de Bellas Artes. En Quinto de Humanidades se salió del colegio y entró a trabajar a una fábrica, donde aprendió dibujo técnico. A los 19 años se fue a vivir a Buenos Aires. Luego tomó un barco y partió a recorrer Europa. En Florencia vivía en una pensión y se dedicaba a dibujar las obras de Miguel Angel. No tenía mucho dinero, pero era la Italia de la posguerra, a fines de los 40, sin muchos turistas, y lo dejaban entrar gratis a los museos. Vio todo tipo de arte. Desde el arte bizantino a Picasso.

Regresó a Chile y estudió un año Arquitectura, y luego se dedicó una década a pintar. Siempre buscando. Buscándose. Pero todo cambió cuando descubrió la manera de darle forma al hormigón haciendo un negativo, por casualidad, visitando a unos amigos que tenían una fábrica de aislapol, a mediados de los 60.

—Me fui a buscar unos trozos de aislapol, y a la vez un cuchillo, y empecé a sacar un hueco a un trozo de aislapol. En ese entonces estaba haciendo unos muros de hormigón para unos arquitectos. Le eché hormigón a ese hueco, y al día siguiente saqué el entorno, y me di cuenta: “Esto es”. Yo voy a trabajar al revés. Y así descubres la forma de una materia que no tiene forma, como es el hormigón.

Si bien ya había probado antes realizar esculturas con madera aglomerada, el hormigón cambiaría su destino. Así describe Assler su búsqueda creativa:
—Es una especie de caminar. De alejarse de un eje, y de volver a ese eje. Yo siempre siento que uno debe insistir en esa búsqueda. Eso incide en muchas obras escultóricas mías. Me preguntan, “¿por qué estas columnas?”. Son ejes. Es la columna vertebral. Uno vuelve. Se aleja, busca y vuelve. Es el misterio del hacer propio.

Federico Assler-19.jpgEn los 60 trabajó durante cuatro años en el Museo de Arte Contemporáneo. En el último año estuvo de director, y le tocó coordinar una exposición que es un hito dentro de las exposiciones en Chile, De Cézanne a Miró, que en 1968 trajo al país obras originales de Picasso, Mondrian y Van Gogh.

—Recuerdo que acompañé a Frei Montalva en el recorrido. Cuando vio el desnudo de Modigliani casi se fue de espaldas.
La muestra fue un éxito de público, y hasta se organizaban visitas de sindicatos. Era otro Chile, ese país a fines de los años 60 que se sacudía frente a los cambios sociales y políticos que ocurrían en Latinoamérica. Assler nunca participó en política, pero cuando Eduardo Martínez Bonati lo llamó para crear una obra en el nuevo edificio de la Unctad —actual GAM—, que se inauguró en 1972 durante el gobierno de la UP, se sumó con entusiamo a un proyecto que buscó incorporar obras de arte al espacio público, y que convocó a gran parte de los artistas nacionales de la época, desde Matta a Balmes. No fue su primera obra en un espacio público en Chile. El escultor ya había logrado llevar el arte a la calle con una escultura en la ex Facultad de Arquitectura de la U. de Chile en Cerrillos, en 1971, e incluso a fines de los 60 recibió el encargo de diseñar un parque de juegos infantiles en el Cerro San Cristóbal.

Assler saldría de Chile en octubre de 1973. Pero a diferencia de otros artistas, no se fue por el golpe militar. Su padre, opositor al gobierno de Allende, le ofreció pagarle un viaje a Europa y el escultor aceptó. Se instaló durante una década en España, donde el escultor vasco Eduardo Chillida fue una de sus inspiraciones. A su regreso, en plena dictadura, comprobó con espanto que su conjunto escultórico estaba cerrado al público. Alegó ante los militares, pero no sirvió de nada. Fue la primera de sus peleas con las autoridades.

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“Qué misterio es la forma”.
El mensaje está escrito con lápiz mina y está pegado en una de las paredes de una pieza al interior del taller de Assler. Es el corazón de este taller. El espacio más íntimo. Donde vemos la foto de su madre junto a su hijo mayor, y más imágenes de su esposa o sus hijas, o de su amigo, el pintor Nemesio Antúnez.
Piedras, flores secas, dibujos, la fotografía de una mujer descansando sobre la arena en la playa, más piedras, un par de plumas blancas. Todo está dispuesto como si se tratara de un altar, las ofrendas de una religión secreta, el templo de la creación de Assler, los intersticios de su cabeza. Los vestigios de esta pasión por la materia.

En otro rincón, un afiche de Dead Man forma una dupla impensadamente precisa con una reproducción del “Guernica” de Picasso, que colocó allí después de que su amigo Raúl Zurita le recomendara esa película de Jarmush.

“Yo muchas veces digo, más que escultor, soy constructor. Yo construyo mi obra”.

—Yo muchas veces digo, más que escultor, soy constructor. Yo construyo mi obra. Elijo el hormigón, hago pruebas de hormigón en la fábrica, pruebas de color, construyo mis propias herramientas —dice Assler.

En uno de sus numerosos bocetos de esculturas hay uno que se llama “La gran patata”.
—Pero no te puedo contar —advierte—. La voy a instalar en un punto de la ciudad, como una acción artística. Esa pieza está armada, la voy a hormigonear en mi taller, y posiblemente después de la exposición de Corpartes la voy a instalar en la ciudad. Y no voy a pedir permiso.
Assler parece cansado de pelear:

—Ya puse una escultura frente a La Moneda (2008), en que se chocaron dos ciegos, y me obligaron a sacarla. Fue un error, yo tenía permiso de todo, de la Municipalidad. Ellos no hicieron nada. A mí el ministro de Cultura de ese entonces, Cruz-Coke, me dijo: “Si no sacas la escultura, te pongo una demanda”. Cuando me dieron el Premio Nacional, le dije a la Bachelet: “Quiero hacer una acción, poner algo en la calle”. “Hágalo”, me dijo ella. Entonces, estaba autorizado por la presidenta. Me dolió que sacaran la escultura.

Cuando el edificio de la Unctad fue reconvertido en el GAM, también tuvo que dar la pelea ante los arquitectos para que no sacaran su conjunto escultórico del edificio. Finalmente logró el apoyo de la primera directora del centro cultural, Alejandra Wood, para que el espacio donde estaba su obra fuera abierto al público como la plaza Assler, y ahora está en conversaciones para que en la segunda etapa del GAM pueda incorporar alguna de sus obras recientes.

Pero su mayor disgusto ocurrió en 2013, cuando se inauguró el Memorial del 27F en Concepción y su escultura “Ferrum y Flora” (1999) —emplazada en el Parque Costanera y que fue un premio a la trayectoria del Ministerio de Obras Públicas y la Comisión Antúnez— fue removida.

—No sé cómo la sacaron, la tiraron para otro lado, a 200 metros. Cuando fui, la había inaugurado Piñera hace dos días. Después tuvieron que cerrar el lugar porque vino gente a tirarle pintura. Quedó pésimo, después le arreglaron un poco el entorno, porque quedaba mucho más chica metida entre otras esculturas. Antes tenía su espacio limpio, propio, se veía el río.

Son los costos que ha tenido que pagar por estar en un espacio público:
—Uno se tiene que andar defendiendo de que te mueven las cosas.

Pero Assler, resumiendo lo que han sido sus seis décadas de trayectoria, al final dirá:
—Es el afán de poner la escultura en la calle. De joder un poco. Yo creo que hay que joder.

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