Por Álvaro Bisama, escritor Agosto 12, 2016

En algún punto de La casa del dolor ajeno (Literatura Random House), la narración que el mexicano Julián Herbert (1971) hizo del asesinato de 303 ciudadanos chinos por parte de combatientes revolucionarios en la ciudad de Torreón, en 1911, el lector no puede dejar de ver los reflejos del presente. Herbert, que es poeta y narrador y que en 2011 ganó el Premio Jaén de Novela con Canción de tumba, el desolador y hermoso relato sobre la muerte de su madre; se hunde acá en el pasado para tratar de leer una compleja trama de sangre, xenofobia y confusión. El resultado es una novela construida a partir de una investigación demoledora sobre el funcionamiento de la identidad mexicana y la tensión entre memoria y olvido. Así, gracias a la poderosa voz narrativa del autor, la novela se pregunta cómo narrar los lazos que unen a los fantasmas de las víctimas con la ciudad y sus símbolos, construyendo un palimpsesto interminable donde se persigue al pasado para preguntarse cómo ha sido narrado, exhibiendo sus atroces paradojas y contradicciones.

—Mientras leía La casa del dolor ajeno, me acordé de un libro de acá, El empampado Riquelme, de Francisco Mouat, sobre un hombre perdido en el desierto que termina representando a todos los perdidos de Chile, al modo de historias privadas que en realidad son capaces de contener el relato de un país completo. —¿Esperabas que pasara eso cuando comenzaste a pensar o escribir sobre los chinos?
—No, para nada. Yo andaba persiguiendo unos pocos fantasmas dispersos y ni siquiera pensé que la historia de la masacre iba a importarles a los mexicanos, olvídate del resto de la lengua española. En algún momento creí que el libro se publicaría regionalmente, en Coahuila, que es donde vivo y donde ocurrieron los hechos. Lo paradójico —y esto lo cuento también en el libro— es que la primera vez que hablé en público sobre la crónica que estaba haciendo fue en Santiago, en una conferencia a la que me invitó mi amiga Macarena Areco. Y justo ese día en el que yo estaba en el GAM hablando de un grupo de migrantes asiáticos masacrados y sepultados en una fosa común en el noreste de México en mayo 1911, empezó la crisis internacional en torno a los 43 de Ayotzinapa, el caso emblemático de personas desaparecidas durante el actual régimen mexicano. Estar fuera de mi país en ese momento me dio otra dimensión de lo que significaba la masacre de chinos: me permitió ver el relato a contraluz de la violencia y la impunidad históricas. Ese es otro de los muchos regalos que le debo a Santiago de Chile, la afinación del punto de vista desde donde está contado este libro.

La casa del dolor ajeno—¿Cuál es tu relación con el tema de la memoria?
—Casi todo lo que he escrito hasta ahora, sobre todo en prosa, trata de la memoria. Pero yo no lo vi así cuando estaba escribiendo, me enteré cuando algunos críticos y reseñistas empezaron a decirlo. Y estoy de acuerdo con ellos, lo digo sin un ápice de ironía. Tampoco estoy diciendo que yo sea candoroso: simplemente hay rasgos de escritura que no ves porque están demasiado cerca. Existen, a nivel formal y temático, cosas elementales: Cocaína (Manual de usuario) ve la memoria en presente, en calidad de testimonio; Canción de tumba aborda la memoria familiar e íntima; La casa del dolor ajeno es una crónica histórica narrada desde un punto de vista gonzo y se preocupa por la memoria colectiva. Pero esto lo sé a toro pasado, como ingeniería inversa; no lo supe mientras escribía. Mi relación con la memoria no es un sistema, es más bien una intuición envenenada, una obsesión de la que no soy muy consciente. Prefiero que sea así: yo hago lo mío y que la memoria haga lo suyo.

—¿Cómo ha cambiado tu voz en ese trayecto? Lo digo pensando en que eres poeta y luego pasaste a la ficción y luego a la no-ficción.
—En realidad practico distintos géneros desde joven, lo que pasa es que me costó mucho trabajo aprender la prosa. Escribí mi primer reportaje, sobre la quiebra de una siderúrgica paraestatal en el desierto de Coahuila, a los 19 años, y publiqué mi primer libro de cuentos a los 22. Por otro lado, sí creo que me ha cambiado la voz: con los años se ha vuelto más áspera. Antes confiaba demasiado en la ironía y la melodía, ahora me detengo sobre todo en el punto de vista. Lo que permanece es que siempre me acerco a los temas y a las estructuras desde el lugar de la poesía: quiero decir, como si todo lo que hago fueran poemas. No porque crea que la poesía es un género superior sino porque el oficio de poeta me es intuitivo, es un territorio donde me siento más enfocado. Como un piloto.

—¿Hiciste acá lo mismo que haces siempre? ¿Leíste en voz alta lo que escribías para probar cómo sonaba, cómo funcionaba?
—Sí, pero con una vuelta de tuerca: el libro tiene muchas citas textuales, mucha información documental, mucho discurso oral tomado con grabadora. Así que lo que hice fue escuchar, junto a mi voz, otras voces. Seleccioné muchos pasajes, especialmente los de un personaje que se llama Tulitas Jameson, no nada más pensando en la información o en el relato sino también en la prosodia. En ese sentido, La casa del dolor ajeno es un texto coral. Hay, por ejemplo, en el capítulo de la masacre, un testimonio donde el cónsul de Suiza en Torreón describe el asesinato de quien probablemente haya sido la última víctima: un chino al que tres revolucionarios ejecutaron a las once de la noche del 15 de mayo. La primera vez que leí ese documento estaba en la sala de consulta del archivo histórico de la Secretaría de Relaciones Exteriores, rodeado de gente, y de pronto me di cuenta de que estaba perturbando el trabajo de los demás porque me había puesto a leer en voz alta, inconscientemente. Cuando vinieron a callarme, decidí que ese pasaje tenía que aparecer citado textualmente en el libro. Es sólo un fragmento de una deposición judicial, pero para mí es también un espléndido párrafo de literatura. Hay muchos pasajes de La casa del dolor ajeno que son así, que yo no escribí: nomás los coseché.

—¿Qué función cumplieron los testimonios orales?
—Hay cuatro fuentes principales: los archivos oficiales, los libros especializados de historia (quiero decir los escritos por académicos), los libros de microhistoria (muchos de ellos informados por fuentes orales) y las entrevistas, que son fuentes orales también, pero ancladas en el presente. Para mí fue un alivio no ser un historiador profesional porque eso me permitió acudir a fuentes desacreditadas como el historiador aficionado Manuel Terán Lira (a quien en los corrillos intelectuales de Torreón llaman “Mentirán Lira”), un hombre que comete un sinfín de errores historiográficos pero que entrevistó a testigos presenciales de la matanza y cuenta cosas superinteresantes, como el modo en que los niños de la época participaron de los linchamientos o cómo los perros de la ciudad sobrevivieron durante el asedio de las tropas revolucionarias. La oralidad es una fuente desacreditada cuando hablamos de historia, está cargada siempre de ficción. Por ejemplo, la mayoría de los torreonenses actuales piensa que el asesino de los cantoneses fue Francisco Villa, cosa imposible porque durante la matanza de Torreón Villa se estaba tomando Ciudad Juárez. Pero, como tú y yo sabemos, la ficción dice verdades más profundas que la Historia: dice verdades políticas. Para mí, los testimonios orales compilados en el libro cumplen esa doble función de darle una atmósfera a los hechos y poner en duda la “verdad histórica”. Escribí una crónica minuciosa y bien informada, pero no indebatible: la oralidad es para mí, desde un punto de vista retórico, el coro griego. Tengo que agregar aquí que me hubiera sido imposible retratar a Torreón —una ciudad adolescente que ya tiene mil máscaras— sin verla subjetivamente: con odio y con amor.

“Yo no soy un justiciero, soy nada más un güey que cuenta historias. Subjetivamente, con pasión, con emoción. La analogía que hago entre estos chinos con los muertos del presente en México es por supuesto política, pero también es de índole estética: es una forma de darle al relato una dimensión trágica”.

—Buscabas en los muertos del pasado una explicación de los muertos del presente. ¿La encontraste?
—No lo sé, y de verdad es algo que a veces me atormenta. No soy un moralista, pero tampoco soy un cínico, y enfrentarte a una historia como esta te pone de manos a boca con tus propias intolerancias: mientras escribía me di cuenta de cuán machista, homófobo, racista y chauvinista he podido ser en algunos momentos de mi vida. Esa, si acaso, es la única lección moral e ideológica que encuentro en el libro. Lo demás es simple: yo no soy un justiciero, soy nada más un güey que cuenta historias. Subjetivamente, con pasión, con emoción, con el adarme que me tocó de talento, pero al final un simple güey que cuenta historias. La analogía que hago con los muertos del presente en México es por supuesto política, pero también es de índole estética: es una forma de darle al relato una dimensión trágica. Pero es, insisto, una forma: una dimensión de la retórica.

—“Escribí este libro como quien intenta restaurar una antigua pieza cinematográfica para entender de qué trata un fotograma”, anotas en un momento. ¿Lograste entenderlo?
—Espero que sí. Para mí el héroe trágico de esta historia es J. Wong Lim, un médico chino avecindado en Torreón que no murió en la masacre, pero cuyo sentido de la existencia fue destruido en tres días. Es prácticamente la única víctima cuya voz documental llegó hasta nosotros, y eso es un tesoro: poder escuchar la voz de un sobreviviente. A mí la voz de Lim (que perdura en una deposición judicial) me cambió para siempre el sentido retórico de la tragedia. Por otra parte, ese pasaje de la historia tan cinematográfico, donde una turba intenta lincharlo mientras él está encerrado en un automóvil, y de pronto llega un jinete a salvarle la vida, me dio una de las claves estructurales de mi libro: me di cuenta de que tenía que escribirlo no como un relato histórico sino como un documental fílmico, tratando los fragmentos de información que encontré en los archivos como si fueran trozos de pietaje de varias películas antiguas, y a mi propia voz en primera persona como una voz en off que de pronto aparece físicamente en la pantalla.

—¿Te afectó narrar la violencia? Pienso en escenas como esa donde los asesinos buscan dinero en los zapatos de los chinos muertos o irrumpen en la casa de Lim, que luego será convertida en el Museo de la Revolución.
—Me afectó más narrar la impunidad. La violencia es un buen catalizador narrativo, la impunidad, no.

—Te lo pregunto porque La casa del dolor ajeno coloca la masacre de los chinos en el contexto de un mito fundacional. Creo que una de sus grandes virtudes es esa: leer abajo del mito, ponerlo en abismo respecto a sí mismo, pensando en su fragilidad como una forma del horror.
—Me halaga tu lectura, pero nunca lo pensé así. Yo fui a Torreón (que está a 180 kilómetros de mi casa) con la intención de hacer una crónica/reportaje para una revista. Pretendía entrevistar a los taxistas de la ciudad y preguntarles qué sabían sobre la matanza de los chinos. Me encontré con anécdotas apabullantes, algunas de las cuales aparecen consignadas en el libro. Incluso, uno de los taxistas me contó un texto clásico de la literatura mexicana (La fiesta de las balas, de Martín Luis Guzmán), adaptado a Pancho Villa, Torreón y la masacre; así de permeado por la psique colectiva hallé el relato, que por otro lado había sido olvidado por la historia oficial. Lo que me sucedió después de esta primera indagación es lo que de vez en cuando nos sucede, por fortuna, a todos los narradores: de pronto me encontré con un cuento que era más poderoso, más grande que mis aspiraciones. He procurado mantenerme a la altura de ese cuento, por eso creo que es el texto menos “literario” de cuantos he escrito: intenté darle más bien un aire de reportaje. Claro que uno siempre se propone escribir una cosa y el libro resultante es otra.

“En estos años creo que mi voz se ha vuelto más áspera. Antes confiaba demasiado en la ironía y la melodía, ahora me detengo sobre todo en el punto de vista. Lo que permanece es que siempre me acerco a los temas y a las estructuras desde el lugar de la poesía”.

—Colocas al final un poema de Edgar Lee Masters. Lo traduce Salvador Novo. Es un texto demoledor y a mí me recuerda la idea que flota en Spoon River Anthology, el libro de Masters: el poeta es quien finalmente pasea sobre las tumbas de los muertos y cuenta su historia.
—El poema se titula “Silencio”. Lo puse ahí al final del libro como una suerte de lápida colectiva para los 303 chinos masacrados en Torreón durante un año y medio, que es el tiempo que me tomó escribir La casa del dolor ajeno, se convirtieron en mis ancestros, en mi familia. Estoy de acuerdo con esa imagen que describes del poeta entre las tumbas: la verdadera justicia poética sucede en un lugar donde ya no es posible ninguna otra clase de justicia. Y eso es el cementerio.

—Finalmente, ¿cómo vuelves a la ficción o a la poesía después de un libro como este?
—Sentándome otra vez frente a la máquina, no hay otra forma. Soy de la opinión que cada libro que uno escribe es en sí su propio género, una estructura más o menos autónoma. Me gusta la idea de que los géneros literarios existen, pero me gusta todavía más la idea de que son formas fluidas de conocimiento. Dejé de escribir poemas en 2013, cuando mi hijo menor tenía tres años y estaba adquiriendo el lenguaje; volqué en ese niño toda mi experiencia poética. Ahora acabo de divorciarme, mi hijo tiene casi siete años y acaba de irse a vivir a otra ciudad con su madre. Y voilà: acabo de volver a escribir poemas. Para mí escribir es una disciplina cotidiana, un acto de la voluntad, pero es también una pasión. Y la única forma que conozco de mantener esa pasión es dejándola que haga lo que quiera. Aunque te destruya.

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