Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Agosto 19, 2016

Debe estar entre los cineastas claves que han visitado Sanfic. Un invitado de ultralujo. Todo un honor y una oportunidad. Habrá un diálogo (donde tendré la suerte de conversar con Schrader, que es algo así como un ídolo personal, el miércoles 24 en la mañana en la Sala CorpArtes) y darán algunas de sus mejores películas en pantalla grande, incluyendo unas que nunca llegaron a las salas comerciales por diversos motivos (poco comercial o muy de arte y una de ellas simplemente fue rechazada por la censura de Pinochet por inmoral: Hardcore, de 1979). A pesar de que quizás muchos cinéfilos no lo conozcan ni de nombre (bueno, quizás ahí exagero porque no debe haber cinéfilos que no conozcan a quizás uno de los grandes cinéfilos y críticos de todos los tiempos), creo que saben que el cine sería de otra manera si Paul Schrader no hubiera hecho su aporte. Autor de una docena de cintas escritas y dirigidas por este creyente en la teoría del autor, lo cierto es que este norteamericano de 70 años, criado bajo la religión calvinista y que recién vio su primera película a los dieciocho años, está lejos de ser un nombre habitual como director. Su labor como guionista supera lo colosal (insólitamente nunca ha estado siquiera nominado a un Oscar) y entiende que a veces la fantasía y la proyección pueden ser tan o más personales que el material autobiográfico. El rol de Schrader en Hollywood es tan curioso como anómalo (el autor intelectual que es más respetado en el exterior; el moralista que indaga en lo inmoral y el pecado y la culpa y la tentación). Quizás lo más importante, la razón por la cual es pop, el motivo por el cual ya es parte innegable de la historia del cine, es por lo que hizo antes de debutar como autor con una cinta severa y realista acerca de los lazos entre tres obreros de una fábrica de autos de Detroit: Blue Collar (1978). Esto es curioso y hasta puede ser algo como una maldición, pero me parece que es cierto: si Schrader nunca hubiera dirigido un filme, ya sus guiones le asegurarían un puesto en el panteón (sí, escribió Taxi Driver en una semana de drogas y cine porno que veía a comienzos de los 70, y de alguna manera Travis Bickle es el joven escindido que fue, aunque la frase “Are you talking to me” no es suya, es parte de una improvisación en el set entre Scorsese y De Niro).

Schrader es conocido por ser el guionista de películas como “Taxi Driver” y “Toro Salvaje”, pero su obra es mucho más que eso. Su trabajo como crítico de cine es tan importante como su faceta de director, donde destacan “Blue Collar”, “El placer de los extraños” y “Gigoló americano”.

Para seguir estirando la cuerda imaginativa: si nunca hubiera escrito guiones y sólo hubiera seguido como crítico de cine (sus reseñas de filmes europeos y de cintas de acción en el LA Free Press en los gloriosos 70, su amistad con su madrina, la gran crítica Pauline Kael) y teórico y autor de un libro clave de análisis cinematográfico (Transcendental Style in Film: Ozu, Bresson, Dreyer) ya lo hubiera dejado como un ser distinto. Pero para qué teorizar acerca de lo que no hizo cuando ha hecho tanto, más allá que quizás no todo ha sido logrado ni ha encontrado el éxito. Porque una de las razones por las que Schrader fascina e inspira es porque quizás nunca triunfó comercialmente y eso lo ha dejado libre. Es un explorador, un autor de tomo y lomo, incluso cuando ha realizado cintas ajenas (intentó hacer de una secuela de El Exorcista una indagación personal y los productores le quitaron el film de las manos) o ha tropezado con cintas de acción con Nicolas Cage (de hecho, Sanfic estrena su último film, Dog Eat Dog, que es una adaptación de una novela del autor pulp Edward Bunker y que tiene a Cage y a Willem Dafoe como protagonistas).

El mundo de Schrader es uno de hombres arrasados por sus pulsaciones y culpas. Hombres solitarios, encerrados en sí mismos y en sus piezas. Él mismo lo ha sentenciado: las historias más intensas son aquellas de hombres solos en sus piezas. Ese es su género y lo ha cumplido: hombres presos, acorralados. Ha intentado, por un lado, americanizar y hasta comercializar a sus héroes extranjeros (Bresson sobre todo) y, por otro, europeizar o complejizar el cine americano clásico de género (Taxi Driver es una reexploración de The Searchers, de John Ford). Ha intelectualizado el cine de género (me encanta su versión de La marca de la pantera, con Bowie de fondo, Giorgio Moroder en la música, Nastassja Kinski sudando y desnuda en Nueva Orleans) y se ha dado gustos como hacer un filme-ensayo en japonés acerca de Mishima, financiado por Coppola: Mishima: Una vida en cuatro capítulos. Quizás es uno de los cineastas norteamericanos más fascinados con el sexo, en sus cintas las pulsaciones nunca son fáciles. Sus filmes pueden ser sensuales, pero también están llenos de violencia, culpa, asco y perversiones raras (ojo con Auto Focus y con El placer de los extraños, donde su paranoia sexual quizás alcanza su cénit). Acaso su mejor cinta como director (sin duda su mayor éxito comercial y una cinta clave para entender el auge de la estética gay y la idea del hombre-como-objeto) es Gigoló americano, que por desgracia no será parte del ciclo retrospectivo. Schrader remixea Pickpocket, de Bresson, pero con música disco, en un Los Ángeles sacado de pinturas de David Hockney y con el esculpido cuerpo joven desnudo de Richard Gere. Aunque como buena cinta de Schrader el filme no es tanto acerca del sexo, sino de la incapacidad de sentir y de amar. Vender tu carne es una cosa; conectar es otra. Gere pasa en su pieza ejercitando, tal como lo hace Yukio Mishima. Hardcore, que en España llegó con el fabuloso título de ¿Dónde está mi hija?, es otro reboot de The Searchers (una de sus cinta favoritas, claro), aunque en esta versión los indios no secuestran a una niña sino que a la hija de un pastor calvinista es abducida por el mundo del porno californiano y el padre (un notable George C. Scott) decide internarse en ese submundo que le repele y a la vez fascina. Esto es típico del mundo según Schrader: cómo zafar de lo que te atrae y te aterra. Esto está en sus cintas (falta una de las últimas, The Canyons, donde se juntó con Bret Easton Ellis en una unión que se veía venir), pero también en sus guiones para otros. Su dupla con Scorsese está entre las grandes colaboraciones del siglo pasado: Taxi Driver; Toro Salvaje; La última tentación de Cristo y Bringing Out the Dead. Como si eso no bastara, fue el guionista de la cinta de un americano-en-Japón que es The Yakuza (de Sydney Pollack, con Robert Mitchum) y se atrevió a remezclar Vértigo para Brian De Palma: Obsession. Y quizás eso resume su alucinante filmografía: obsesivo. Sus hombres están en sus piezas y son presa de sus obsesiones. Son solos, raros y no del todo resueltos. Ahí está Willem Dafoe en Light Sleeper como un dealer que tiene algo de cura y algo de vampiro; el sexo conflictúa a sus protagonistas y a veces los libera, pero nunca del todo. Schrader cree que sólo la entrega hacia otro, esos momentos de gracia, es lo que salva. Esos momentos de trascendencia, como dice. Y ahí van a estar, en sus particulares cintas, ahí en las pantallas del Sanfic.

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