Por Diego Zúñiga // Fotos: Cristóbal Olivares Julio 15, 2016

En enero de 2009, la vida de Francisco Mouat (1962) era otra: daba talleres literarios todas las semanas, escribía su columna “Tiro Libre” en El Mercurio y era reconocido como uno de los mejores cronistas chilenos, particularmente por su libro El empampado Riquelme (2001).

Ese enero de 2009, Mouat anotaba en una de sus columnas —hoy convertida en una entrada que parece más bien la de un diario de vida y publicada en Calendario 2004-2014, su último libro—: “(un amigo) viajó hace poco a Lima y me trajo los diarios de Julio Ramón Ribeyro agrupados en La tentación del fracaso (…). Conseguirlo fue un hecho sencillamente excepcional: había buscado ese libro hace años, desde que se lo arrebaté a un amigo y empecé a leerlo con la disciplina con que los creyentes leen la Biblia. Lo tuve un largo tiempo en mi poder, prestado un poco a la fuerza hasta que lo devolví, sin que en todo ese tiempo apareciera un ejemplar perdido en alguna librería”.

MouatHoy, cuando han pasado más de siete años desde aquella anotación, sigue siendo muy difícil conseguir en Santiago un ejemplar de La tentación del fracaso, pero ya no es imposible. Es cosa de darse una vuelta por la librería Lolita, en República de Cuba 1724, a pasos de Pocuro, en Providencia, y encontrarse con un ejemplar en el mesón principal, ahí, destacado, ese libro impresionante que hace años deslumbró a Mouat y que ahora él tiene en su librería. Porque pasaron siete años y ese lector ansioso y entusiasta que vemos en las páginas de Calendario 2004-2014 hoy es un flamante librero, un librero de barrio, que inauguró la librería Lolita en octubre de 2014 y que en menos de dos años la convirtió, junto a su equipo, en un lugar imprescindible para aquellas personas que no pueden vivir sin libros.

Mouat, que durante tantos años se dedicó a recomendar y recomendar libros y escritores en sus columnas —Wislawa Szymborska, Clarice Lispector, Ribeyro, Mario Levrero, Sebald, Natalia Ginzburg, Gonzalo Millán—, ahora lo hace, pero desde detrás del mesón principal de la librería, donde se lo puede encontrar prácticamente todos los días de la semana, sonriendo, entusiasta, esperando que entre alguien y se encuentre con aquella novela que está buscando, con aquellos cuentos que le alegrarán la vida o con ese libro de fútbol que hace meses espera leer y que está ahí, en esa librería ubicada a un costado del Club Providencia, el último refugio de Mouat, el lugar donde encontró un oficio al que se dedicará, dice él, por el resto de su vida.

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Todos los caminos que fue recorriendo Mouat en estos últimos años parecieron anunciar que el destino sería ese: convertirse en librero, abrir un lugar donde no sólo se pudieran comprar novelas o libros infantiles, sino también donde se pudieran realizar talleres para niños, lanzamientos, visionados de películas.

Un año clave en esta historia es 2010: primero, decide acabar con los talleres de escritura y transformarlos en talleres de lectura —leer novelas, cuentos, poemas, crónicas, leer a otros y compartir aquella experiencia—, y segundo, creó Lolita Editores, sello donde empieza a publicar a autores chilenos y latinoamericanos. El otro año clave es 2013: deja de escribir su columna Tiro Libre en El Mercurio y en diciembre de ese año, en la despedida de uno de sus talleres, una tallerista le dice que quiere abrir una librería. Ese iba a ser el germen de Lolita.

—Ella después no iba a seguir en el proyecto —cuenta Mouat, sentado en un café que queda a una cuadra de la librería—, pero fue muy importante. De hecho, gracias a ella conocimos el local de República de Cuba.

El local era, en ese momento, una fábrica de guantes industriales, un lugar inhóspito, frío, que poco tiene que ver con lo que es hoy la librería.

Es difícil definir al lector que viene a Lolita: hay jóvenes que viven en el barrio, hay mujeres mayores que luego de practicar yoga en el Club Providencia se pasan por la librería, hay ministros, actores, escritores, aunque Mouat prefiere no hacer distinciones, los atiende a todos por igual.

—Apenas vi el lugar me gustó todo: el nombre de la calle, la ubicación, todo. La gente nos decía que era arriesgado, un salto al vacío. Pero nunca pensé que lo fuera, porque no nos estábamos tirando en paracaídas sin saber lo que estábamos haciendo. Estábamos abriendo una librería, que es una materia de la cual teníamos más de alguna idea —dice Mouat, quien junto a la ayuda de amigos y de un par de créditos logró montar el proyecto. Y es cierto: en un comienzo podía parecer una apuesta montar un proyecto así en un barrio donde hay pocos locales comerciales, pero Mouat sabía lo que estaba haciendo. Desde niño fue asiduo a librerías y ya mayor —cuando podía gastar alrededor de 300 mil pesos mensuales en libros— era cliente de Metales Pesados y de la Takk, dos librerías que le sirvieron de modelo para armar Lolita.

Resalta, de hecho, la ayuda tanto espiritual como práctica del catalán Joan Usano, dueño de Takk, quien le compartió datos y lo aconsejó. Y la ayuda fundamental de Soledad Barrios, su mujer, quien atiende junto a él y un equipo de once personas más la librería.

Y sí: ese mundo no era desconocido para Mouat, por lo que no fue raro que a las pocas semanas de abrir Lolita, a fines de 2014, ya comenzara a correr el rumor de que era un lugar al que había que ir, que entrabas quizá sin buscar algo preciso, pero te ibas a ir siempre con un libro, que se notaba la mano de Mouat, su selección.

Y era cierto y lo sigue siendo hoy: entras y te puedes encontrar con el último tomo de la saga de Knausgård —que aún no llega a librerías chilenas, pero que Mouat trajo en la importación mensual que hace de libros desde España—, o perderte un buen rato en la sección dedicada a los libros infantiles, o ubicarte en una esquina de la librería y mirar el espacio con los libros de fútbol —donde hay algunos volúmenes sorprendentes, como el inencontrable Boquita, de Martín Caparrós, o El partido, de Andrés Burgo, sobre ese mítico encuentro entre Argentina e Inglaterra en 1986—, y entonces Lolita se convierte en algo más que una librería. Es un espacio donde puedes pasar toda la tarde sentado en alguno de sus sillones, leyendo tranquilamente o. si prefieres, buscas un libro y te vas al café de la esquina, y así, entonces, la librería se ha convertido en un imprescindible del barrio.

—Hemos ido armando un bonito equipo, por lo tanto, no es sólo la sensibilidad mía la que influye en la librería, sino que todos vamos participando, y así, cada uno de nosotros va sintiéndose con la confianza y el estímulo de jugar su propio juego, de recomendar lo que nos gusta, de asumir su rol, de no ser sólo un vendedor sino un librero —explica Mouat y agrega—: Me encanta transmitir la palabra librero, me gusta, me parece un oficio muy noble, con todos los bemoles que tiene: ingresar libros al sistema, recibir cajas, limpiar baños, barrer, abrir las cortinas, hermosear la librería, preocuparnos de la vitrina, de las reposiciones. Todo eso lo fuimos aprendiendo en el camino y lo disfrutamos mucho.

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Es pasado el mediodía de un miércoles y en la librería se pasean un par de compradores. Mouat dice que es difícil definir al lector que viene a Lolita: hay jóvenes que viven en el barrio, hay mujeres mayores que luego de practicar yoga en el Club Providencia se pasan por la librería, hay ministros, actores, escritores, hay mucha gente que se ha convertido en clientes, aunque Mouat prefiere no hacer distinciones, los atiende a todos por igual. Y ese mediodía quedará registrado que es así, porque de pronto llega el poeta Diego Maquieira y conversa con Mouat, hablan de poesía, y luego aparece una mujer que está buscando un libro infantil y él la ayuda a encontrarlo. No hay distinciones, no hay preferencias.

Vive a menos de una cuadra de la librería, por lo que casi siempre se lo puede encontrar. En las tardes, de lunes a jueves, en el subsuelo de la tienda hace sus talleres de lecturas, por los que circulan más de 80 personas a la semana: clientes que terminan convirtiéndose en lectores y en amigos.

“Me encanta transmitir la palabra librero. Me parece un oficio muy noble, con todos los bemoles que tiene: ingresar libros al sistema, recibir cajas, limpiar baños, barrer, hermosear la librería, preocuparnos de la vitrina. Todo eso lo fuimos aprendiendo en el camino y lo disfrutamos mucho”.

—Hay una relación entre el librero y el amigo de la librería que te pide libros, que es fascinante. Ahí está el espíritu del espacio que uno construye. En ese sentido, la novela 84, Charing Cross Road fue fundamental, a uno lo forma esa historia donde Helene Hanff le pide libros a Frank, el librero, y él se los procura y se establece un vínculo durante 20 años, que son los libros lo que los conecta, pero ya no son sólo libros, sino que es la vida —dice Mouat, quien se ha vuelto cada vez más fanático de los libros dedicados a las librerías. Uno de los que más lo fascinan es El amante de las librerías, de Claude Roy, y uno que lo divierte mucho es Cosas raras que se oyen en las librerías, de Jen Campbell.

—Nos han pasado varias anécdotas. Una que recordamos siempre es una señora que vino a preguntar por un libro de Nicanor Parra que, según ella, se llama La lesera de la lesera. Le dijimos que ese libro no existía, pero ella insistió: “¡Salió en El Mercurio hace dos semanas, y nadie más que Nicanor Parra pudo escribir ese libro!”. Nos reímos, pero claro, es cierto lo que dice: nadie más que Parra podría escribir un libro con ese título, aunque no exista —cuenta Mouat, entre risas. Como el proyecto ha resultado comercialmente exitoso, desde que inauguró la librería ha dedicado casi todo su tiempo a este nuevo oficio. La editorial sigue funcionando, aunque están publicando menos libros —en unas semanas lanzarán un texto autobiográfico de Agustín Squella donde aborda la historia de un amigo y de su hermano mayor que se suicidó muy joven—, y la escritura también es un proyecto en el que Mouat avanza, pero sin apuro. En Calendario 2004-2014 —también publicado por Lolita Editores— adelanta que está escribiendo cuatro libros en su cabeza, aunque hay uno en el que sí avanza: Memorias de un librero, un relato que va construyendo con las anotaciones que hace en una libreta, casi a diario, acerca de toda la experiencia que ha sido descubrir este oficio. En una de esas libretas, anotó la siguiente anécdota: “Una vez entró Lucía Pinochet Hiriart a la librería con una amiga. Llevábamos poco tiempo abiertos.

Es la única vez que la he visto en la librería. Preguntó por alguna edición del Ulises de Joyce. En ese momento no teníamos ninguna. Su amiga nos pidió El libro rojo de Jung, que tampoco teníamos en ese momento. Le dije que se lo podíamos traer de España, pero no quiso encargarlo. Lucía Pinochet tampoco quiso encargar el Ulises”.

Así, entonces, se han ido acumulando las anécdotas y los personajes en su libreta. Avanza con tranquilidad. Disfruta el oficio. Tiene unos ficheros antiguos donde anota los libros que los clientes le encargan. Cuando llegan, él o alguno de los miembros del equipo los llama por teléfono para darle la buena noticia. Es feliz en ese momento. También lo es al abrir alguna caja con libros, mientras espera encontrarse con algo que lo sorprenda. Ordena los mesones, ve qué libro puede ir en la vitrina para tentar a algún comprador, como lo fue él durante tantos años antes de tener su propia librería. Mouat encontró su lugar en el mundo y parece que nadie lo va a sacar de ahí.

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