Por Álvaro Bisama, escritor Junio 17, 2016

Quedan apenas dos capítulos para que se acabe esta temporada de Game of Thrones o, como es conocida de modo abreviado, GOT. Es la sexta. Por ahí se rumorea que van a filmar sólo un par más, que serían brevísimas. Luego de todo eso, como dicen en la serie, valar morghulis (“todos los hombres deben morir”): conoceremos el destino final de los hijos de Ned Stark, el guardián del Norte, quienes fueron lanzados a un mundo de fantasía y espanto. Ellos (que tienen lobos por mascotas) son el centro del relato, acaso lo más parecido a un esqueleto narrativo en un relato coral que ha multiplicado la cantidad de personajes hasta volverlos una legión confusa.

De estos chicos trata la serie, aunque también incluya a un enano que habla como Shakespeare, una pareja de amantes incestuosos, una muchacha de pelo blanco que puede cabalgar dragones, unos zombis de hielo y unos fanáticos religiosos más bien idiotas. De todos ellos, los últimos son lo peor del show. Pero da lo mismo. Son los puntos de referencia en este mundo caótico. Ahí el género de espadas y brujería a ratos parece una tragedia griega; pero lo esencial es lo primero, el destino de los chicos Stark perdidos en el páramo, todos masacrados, mutilados, violados, asesinados, convertidos en asesinos, rotos, resucitados y desfigurados.

Ver GOT ahora es una experiencia distinta, mucho más satisfactoria, pero a la vez carente de misterio. Mucho más intensa y comprimida, pero a la vez menos perturbadora, más confiada en la acción física y en lo visual, en la belleza de los paisajes de este mundo imaginario.

“Voy a casa”, decía Arya Stark (Maisie Williams) el domingo pasado, al cierre de un episodio extenuante. Esta temporada había sido especialmente atroz con ella. Arya había rechazado integrarse a una secta mágica de sicarios y, por lo mismo, alguien de ahí la terminaba acuchillando en el estómago. Lanzándose a un río, huía aterrada en una dolorosa carrera donde terminaría salvándose de milagro luego de rodar por escaleras infinitas, correr por callejones e internarse en la oscuridad. “Voy a casa”, decía Arya segundos después de colgar en un muro la cara que le había arrancado a su perseguidora y, en ese momento, todo cobraba sentido en GOT. La niña Stark confirmaba su condición de asesina pero también recuperaba su identidad, conquistándose a sí misma, abrazando la violencia como el único legado que le había quedado.

Todo cerraba. Lo que decía Arya podía ser leído como una declaración de intenciones de David Benioff y D. B. Weiss, los showrunners de la serie, quienes por primera vez no tenían a los libros de George R. R. Martin como referencia. Martin escribe lento; aún no termina la que sería la última entrega de la saga. Los fans están molestos desde hace un buen tiempo, al punto de amenazarlo en las redes sociales. No es raro, a estas alturas GOT ya es una subcultura y tiene sus propios trolls, sus propios haters desesperados. Ya no había libros que sirvieran de mapa ni tiempo de espera.

Benioff y Weiss son fans e hicieron lo que se esperaba de ellos: revivieron a Jon Snow, explicaron el origen de los zombis blancos, recuperaron la astucia y la crueldad de Daenerys Targaryen, pusieron a Tyrion Lannister a gobernar, lanzaron a Sansa Stark a una campaña militar de recuperación de sus tierras. Todo lo que queríamos ver está en pantalla. Todo lo que queríamos saber lo explicaron. Casi siempre sonó inverosímil y apresurado, pero no incoherente, porque había que comenzar a cerrar, a tomar decisiones narrativas, a unir los cabos sueltos. Mal que mal, la televisión es una estética de la urgencia, un arte hecho de soluciones drásticas.

Eso ha hecho extraña esta temporada. Al ser liberada de la dictadura de la adaptación, todo ha parecido acomodarse de modo apresurado, privilegiando el tono menor y la política de los cliffhangers. Benioff y Weiss no escriben como Martin. Son buenos pero no tanto, se les nota en los diálogos, casi siempre competentes, aunque carentes de la ambigüedad y el peso de antes, más sintéticos y precisos. Ver GOT ahora es una experiencia distinta, mucho más satisfactoria, pero a la vez carente de misterio. Mucho más intensa y comprimida, pero a la vez menos perturbadora, más confiada en la acción física y en lo visual, en la belleza de los paisajes de este mundo imaginario. Así, los personajes que se habían perdido de vista hace años vuelven a toparse, los hermanos Stark vuelven por lo suyo, quebrados pero orgullosos, mientras los muertos no paran de resucitar.

Anoto todo lo anterior antes de que la serie termine. El episodio que viene, el penúltimo de cada temporada, siempre es un clásico instantáneo: es ahí donde se producen las mejores vueltas de tuerca, las peores degollinas. Esta vez hay una gigantesca batalla épica. El resucitado Jon Snow contra el psicótico Ramsay Bolton. Más cosas cierran. Benioff y Weiss saben lo que hacen o, por lo menos, parecen fingirlo bien, con algo de elegancia, al modo de un viejo culebrón que comienza a despedirse no sin antes poner en pantalla lo que los espectadores han esperado por años. Todo lo anterior hace del show un espectáculo inédito, tan desequilibrado como atractivo. Quizás es esta la temporada más importante de GOT en términos narrativos: es el momento en que la obra deja de requerir un autor; una ausencia que le permite cerrar los flancos abiertos que el material original había dejado.

Eso está tan claro que la serie es capaz de citarse a sí misma: a lo largo de varios capítulos, Arya contempla la historia del reino (que es la historia de su familia) interpretada por una compañía de actores. El viejo recurso del teatro dentro del teatro muta acá.

Es televisión dentro de la televisión. Algo que, por supuesto, sigue la máxima del viejo Marx: “La historia se repite; primero como tragedia, y después como farsa”. Tiene sentido. Benioff y Weiss satirizan lo que han construido. Se burlan de las ideas de Martin, las leen entre líneas, desconfían de sus propios lugares comunes, huyen de la pompa y el drama del género mientras buscan nuevas formas de abrazarlos.

Confirman lo que los espectadores sabemos: GOT es un asunto épico, pero también es algo profundamente chabacano. Con eso toman posesión completa de la serie porque, por fin, han podido leerla sin solemnidad, como un artefacto pop deconstruido desde sus mismas entrañas.

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