Por Álvaro Bisama, escritor // Foto: José Miguel Méndez Mayo 6, 2016

Resistir. Eso es lo que hace Claudio Eicke, el protagonista de Antipop, la nueva novela de Patricio Jara (Antofagasta, 1974). Eicke es productor. Es dueño de un estudio lleno de máquinas antiguas antiguas, grabadoras y mezcladoras análogas, una tecnología vieja que les da a los discos que hace un sonido clásico, que es a la vez honesto y real, quizás una dignidad atávica que los hace únicos y especiales. Héroe silencioso, Eicke —quien acepta grabar a un cantante del Nuevo Pop Chileno— sostiene una épica de la resistencia que le da sentido a la novela, mientras intenta conservar su integridad creativa y su identidad personal en una industria como la musical, carente de memoria y empeñada en devorarlo todo en un mercado que tiende a aplanar o borrar cualquier clase de riesgo.

Jara, que había escrito una suerte de historia privada del metal chileno en los volúmenes de crónicas Pájaros negros I (2012) y II (2014), además de encargarse de la biografía de la banda Pentagram, termina de abandonar su zona de confort ficcional con Antipop.

"El problema, especialmente en los 80, en Antofagasta, era que no llegaba todo lo que sabías que existía. Eso era muy frustrante. Aunque con los discos era más terrible que con los libros. Si no tenías plata para todo el disco, te cobraban por canción. Era como comprar cigarros sueltos".

Luego de escribir una serie de novelas históricas (donde están El sangrador, El exceso y la crónica Prat) y después de la delicada y triste Geología de un planeta desierto (que obtuvo el Premio Municipal de Literatura), se mete en un terreno que antes había abordado como periodista, crítico y fanático: la cultura metal. El saldo es una historia poderosa (y dolorosa también) sobre cómo entender la libertad artística y cómo eso afecta de modo material y emocional a quienes deciden resistir desde aquella trinchera. Relato escrito por un melómano, acá el under chileno es descrito con cariño y severidad. Es un paisaje cercano, pero también lleno de riesgo. O biográfico, a ratos, pues cabe la posibilidad de que haya harto del mismo Jara en Eicke: la literatura funciona como exorcismo de los años en que Jara trabajó de editor para Alfaguara y Ediciones B, ayudando a pulir obras ajenas, como si buscara en ellas algo parecido a una voz verdadera,                                                                            tal como sucede para el protagonista con los discos que graba.

—Creciste en Antofagasta. ¿Cómo era comprar discos y libros ahí?
—Siempre había donde. El problema, especialmente en los 80, era que no llegaba todo lo que sabías que existía. Eso era muy frustrante. Leías revistas actualizadas, fanzines que circulaban por correo o mano a mano, pero en la disquería del barrio lo que te interesaba estaba un año tarde. Aunque con los discos era más terrible que con los libros.

—¿Por qué?
—Eran muy caros y escasos. En algunas tiendas cobraban por grabártelos en casete. En los 80, si no tenías plata para todo el disco, te cobraban por canción. Era como comprar cigarros sueltos. Algunos hicieron muy buen negocio porque le sacaban seis o siete copias antes de venderlos. Después, con los discos compactos, aprendieron a abrirlos sin quitarles el sello de fábrica para piratearlos varias veces sin que nadie lo notara.

—¿Compraste canciones sueltas?
—Sí. “The number of the beast” y “Run to the hills”, de Iron Maiden; “Breaking the law”, de Judas Priest. Cada una costaba 25 pesos. Estaban grabadas en unos casetes Pioneer de 46 minutos.

Antipop continúa de modo natural tus trabajos sobre el metal, como los dos volúmenes de Pájaros negros, la biografía de Pentagram y todo el trabajo de crítica que has hecho sobre el under. ¿Por qué te demoraste tanto en usar al metal en la ficción?
—La novela apareció y todas sus historias laterales confluyeron cuando pude conocer cómo trabajan los estudios de grabación que están fuera de los circuitos de música comercial. No es que sean muy distintos de los otros, pero había una pulsión diferente, un grado de convicción que va por otro camino. Nadie quiere cocinar el siguiente hit. Y al no tener esa presión hay más libertad. Haber estado y visto cómo determinadas bandas y músicos que admiro graban sus discos fue una experiencia muy significativa. Quizás me detenía la falta de alguna experiencia decisiva. En Geología de un planeta desierto fue darme cuenta de que estaba en paz con mi papá.

Antipop—¿Cómo eran esos estudios de grabación? ¿Qué es el underground para ti?
—Cuando comencé a trabajar en la novela tuve en mente un estudio legendario, el estudio Rec, donde muchas bandas underground chilenas grabaron sus primeros demos a fines de los 80. No lo conocí en ese tiempo, pues entonces vivía en Antofagasta, pero conversé con músicos e ingenieros que trabajaron allí. Vi muchas fotos de esos años. Y me llamaba la atención cómo la precariedad y los recursos limitados al final eran y son un motor para la creatividad. El underground es eso. Haz lo que puedas y no esperes nada de nadie. Me acordé del título de un disco de Nailbomb: Proud to Commit Commercial Suicide.

—La misma ética determina la novela. De hecho, los personajes sobreviven entrando y saliendo del sistema, pero jamás hacen alarde de eso. Por el contrario, es como si esa clase de margen los dotara de una dignidad silenciosa, como si fuesen caballeros de antaño.
—Creo que los personajes de una novela necesitan tener una manera de ganarse la vida y, por lo general, eso determina en algo su forma de relacionarse con el mundo. El simbolismo de ciertos oficios me interesa mucho como material literario. Sobre todo los que son solitarios, como la propia escritura. Me cae bien la gente que trabaja en silencio y es capaz de apostar por algo aunque sabe que va a perder.

—La literatura leída como un oficio antes que como una carrera.
—Lo importante es la escritura. Siempre. Aunque no vayas para ningún lado y te quedes en pana. Por una novela que lograste terminar, otra se quedó en el camino. La publicación está bien. Está bien que una editorial grande aún confíe en lo que haces, que se vendan los ejemplares suficientes para no causarle pérdidas. Me siento superafortunado por eso, y más por tener una editora tantos años y que me conoce bien y me escucha y me tiene paciencia y me acompaña en la escritura y opina sin anestesia. Puedes tener una editorial que publique tus cabezas de pescado, pero más importante es tener un editor.

"Slayer simboliza la música, el rock, en este caso el metal hecho en una sola línea, insobornable a través de los años. Cero concesiones. Y mientras otras bandas se ablandan con el tiempo, Slayer se endurece".

—Tú mismo fuiste editor un buen tiempo ¿Antipop es una defensa o un exorcismo de esa labor?
—Sí. La defensa la hago como editor jubilado. O un editor congelado. En hibernación. En carbonita. Es un trabajo hermoso, sin duda. Acompañar un proceso es una gran experiencia, sobre todo cuando se trata de autores con los que tienes sintonía y, al final, vaya como nos vaya con el libro, lo importante es el camino. Cuando me dediqué tiempo completo a editar, gané dos o tres amigos a los que ayudaría en sus siguientes libros porque sí, o por la bebida y el sándwich, como se dice en las pichangas de barrio.

—En ese contexto, Antipop se pregunta por la honestidad del artista en relación a lo que la industria exige de él. El centro de tu relato es moral. ¿Cómo negociar la libertad estética en un mundo donde cada vez importa menos?
—Esa negociación es imposible. No debiera existir. Cedes un metro y cagaste. Lo importante es hacerte siempre la pregunta de qué quieres lograr con lo que haces. ¿Quieres fama? ¿Quieres dinero? ¿Quieres joder la pita? ¿Quieres ser admitido? ¿Y qué das a cambio? ¿A qué estás dispuesto? ¿Un libro sobre Slayer? Ja... ¿A cuántos monos les puede interesar? ¡A muchos! Pero a los que están. Y que quizás estaban antes que yo. El personaje de Antipop transa porque conoció las consecuencias más drásticas de seguir su camino: quedarse sin nada y, literalmente, pasar hambre algunas veces. Eso le cambia las perspectivas, desde luego. Es jodido el tema. Pero como es soltero y no tiene a nadie a su cargo, puede resistir. Resistir un poco, digamos.

tribu metal

—¿Qué discos escuchaste mientras escribías la novela?
—Muchos de bandas viejas, o bandas nuevas que suenan viejas. El Machine Head de Deep Purple fue un disco clave. Sobre todo por lo mucho que lograron con tan poco. Los primeros de Black Sabbath, Led Zeppelin y Mercyful Fate, también. Todos son álbumes en los que puedes cerrar los ojos y ves a los músicos tocando ahí, mientras los escuchas. Sin trucos. Diría que también el Sgt. Pepper’s y el Abbey Road. Hubo además cosas actuales, pero más específicas, como el primer álbum de Ghost, y las pistas de batería y bajo de Spiritual Healing y Human, ambos de Death, que salieron en ediciones conmemorativas con discos extras llenos de registros del proceso de grabación. Siempre he tenido interés por conocer sonidos nuevos y voy a las tiendas y me suscribo a revistas y al final termino comprando discos de bandas viejas o disueltas. Las últimas novedades que me compré suenan a 1970 y 1985. Eso, sin contar la banda que siempre escucho cuando tomo la micro para ir a hacer clases a la universidad: Slayer.

—Rock clásico, rock duro. ¿Qué encontraste ahí?
—La música debe contener lo mismo que un buen desayuno. La literatura, también. Eso es lo que le pido. Los discos y los libros te ayudan a soportar el día, a la gente que no lee y a la que “escucha de todo”, y que son mayoría y, por lo mismo, pareciera que tienen la razón o van a tener la razón. Una vez vi cerca de mi casa, en Manuel Montt con Irarrázaval, a una pareja de chicos muy jóvenes, de seguro escolares, que iban de la mano. Él tenía una polera de Exodus y ella una de Kreator y estaba embarazada. Si esa imagen no te hace sentido, entonces qué. Tiempo después vi a otra chica, casi de mi edad o mayor, comprando el pan con una polera de Venom sin mangas y tatuada entera, luego a otra con una camiseta de Slayer paseando a su guagua, después a un tipo con un polerón de Death llevando ropa a la lavandería de la esquina. Como diría Don Francisco: “Este es mi barrio, esta es mi gente”. Y en todos los casos supe que no era por moda. Cuando vas por la calle y alguien te queda mirando la polera y luego te mira a los ojos, es lo mismo que cuando vas en la micro y ves a un pasajero leyendo un libro que ya leíste o conoces. Puede que no le hables, pero el hecho es significativo igual.

—Vuelvo a Slayer. Estuviste con Tom Araya, su vocalista, y estás escribiendo un libro sobre ellos. ¿Qué simbolizan?¿Por qué te importan?
—Sí, pude conversar con él hace unos años y le entregué una copia de Pájaros negros en que aparece la primera entrevista que dio a un periodista chileno. La hizo Alberto Fuguet y me la cedió para ese libro. Tom Araya no se acordaba mucho pues fue hecha en 1988; se entusiasmó y comenzó a leerla de inmediato. Slayer simboliza la música, el rock, en este caso el metal hecho en una sola línea, insobornable a través de los años. Cero concesiones. Y mientras otras bandas se ablandan con el tiempo, Slayer se endurece.

—¿Envejecer significa endurecerse?
—Claro que sí. Cada vez tienes menos que perder. No escribo buscando los temas más taquilleros ni hago estudios de mercado ni me pongo metas. Con tener un mínimo de legibilidad, una sintaxis decente y nunca poner el adjetivo antes del sustantivo me conformo.

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