Por Javier Rodríguez A. Abril 4, 2016

La última novela del peruano Jaime Bayly puede ser interpretada de varias formas. Como un escape ficticio, incluso esquizofrénico a la realidad que lo ahoga y lo tuvo, en algún momento, tomando treinta ansiolíticos por noche. También como una burla, paradoja, donde intenta disfrazar su vida, advirtiéndonos, siempre, que lo que cuenta no es tan mentira, ni tampoco tan real. Por lo mismo, el protagonista del libro se llama Jaime Baylys. Con la "S", como una modificación de la realidad asumida.

Con una vida dividida entre Miami y la Lima que ama/odia y 15 novelas a cuestas,  incluyendo "La noche es virgen", ganadora del premio Herralde en 1997, el polémico periodista publica ahora una autoficción que relata la intimidad de sus últimos años, particularmente el nacimiento y desarrollo de la relación con su mujer actual Silvia Núñez, 23 años menor que él. El peruano, que acaba de ser despedido en enero del diario Perú 21 debido a que sus columnas fueron catalogadas de "textos asquerosos" que provienen de "una mente enferma", contesta las preguntas de Qué Pasa y analiza la actualidad peruana y chilena, en su particular estilo.

— La novela comienza con una frase de William Faulkner referida a la relación obra-autor. Dice que el artista tiene un sueño que lo angustia, del que necesita liberarse para tener paz. En tu caso, ¿cuál es ese sueño?, ¿lograste liberarte?

— El sueño es una pesadilla. Comienza cuando la novela se instala en mi cabeza y se niega a salir de ella y uno empieza a maliciarla. Si no la expulsas de tu imaginación escribiéndola, termina atormentándote, se pudre en tu cabeza y te corrompe el alma. Todas mis novelas son realistas, descaradamente realistas. No me interesa escribir de cosas que no me han dejado tatuajes en el espíritu. Y cuando las escribo, los tatuajes se borran un poco.

— ¿Por qué "Baylys"? ¿Cuál es el juego ahí? Se entiende como una forma de decir "este soy yo, pero tampoco todo lo que digo es 100% verídico".

— Me gusta cómo suena "Baylys". Suena al licor, suena a la suma esquizofrénica de muchos individuos (hombres y mujeres) en mi cabeza, suena a la posibilidad fantástica que te ofrece la literatura de ser muchas voces díscolas, contradictorias, reñidas entre sí, cohabitando en un solo narrador. Y sugiere que la cuota de ficción o inventiva en la historia es apenas minúscula: una sola letra al final.

— Dices que en Lima, "lo que puede salir mal, sale peor, y lo que puede salir bien, sale mal". ¿Cuál es tu relación con la ciudad, hoy? ¿La sigues viendo como un lugar maldito? Es similar a lo que le pasa a Vargas Llosa con Perú; una droga que no pueden dejar de consumir, una amenaza constante.

Ahora estoy escribiendo una novela en clave de humor y uno de los personajes dice: “Lima es una ciudad africana, con la desventaja de que las mujeres no andan con las tetas al aire”. Me llevo fatal con Lima. Me fui de esa ciudad cuando tenía veinticinco años y no he podido volver a vivir tranquilamente en ella. La recuerdo como una ciudad tóxica, la asocio con los peores momentos de mi vida: la relación con mi padre, los años en que fui cocainómano, la homofobia bárbara de los que me insultan anónimamente, la religiosidad espesa e idiota, el peso opresivo de la familia. Yo me fui de Lima escapando de todo eso, y cuando he querido volver, mudarme del todo, vivir allá, he fracasado miserablemente. Esta nueva novela es, también, una memoria de ese fracaso.

— ¿Te sientes cómodo en el mundo que retratas? Las luces, la televisión, la exposición, incluso el ridículo. 

— No me siento incómodo. Ya me acostumbré, o me resigné, a tener dos oficios: uno, el de escritor, que ejerzo todas las tardes, sin falta, y que no puedo ni quiero abandonar, aunque no me paguen nada; y otro, el de periodista de televisión, que cumplo por razones mercenarias, piratas, crematísticas. Cuando era joven pensaba que para ser un escritor tenía que abandonar el circo de la televisión. Lo he abandonado dos veces: los tres años en que escribí mi primera novela, “No se lo digas a nadie” entre Madrid y Washington, gastando todos mis ahorros, y los tres años en que me retiré de la televisión y escribí “El huracán lleva tu nombre”. Pero, al final, termino volviendo a la televisión, por razones digamos alimenticias: soy padre de tres hijas, dos de ellas estudian en universidades muy caras de Nueva York, y lo que me paga la televisión en un mes es lo que, con suerte, me paga una novela cada dos años. EL NIÑO TERRIBLE

— Volviendo a Vargas Llosa. Él hoy se ve envuelto en esa civilización del espectáculo que tanto criticó e, incluso, defiende a la revista Hola! ¿Te parece que se jodió Zavalita?

— No, no diría que se jodió, diría que se enamoró, y se humanizó, y hasta se refinó y embelleció. Está guapísimo a las ochenta, se nota mucho la mano de Isabel, que le ha cambiado de peluquero, de sastre, de masajista. Todo esto es enormemente divertido, porque Vargas Llosa pontificaba contra la revista Hola!, decía que esa revista era una cosa abominable, que la cultura se había devaluado y acanallado por culpa de esa revista, que en ella salían personas frívolas y exhibicionistas, y ahora don Mario sale en Hola! todas las semanas, y les da largas entrevistas en casa de Isabel Preysler, y dice que Hola es un fenómeno cultural de nuestro tiempo, y que es una maravilla que vendan un millón de ejemplares. Pues la vida es así: los intelectuales pontifican, y luego se enamoran, y se contradicen. Bienvenido, don Mario, a la civilización del espectáculo. Aunque usted no me crea, puede aprender mucho de su hijastro Enrique Iglesias, que es más listo que usted y que yo.

— ¿Volverías a ser candidato presidencial? ¿Por qué lo pensaste si tu opinión de los políticos no es de las mejores?

— No. Yo soy un escritor. No se puede ser escritor y político. Son oficios reñidos, incompatibles. Estuve a punto de inscribirme como candidato hace cinco años, la tentación no era menor, tenía buenos números en las encuestas, mi madre me animaba mucho, mis amigos me alentaban, pero Silvia me ayudó a no meterme en ese pantano, del que no habría salido nunca.

— ¿Era la necesidad de poder? ¿Qué es el poder para ti?

— Esto lo cuento en la novela. Ser escritor se ha convertido en una cosa casi clandestina, conspirativa, fantasmagórica. Ya casi no se hacen críticas literarias en los periódicos. Las ventas han decaído mucho. Los jóvenes casi no leen: consumen ficciones audiovisuales. Y el poder y la política, que son narcóticos, adictivos, te sacan de la irrelevancia y te hacen sentir importante, poderoso. Pero es una ilusión. La política es un negocio que siempre termina mal. Los que votan por ti son los mismos que, dos años después, piden tu renuncia y quieren que vayas a la cárcel.

— Hablas de tener el hijo que espera "Lucía" en Copenhague. ¿Hay cierto arribismo en ese deseo? En Chile pasa mucho, quizás somos sociedades parecidas en ese aspecto, sobre todo del consumo, de ser más.  

— Es que "Baylys" no quiere que su hijo nazca en Lima. Quiere que sea libre y que nazca en Londres, en Estocolmo, en Copenhague. En esas ciudades he sido feliz, he conocido la belleza, me he sentido libre. No es arribismo: es obsesión por la belleza y por la libertad.  El día que me hice ciudadano de los Estados Unidos, sentí que, por fin, había dejado de ser un prisionero de mi padre y del Perú. Por eso mis tres hijas han nacido en este gran país.

— ¿Es "El niño terrible y la escritora maldita" tu "Pez en el agua"? 

— Yo diría que es mi "Tía Julia y el escribidor". Es mi historia de amor más escandalosa e improbable.

"Apoyo a Keiko porque es hija de un dictador, y yo también"

— En Chile han explotado los casos de corrupción. En "Morirás mañana..." hacías una descarnada descripción de la clase alta chilena. ¿Crees que toda esta ambición, codicia, se condice con lo que pensaba aquel personaje de tu libro? 

— Javier Garcés, el escritor que está muriéndose en “Morirás mañana”, dice cosas tremendas de los chilenos, es verdad. Pero, al mismo tiempo, ama a una chilena, como yo he amado a una chilena a la que, en secreto, y con la complicidad de Silvia, sigo amando, y ella sabe quién es. Pero la prosperidad chilena, que lo ha llevado a convertirse en el país más rico de la región, con el ingreso per cápita más elevado, ha sembrado, me parece, la idea peligrosísima de que uno es lo que posee, el dinero que atesora, los bienes que amasa. Y esa es una trampa mortal. Las personas que solo persiguen el dinero como ciertos insectos, digamos las polillas, persiguen la luz, son, sin darse cuenta, suicidas, autodestructivas, y acaban dándose golpes una y otra vez, porque nada es suficiente y siempre quieren más dinero. Las personas que persiguen la belleza, que aspiran al arte, a mejorar la vida, a dotarla de otras luces y otros colores, son, creo, las que, con suerte, rozan cada tanto la felicidad y acaban teniendo vidas más ricas y completas. Don Francisco tiene más dinero que Nicanor Parra pero, ¿a quién admiramos más?

— ¿Sientes que esto "humaniza" a Chile? Quizás que se baje de ese pedestal de probidad en el que se había puesto lo hace menos insoportable para sus vecinos. 

— Sí. Las derrotas humanizan. Los parientes corruptos, tramposos, humanizan. Las familias imperfectas humanizan. Los fracasos políticos humanizan. Por eso la literatura, y en general el arte, humaniza tanto: porque se nutre de todo lo que sale mal, lo que se va al carajo, lo que pudo salir bien y fracasó. Me encantaría hacer una película sobre la señora Bachelet y su familia.

— ¿Por qué apoyas a Keiko Fujimori?  

— La apoyo porque ella es hija de un dictador, y yo también. Su padre fue un dictador político, mi padre fue un dictador familiar. Los hijos no estamos condenados a repetir los errores de nuestros padres. Ella hará un buen gobierno. Tiene fortaleza, carácter. Es mi amiga. Por una vez, me gustaría que mis enemigos no ocupen el poder en el Perú.

— ¿Cómo vives la dieta? ¿Has podido bajar las dosis de ansiolíticos? Si la respuesta a esto es sí, ¿hoy cómo manejas la ansiedad? 

— Cuando me enamoré de Silvia hace ocho años, y dejé a mi novio, con quien fui muy feliz largos ocho años, tomaba veinte o treinta pastillas cada noche, un cóctel tremendo de hipnóticos y ansiolíticos, principalmente hipnóticos: Dormonid, muchos Dormonid, y un montón de Rivotril, Ambien, Klonopin y otras pastillas. Suerte que no me maté de una sobredosis. Mi horizonte de vida era de dos años, no más. Estaba muy mal. Silvia me llevó a muchos doctores. Me diagnosticaron que soy bipolar. Los medicamentos que me dieron para la bipolaridad han mejorado muchísimo mi vida y la calidad de mi sueño. Duermo bien, profundamente, con solo tres pastillas: las principales son Valcote y Seroquel, que son carísimas, pero no me quejo. Y ya no quiero ser presidente del Perú, lo que es un gran progreso.

Relacionados