Por Álvaro Bisama Octubre 16, 2015

Acaba de morir Carlos Leppe. Lo leo en redes sociales. Nadie parece creerlo. Leppe estaba internado. Pancreatitis. Preparaba un libro retrospectivo sobre su obra. A estas alturas, Leppe era una especie de leyenda incómoda. Hizo performances y pinturas, cambió la imagen de la televisión local, siempre trabajó en política. Su trayectoria pudo ser algo parecido a la historia de Chile: de la avanzada de los ochenta a la TVN de la primera democracia y luego a la embajada de Buenos Aires de la época de Piñera.

Nunca dio muchas entrevistas. Habló lo necesario o incluso menos. Ese silencio quizás lo definió. Sus obras aparecían a cuentagotas, alguien me dijo alguna vez que le tenían miedo. El registro fotográfico de sus antiguas acciones de arte tienen la crudeza de las imágenes fotocopiadas y deterioradas pero también la claridad del registro salvaje de un cuerpo que se deformaba hasta destruirse, volviéndose insoportable como si no hubiera límite entre el acto de ejemplificar la propia biografía y presentarse como el ejemplo de la degradación de un país entero, de ese Chile de los 70 y 80 del que aspiraba a leerse en tanto alegoría como si fuese un vidente del asco. No había nada agradable ahí. Nada consolador. Porque el arte de Leppe era el mismo Leppe presentándose quebrado y vuelto hiperreal porque estaba hecho de mierda y de pelo y plumas y yeso, porque no le temía a la propia mutilación, al gesto de escenificar un teatro de la crueldad consigo mismo y con la imagen que quería proyectar, con el rostro deformado el rostro en pantallas de televisores que quizás lo presentaban con un invunche, como uno de esos monstruos chilenos que una vez que salen a la luz pueden ser una broma pero también una encarnación del miedo, como si la repulsión fuese un disfraz del deseo.

Esa era la misma nitidez que consiguió en las teleseries que hizo, casi siempre trabajando como director de arte para Vicente Sabatini en la TVN de los 90. Ricardo Martínez dice que cuando Leppe llegó, los muros de los culebrones empezaron a lucir sólidos, dejaron de parecer que se iban a caer apenas alguien se apoyara en ellos. Tiene sentido. En TVN, Leppe no solo estableció un estándar mínimo de calidad en nuestras telenovelas sino que también sugirió la posibilidad de leerlos políticamente. Ahí, la perfección de los decorados era amplificada por una iluminación que remedaba la luz natural o acaso la inventaba de nuevo, tal vez para potenciar ese país ficticio que Sabatini aspiraba a presentar como una comunidad posible para el Chile de la primera Concertación. De nuevo, Leppe como una sombra. De nuevo, Leppe como un secreto. Anoto esto porque quizás había una especie de utopía sentimental colándose ahí en ese contrabando, en esa ficción trash.

Algo de eso hay en las pinturas que exhibió en la galería D21 hace pocos años. Cuadros de gran formato, en ellos el collage convive con las manchas de todo tipo. Ahí, las viejas fotografías se intercalan con tachaduras y flores, con texturas rugosas y opacas que quizás remedan el muro de adobe descascarado de una vieja casa, como si único objetivo fuese mostrar lo que queda en pie después de una catástrofe, los fetiches de la vida privada que sobreviven a la destrucción y al olvido y vuelven como una marea llena de escombros.

Ahora mismo, hay mucha gente contando historias sobre Leppe, tratando de ordenar visiones contradictorias, preguntándose quién fue y qué significó para la cultura chilena. Anoto una, que me narra Matías Rivas por teléfono. Rivas me dice que fue Leppe quien ensayó con Ricardo Lagos el gesto de indicar con el dedo a Pinochet en esa entrevista clásica con Raquel Correa. Que el dedo de Lagos puede haber sido una performance de Lagos y Leppe. Por supuesto, veo el video, que está en youtube. Es raro verlo de nuevo. Es raro confrontar la propia memoria afectiva: me doy cuenta de que Lagos está en control de la situación, sabe qué va a decir, mira a los lados, preparándose. Toma aire. Apenas vacila. Canaliza la ira. Habla claro. Levanta el dedo. Nunca explota. Todo funciona a la perfección, todo tiene sentido.

Ya sabemos que Lagos pasó a historia por ese momento. Que liberó algo, que él mismo va a estar atado a esos segundos para siempre. Y a Leppe. Porque Leppe está ahí detrás, es el maestro que sabe que el cuerpo es la única categoría posible, que la carne es una verdad inapelable, que todo pasa por ahí. El shock y el encuentro, el asco y la identidad, como si hubiera un lazo entre todo eso, como si no hubiera que decir nada, salvo recordar eso que Leppe y los artistas de su generación nos enseñaron como una lección imborrable: a aprender a descubrir lo que la historia calla en lo que la piel afirma.

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