Por Álvaro Bisama, escritor Julio 22, 2015

"Mad Max" es lejos el mejor estreno del año porque es todo lo que las cintas de Marvel y DC Comics no van a ser: una obra de autor, una narración de una violencia espesa e irreal, un espectáculo atroz cuyos primeros apuntes comenzaron a fines de los setenta.

En el año 2000, el guionista inglés Warren Ellis publicó "El manifiesto del viejo bastardo", un ensayo con voluntad de diatriba donde abordaba el estado de la industria del cómic. Ellis venía de trabajar para Marvel, DC Comics y WildStorm, y estaba cansado. Ellis se preguntaba por la madurez emocional y estética del medio en el que trabajaba, que esperaba que se volviese un mercado diverso, pero también adulto. Anotaba: "Demasiada energía de la industria está focalizada en crear cómics para chicos que los chicos o no leen o no encuentran. La cultura de distribución de los cómics es casi exclusivamente un medioambiente para varones adolescentes de todas las edades". 

Pero cuando Ellis vomitaba sus dudas aún Disney no compraba Marvel ni Lucasfilm, ni aparecía por ningún lado Kevin Feige (productor de los proyectos Marvel para Disney), ni DC Comics se hundía en un pantano de estulticia sin fondo. Ese año, Frank Miller todavía no terminaba de volverse un reaccionario recalcitrante, y tipos como Zack Snyder y Christopher Nolan y su mediocre guionista David S. Goyer aún no ponían sus manos sobre nada. Sí, estaba Blade pero daba un poco lo mismo, salvo por lo que le habían robado en The Matrix. En ese momento las películas de superhéroes eran sólo películas de superhéroes, nichos dentro de un nicho, a lo más un cine de efectos especiales barnizado con alguna pátina de fan service. Por lo mismo, el manifiesto de Ellis era incendiario pues se preguntaba por el lugar de los artistas en esa industria, a quienes describía con una imagen bien poco halagadora: "Estás escribiendo para un varón soltero de cuarenta y cinco años que vive en un departamento de una habitación, que escucha a Madonna y que probablemente se está masturbando sobre tu obra. Quiero que tengas esa imagen en tu cabeza la próxima vez que te sientes a crear una de esas obras. Tu peor fan pesadillesco de convención, bañándose en transpiración mientras fuerza su mirada a través de gruesas lentes para ver tu dibujo de Zoom Woman".

Han pasado quince años y es imposible no volver sobre ese texto, ahora que las películas de superhéroes parecen dominar la industria, con una Marvel que tiene un plan detallado de estrenos hasta el año 2019 que parece su propia carrera espacial, y una Warner (dueña de DC Comics) que sigue empeñada en creer que Zack Snyder (Batman v Superman, El hombre de acero) puede resucitar el espíritu renovador que sus historietas tenían en los ochenta, cuando la editora Karen Berger recorría Inglaterra para fichar a Alan Moore, Neil Gaiman, Grant Morrison o Dave McKean. 

En ese contexto, ¿a quién podría importarle una película sobre el Hombre Hormiga? Sí, en los cómics hay algo tortuoso en él por el lado de Hank Pym (que en la cinta interpreta Michael Douglas): un personaje importante en los cómics de Avengers, un científico loco que crea robots genocidas, al que se le ocurren todo tipo de ideas psicotrónicas y que, además, es conocido por golpear a su mujer. Sí, está bien, pero no tanto. Con suerte, el Hombre Hormiga era un héroe menor, alguien que ha cambiado de identidad tantas veces que sirve de comodín para cualquier cosa, como si importara bien poco que lo mataran o le hicieran una cinta. 

Es imposible no pensar en todo lo anterior cuando uno ve Ant-Man: El Hombre Hormiga, la nueva película de Marvel. Dirigida por Peyton Reed, Ant-Man: El Hombre Hormiga es mejor que la última de los Avengers, la última de los X-Men y que todo lo que se ha filmado sobre Superman y Spider-Man en la última década. A partir de un guión del gran Edgar Wright (Shaun of the Dead)–que abandonó el proyecto–, la cinta funciona de modo eficaz al estar escrita con la velocidad de una sitcom mientras usa todos los guiños del cine indie que Soderbergh robó alguna vez para ponerlos en sus películas más taquilleras. Ahí el drama –que compete transversalmente a la autoridad y la ausencia de la figura del padre– es sólo superficial; lo que importa es la ligereza del relato, un aire de levedad que la presencia de Paul Rudd amplifica, quizás extendiendo la sombra del clan de Judd Apatow hasta los rincones más invisibles del universo Marvel.

No hay que pedirle honduras a la cinta. Reed carece de pretensión, no se toma demasiado en serio, pero es aquello lo que hace que Ant-Man: El Hombre Hormiga sea una cinta más contundente que Avengers: Era de Ultrón y X-Men: Días del futuro pasado. Por contundente quiero decir viva, un relato que respira pese a los efectos especiales y los agujeros en la trama. Por lo mismo, esa carencia de pretensión es quizás su mejor virtud, pero también la indicación de que quizás éste es el mejor camino para esta clase de cintas: un entretenimiento rápido y bien hecho y no inmersiones en la torturada psique de personajes que son carne de franquicia, al modo de Snyder o Nolan. 

Lo anterior quizás se deba a que en el fondo se trata de una cinta de género, una heist movie, esas películas del robo perfecto, al modo de La gran estafa o El golpe, lo que abre la pregunta si hay que enmarcarla en esa tradición antes que apresurarse a leerla desde el peculiar universo cinematográfico de Marvel. De hecho, aquello no es nuevo: Capitán América y el Soldado del Invierno funcionaba como un reloj porque su trasfondo eran las cintas de espías de los setenta, algo que la presencia de Robert Redford subrayaba de modo elocuente. Así, si la última de los Avengers era una basurita grandilocuente que enterraba cualquier mirada personal de su director, acá por lo menos sobrevive cierto humor sagaz que diluye lo inverosímil de la trama. Eso era lo más interesante del género, cuando se preguntaba cómo citar la tradición para darle un nuevo sentido, aunque lejos quedan los tiempos en que los cómics de Batman traían citas a Thomas Pynchon, y aún más lejos los collages que usaba el maestro Jack Kirby para construir universos ominosos y delirantes.

Por supuesto, queda en el aire la pregunta que se hacía Ellis sobre cómo los cómics pueden crecer hacia otras zonas que no fuesen los lugares comunes perpetrados por la industria. Alguna respuesta de eso hay ahora en Image, que está cumpliendo el rol que alguna vez tuvieron sellos como Epic o Vertigo, al darles libertad creativa a sus artistas y hacer que circulen trabajos tan diversos como Low, Prophet de Brandon Graham y Fatale de Brubaker/Phillips. O, en el caso del cine, con Mad Max: Furia en el Camino, una película que no es de superhéroes, pero que tiene todo para enseñarles a los burócratas de los estudios y su plan quinquenal. Mad Max es lejos el mejor estreno del año porque es todo lo que las cintas de Marvel y DC Comics no van a ser: una obra de autor, una narración de una violencia espesa e irreal, un espectáculo atroz cuyos primeros apuntes comenzaron a fines de los setenta para sobrevivir como un latido secreto que este 2015 volvió transfigurado en un espectáculo de fuego y humo y motores y cuerpos arrasados, todos atrapados en un paisaje desolador, pero también en el hecho de que George Miller, su director, no tenía que hacerle caso a nadie, salvo a sus propias pesadillas. 

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