Por Evelyn Erlij, desde Cannes Mayo 19, 2015

Tercer piso del Palais des Festivals. La sala de la conferencia de prensa está llena de periodistas. Cada año vienen 4 mil reporteros a cubrir el segundo evento mediático más grande del mundo, después de las Olimpiadas. En ese espacio con capacidad para unas 200 personas, los periodistas tienen al frente al actor Matthew McConaughey y al director Gus Van Sant, responsable de The Sea of Trees, una especie de Corín Tellado esotérico, y primer filme abucheado a rabiar en esta edición número 68 del festival, que finaliza el domingo 24 de mayo. Se esperan preguntas duras, reacciones brutales tras las críticas destructivas de la prensa. Un periodista inglés pide la palabra:
-Mr. Van Sant, amé su filme. Es lo mejor que he visto hasta ahora.

Los  comentarios adulones no paran:
-Mr. McConaughey, felicidades por esta maravillosa película. En Bangladesh, mi país, usted tiene muchos fans -dice un reportero que habla con la tesitura aguda de un castrato. Se escuchan risas. Es uno de los periodistas-personaje que están en Cannes cada año y que protagonizan un stand-up comedy involuntario cuando toman el micrófono.

-Señora Cate Blanchett -le dice en la conferencia del día siguiente a la actriz australiana, protagonista de Carol, de Todd Haynes, una de las cintas en competencia más aplaudidas, y cuyas escenas de sexo lésbico fascinaron a los morbosos-, el año pasado vino a Cannes con un filme de niños. Esta vez se trata de un drama lésbico. ¿Es difícil permanecer bella y sofisticada después de hacer todas las “cosas de noche” que hizo en la película?

La cara perfecta de Blanchett se deforma en una mueca burlona.
-¿Te refieres a filmar de noche? -pregunta la actriz. La sala estalla en risas.

Los sketches de Monty Python quedan chicos al lado de algunas conferencias de prensa: en general, de sus 45 minutos de duración, al menos 15 equivalen a tiempo perdido en preguntas absurdas (está el caso legendario de un periodista que le pidió a Scorsese que le diera trabajo a un amigo mutuo y necesitado llamado Nick Nolte) y solicitudes de saludos a los fans en países lejanos (los japoneses son los especialistas).

Las conferencias también son la prueba de que el límite que separa al periodista del groupie es delgadísimo: a su término, los reporteros vuelan de sus asientos para fotografiar a las estrellas y pedirles autógrafos. De los 4 mil acreditados, sólo un centenar pasa el día trabajando sin pausa en la sala de prensa, en el segundo piso del Palais, muy lejos del glamour y los cocktails; tomando café gratis a destajo y viendo las películas en funciones exclusivas antes que cualquier otro mortal: el único privilegio que se tiene por estar en el estrato social más bajo del festival.

Cannes es un modelo en miniatura de una sociedad capitalista de privilegios y desigualdades: está la aristocracia (los directores y estrellas clase A); la burguesía (los miembros de la industria del cine que trabajan en medio de fiestas y cocktails), y el proletariado (los periodistas que producen sin derecho a fiestas ni cocktails). En este estrato hay un sistema de castas propio que se distingue por el color de la acreditación, que depende, entre otras cosas, del tamaño e importancia del medio. ¿El mejor? El carnet blanco: acceso inmediato a funciones y conferencias sin hacer fila. ¿El peor? El amarillo, equivalente a dos horas de espera, a veces infructuosa cuando las salas ya están llenas.
Si Karl Marx fuera periodista, Cannes sería su infierno.

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Primer piso del Palais des Festivals. En Cannes se da un fenómeno extraño: el traje de noche se convierte en traje de día, y en las calles la gente común, ajena al festival, anda de gala para estar a tono con el evento. Bajo un sol que calienta a 25 grados, los turistas en smoking y vestido largo saturan las avenidas con tres esperanzas: ser fichado por un cazatalentos (claramente no pasa), ver a un famoso (rara vez pasa) o conseguir una entrada para las funciones de gala de las 16, las 19 o las 22 horas (a veces pasa).

Para ese tipo de público hay un equipo de fotógrafos oficiales del festival, destinados a retratar al ciudadano común que, por uno u otro motivo (buenos contactos, ventas piratas, etc.), logró subir a la alfombra roja. Al día siguiente, las fotos se venden en un stand: 25 euros vale la foto normal y 30 euros si se quiere un montaje con Palmas de Oro estampadas.

Hay también fotógrafos piratas, tipos que fotografían a turistas normales emperifollados con ternos y vestidos baratos, que llegan a Cannes sedientos de glamour. La costumbre es ser fotografiado frente a tiendas de lujo tipo Hermès o Chanel.

-Mire el horizonte, hacia lo lejos -le ordena uno a un señor que transpira empaquetado en su traje y que posa frente a una vitrina de relojes Omega.

En las puertas del Palais, los guardias se aseguran de que entre sólo gente acreditada; hombres de negro -la fashion police de Cannes- pesquisan que los que subirán a la alfombra roja respeten los códigos de vestimenta (smoking y humita negros para hombres, traje de noche para mujeres: el rumor de este año fue que varias mujeres fueron expulsadas de la alfombra roja por usar zapatos planos). También hay un centenar de personas que sostienen carteles: se trata del begging, el deporte de rogar por una invitación para ver películas. Cannes no permite la compra de entradas por parte del público.

-Me pedí vacaciones para venir a Cannes -cuenta Jean Michel Portal, uno de los que sostienen carteles del tipo “una sonrisa por una entrada” durante todo el día. No es un fan loco del cine, pero le atrae el brillo canneano. Mientras se pelea con una mujer que se coló frente a él (“esto es un negocio honesto, señora”, le dice), cuenta que no es difícil conseguir tickets: quienes están acreditados y no usan sus invitaciones son sancionados, por lo que muchos optan por regalarlas para que alguien las use por ellos.
Jean Michel no tuvo suerte: el día siguiente no conseguirá nada y el día subsiguiente no volverá.

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Subsuelo del Palais des Festivals. El Marché du Film, como se conoce al mercado de Cannes, es uno de los cuatro más grandes del mundo junto al American Film Market (EE.UU.); el European Film Market (Alemania) y el Hong Kong Film & TV Market (China). Tiene una superficie de 13.000m² y cada año recibe a unos 10 mil participantes. Está compuesto por stands de 5 mil empresas distribuidoras y organismos oficiales de países que buscan promover su cine. Aquí se vende de todo: estrenos hollywoodenses, cine de autor europeo, películas eróticas japonesas, cintas de terror coreanas. Negocios multimillonarios y de bajo presupuesto tienen derecho a estar aquí, siempre que puedan pagar los costos del arriendo de un stand, cuyo precio mínimo es de 4.590 euros (equivalentes a 9m²).

-Nuestro mayor éxito es la precuela de Easy Rider, Easy Rider: The Ride Back, en la que se explica por qué el personaje de Dennis Hopper estaba tan loco. Está loco porque es un veterano de guerra con síndrome de estrés postraumático. Peor aún: su familia entera son veteranos de guerra que sufren lo mismo -cuenta J.J. Rogers, de XVIII Entertainment, una distribuidora pequeña de Los Ángeles que vende filmes de fe (Por la gracia de Dios), cintas latinas (Patrulla fronteriza) y de terror (Porn Shoot Massacre), entre otros géneros.

El stand se sitúa en el piso 01 del Palais, uno de los tres espacios del mercado, y lugar donde cuesta menos dinero arrendar. En el stand de Chile -ubicado ahí también y el que tendría un costo aproximado de unos 17 mil euros- confluyen tres organismos: ProChile, el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA) y el organismo público-privado CinemaChile.

Aquí el país no sólo se promueve a nivel cinematográfico, sino también de locación, como se lee en el folleto Shoot in Chile: “Basado en los estándares de Transparencia Internacional, Chile tiene el grado más bajo de corrupción del continente. Santiago es la ciudad más segura de América Latina y tiene bajos índices de criminalidad a lo largo del país”.

-Que Chile se vea seguro dentro del barrio es una ventaja comparativa -explica Joyce Zylberberg, coordinadora de la Comisión Fílmica de Chile, dedicada a fomentar el negocio de Chile como locación, y que funciona al alero del CNCA y ProChile. Un día de rodaje de una película extranjera mediana deja entre 200 y 300 mil dólares al país, explica.

Pero los tratos no se cierran sólo en los muros del mercado: las fiestas y cocktails son espacios esenciales para negociar y hacer networking (creación de contactos), el deporte más popular de los festivales de cine. El lunes en la noche, por ejemplo, se realizó la fiesta chilena en la Playa de la Quincena, un espacio junto al mar donde hacer un evento cuesta entre 20 y 50 mil euros. Hubo DJ y bar abierto con pisco y vino chileno.

-El mercado del cine se vende en un buen cocktail, en una buena fiesta, porque todo lo demás es tan demandante, que si no lograste juntarte con alguien, lo puedes hacer en esa instancia. Es un momento relajado en que logras ver gente que no lograste ver antes. Ahí se generan, por ejemplo, reuniones e invitaciones a screenings -explica Gilda Cid, general manager de CinemaChile-. En este negocio es clave un aperitivo o un almuerzo, aunque parezca para otros mundos que lo único que hace uno acá es gozar.

Detrás del trabajo periodístico, del begging y los negocios, el goce es lo que hace adictivo a este paraíso cinéfilo delirante. Eso es Cannes: la droga mediática más grande del mundo.

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