Por Diego Zúñiga Enero 23, 2015

Es una imagen en blanco y negro: Pedro Lemebel nos da la espalda, en punta de pies, y se acurruca en un rincón, como si fuera una pequeña araña negra; nos evita, nos da la espalda, se despide. Era en ese momento –cuando aquella fotografía se estaba montando en la que sería su última exposición en vida, Arder, el año pasado en la Galería D21– una imagen devastadora, el anuncio inevitable de una despedida que no queríamos aceptar.

Que no queremos aceptar.

Había, en esa exposición, una serie de fotos, registros y videos de algunas de sus últimas performances, que seguían siendo tan perturbadoras y admirables como las que hacía junto a Francisco Casas en Las Yeguas del Apocalipsis, a fines de los 80, principios de los 90, cuando Chile era un país lleno de miedo y recato.

Sus últimas performances mostraban a un Lemebel envuelto en llamas, descendiendo por una escalera, como un bulto, exponiéndose, poniendo el cuerpo, que fue siempre lo que hizo con su literatura, con sus intervenciones. Lemebel envuelto en llamas, Lemebel dibujando un abecedario con neoprén y prendiendo cada letra con un mechero, Lemebel incendiando el lenguaje, literalmente, eso hizo en cada texto que escribió en diarios y revistas, en su novela Tengo miedo torero, en esas crónicas que leía en Radio Tierra: incendiar el lenguaje, la vida, provocar, hablar en voz alta cuando todos susurrábamos, indignarse cuando nadie lo hacía, escribir con rabia y desparpajo cuando los escritores se acomodaban, sin problemas, a la transición.

Hoy es fácil hablar en voz alta, exigir por las minorías, denunciar los abusos, las torturas, las injusticias, toda la violencia de la dictadura, pero en ese tiempo, cuando Lemebel dejaba de ser Pedro Mardones y empezaba a ser Pedro Lemebel, cuando dejaba de ser un profesor de Artes Plásticas y comenzaba a ser un artista rabioso y necesario, digo, en ese tiempo, hablar de todo eso no era fácil y él fue uno de los primeros que lo hizo con talento y sin miedo, con la lucidez necesaria para entender que alguien debía contar aquello que todos querían obviar: mostrar las heridas, las cicatrices, narrar esa larga noche que fueron los 80 y no guardarse detalles, porque Lemebel no escribía para ser respetado, sino por otros motivos.

Lemebel escribía por necesidad.

“Podría escribir clarito, podría escribir sin tantos recovecos, sin tanto remolino inútil. Podría escribir casi telegráfico para la globa y para la homologación simétrica de las lenguas arrodilladas al inglés. Nunca escribiré en inglés, con suerte digo go home. Podría escribir novelas y novelones de historias precisas de silencios simbólicos. Podría escribir en el silencio del tao con esa fastuosidad de la letra precisa y guardarme los adjetivos bajo la lengua proscrita. Podría escribir sin lengua, como un conductor de CNN, sin acento y sin sal. Pero tengo la lengua salada y las vocales me cantan en vez de educar”, escribió Lemebel en el relato que abre su libro Serenata cafiola, un texto que funciona perfectamente como una poética y que nos recuerda por qué escribía así, con ese lenguaje vivo y luminoso, lleno de ironía, lleno de inteligencia, con un ritmo desenfadado y hermoso, que le permitía leer en voz alta y convertirse en un espectáculo. Porque asistir a una lectura de Lemebel era una vivir una experiencia reveladora, escucharlo leer, incluso cuando su voz casi se apagaba, esa voz metálica con la que se presentó las últimas veces, pero que no fue impedimento para disfrutar de esos textos escritos, muchos de ellos, hace tantos años, pero que siguen pareciendo urgentes, necesarios.
Recuerdo ahora ese 2013 en el que leyó en Filba: llenó una de las salas más grandes del GAM, una sala repleta que lo ovacionó de pie, una sala conmovida, que se rió con sus bromas, que disfrutó cada palabra, cada texto, que se quedó en silencio cuando recordó a algún amigo muerto, a algún amante desaparecido, en esos años en que era joven y la vida –frágil, pobre, lleno de problemas– parecía un lugar inhóspito, pero lleno de futuro.

Una sala repleta ovacionándolo de pie: no sé, realmente, qué otro escritor chileno podría conseguir eso.

Ya vendrá el tiempo de analizar su legado, de hablar de la importancia de su trabajo visual, de su lenguaje, de sus crónicas que parece que nunca envejecerán, de esa conexión impresionante que tenía con sus lectores, que eran miles.

Ya vendrá el tiempo de entender cuan solo nos quedamos con su partida.

Ahora, quizá, para consolarnos, sólo queda releerlo, sólo queda mirar sus fotografías, recordar sus performances y recorrer Santiago, ese Santiago que escribió y reescribió como nadie lo ha hecho.
Recuerdo que cuando murió Bolaño, La Tercera tituló: “Muere Roberto Bolaño, el más terrible y talentoso de los escritores chilenos”.

Creo que hoy también podemos decir que ha muerto el más terrible y talentoso de los escritores chilenos.

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