Por Sabine Drysdale Agosto 27, 2014

Como si estuviera observando a través de un caleidoscopio en blanco y negro, el hombre de 73 años, de ropas oscuras,  barba, cejas prominentes y ojos achinados, el retratista brillante, el fotógrafo purista de cámara análoga que rehúye del color y la tecnología, está sentado en una banqueta mirándola a ella:  a ella, desnuda bajo la sombra de un árbol cuyas ramas apenas dejan pasar unos rayos que iluminan sus pechos. A ella de frente y de cerca, con la mirada intensa, abrumadora. A ella y sus piernas sugerentemente abiertas. A ella con su vestidito de novia bien corto y sexy. A ella y su cuerpo desnudo flotando en el agua. A ella con sus dos pequeñas hijas en el campo. A ella, la muchacha de 19 años con el pelo hasta la cintura. A ella, la mujer de 34, el pelo corto y tenues arrugas en los ojos. A ella tumbada sobre el parquet. A ella y su vientre plano; su vientre embarazado. A ella, Fernanda Larraín, su modelo, su mujer, la musa que lo rescató de las fauces de un cáncer al lagrimal que lo tenía al borde de la ceguera y que lo obligó a vivir -a fotografiar- cuando sentía que el camino llegaba a su fin. La mujer 39 años menor que lo enamoró con su belleza, que ahora despliega en ésta, “Un retrato. Fotografías 1998-2014”, la exposición que mira sentado en una banqueta en la Sala Matta del Museo de Bellas Artes, la más íntima que haya expuesto Luis Poirot. Es una vuelta hacia adentro, hacia sí mismo: el cuerpo de Fernanda no hace sino enfrentarlo a su propia vejez: “Yo soy ella de repente, porque soy también ese cuerpo joven. Alguna vez lo fui. Es la nostalgia de mi juventud”, dice. Una exposición que rescata las fotos personales que él le fue tomando durante los catorce años que llevan juntos. “Al principio eran simplemente fotos que yo le tomaba. Y ella era un camaleón que cambiaba día a día, según el humor. Y al mismo tiempo era un juego que se estableció  entre nosotros y ella colaboraba. Yo partía con una idea, ella me la enriquecía y jugábamos a hacer las fotos”.

-¿No le da pudor mostrarlas?
-A veces sí, a veces no. Uno es un poco exhibicionista. Es que estoy tratando de hablar de otras cosas, estoy  tratando de reflexionar sobre qué es el retrato. Me han colgado el  letrero de retratista. Yo  no soy un retratista. Eso de que hay un señor que  tiene un estudio y alguien toca la puerta y le pide un retrato, eso yo lo hago mal, porque es convencional, es forzado. Yo necesito primero pasar por una relación con la persona, los retratos parten de un encuentro con la persona. Un gran porcentaje de los retratos que he hecho en mi vida, nacen de mi iniciativa, no son encargos de nadie.

-Así va a quedar en la pobreza.
-Ya estoy en la pobreza.

Esta exposición, y el libro que tiene asociado, la financió de su propio bolsillo y el de sus amigos. A veces pasan años entre que aprieta el obturador y, cuando amplía, descubre la foto.

-¿Por qué años?
-Porque necesito ese tiempo. Yo trabajo con la lentitud, hasta que llega un momento en que estoy preparado para ver esos negativos y seleccionarlos. Muchas de estas  fotos están tomadas hace 14 años y nunca las había ampliado.  Fernanda no las había visto nunca y las vio por primera vez ahora.

-¿Y qué le dijo?
-Se sorprendió. Algunas le gustaron, otras no, como todo sujeto enfrentado  en el retrato. Las personas generalmente no se gustan cuando se ven en los retratos , ésa es la otra razón porque yo no soy  retratista. Yo hago mi visión de las cosas  y mi visión no tiene por qué coincidir con la tuya. Avedon decía que el  retrato es una opinión del fotógrafo y yo creo en eso.

-¿Y puede ser una opinión dura?
 Sí, puede ser una opinión dura.

-¿Con quién ha sido duro?
-Con los pocos políticos que me ha tocado fotografiar.

Y entonces dice que hubo uno con el que fue cruel.

Vivía en Barcelona,donde trabajaba para el diario El País. Le tocó cubrir el Parlamento y ahí, en un pasillo vacío, estaba Jordi Pujol, entonces presidente de la Generalitat de Cataluña. No había sillas y el hombre, bajo, se sentó sobre una mesa. “Yo me quedé esperando, yo sabía: este gallo va a llegar un momento en que se va a sentar, no va a resistir y va a quedar con las patas colgando. Fui muy duro porque  había tenido una serie de encuentros con él y había sido muy  pesado, muy prepotente, muy antipático. Fue una venganza. La publicaron en la portada del diario en la edición nacional. Esa vez fui cruel”.

Luis Poirot es un hombre de izquierda que abiertamente apoyó la Unidad Popular y a Salvador Allende, a quien acompañó en su campaña presidencial de 1970 . “Yo creí y creo en ese período”, dice. Fue el único fotógrafo que entró a La Moneda tras el “tanquetazo” y  sus fotografías del palacio de gobierno bombardeado el 11 de septiembre de 1973 han dado la vuelta al mundo. Durante la dictadura se fue exiliado a Francia. A su regreso, cuando trabajaba para Revista Mundo Diners, tuvo la oportunidad de retratar a Pinochet, y se ofreció.  “Yo quería ajustar cuentas con él. Pinochet ponía  siempre la sonrisa de abuelito bondadoso que le habían enseñado los asesores, con la  corbatita con la perla. Dije, eso no me sirve, él está vendiendo una imagen y yo no se la compro”.

Sacó la cámara del trípode, le puso un lente y se le acercó desde arriba, intimidante. Pinochet, que estaba sentado, firmaba unos papeles y Poirot le gritó: “¡Míreme!”.

-Levantó la cabeza , clac, clac, dos fotos, se paró y me hizo ¡grrrrr!, se dio media vuelta y se fue.

-¿Y cómo quedó el retrato?
-Feroz. Alguien me dijo que, en el fondo, la cámara era una ametralladora: tú lo estabas matando.

-¿Cómo retrataría a Michelle Bachelet?
-En blanco y negro. No sonriendo. Tratando de encontrar detrás de sus ojos la parte de dolor que todavía debe haber. No me compro la sonrisa.

Le pidieron fotografiar a Piñera para el retrato oficial, pero sus exigencias no fueron del agrado de sus asesores: estar a solas con él al menos veinte minutos y que la imagen no pudiera ser manipulada por otros.

-¿Qué  habría buscado en Piñera?
-El retrato está en los ojos, en la mirada y Piñera es una persona que rehúye mucho la mirada, porque parece que se aburre con lo que tú le estás diciendo. Decirle: “¡Quédate quieto un momento! Conversemos. Mírame”. Yo no iba a hacer una caricatura, eso sería lo fácil, lo obvio. No quería ridiculizarlo, pero sí quería tener un ser humano, no una máscara. Hacer algo honesto.

Luis Poirot estudiaba teatro en la escuela de la Universidad de Chile cuando se encontró con la fotografía. Comenzó a fotografiar los ensayos de sus compañeros, decepcionado por sus propias limitaciones como actor. Jorge Díaz, su profesor, lo estimuló para que lo tomara en serio y empezó una carrera autodidacta.  Antes de todo esto, había pasado tres “terribles años” en la Escuela Militar, donde lo mandó su padre, un francés que había sido voluntario en la Segunda Guerra Mundial,  y que por ir al frente lo había abandonado a los pocos meses de edad. No lo volvió a ver hasta que tuvo 5 años. Se podría decir, entonces, que a su padre lo conoció por fotos. Por la fotos que mandaba en sus cartas. “Yo traté de hacer la unión entre ese señor y el señor de la foto. Quizás por eso me gustan  tanto las películas de la Segunda Guerra Mundial. Quizás de ahí viene el blanco y negro”. Cuando Luis Poirot tenía 16 años, su padre volvió a irse a Francia, esta vez para siempre. Volvieron a reencontrarse en el exilio. “Cuando murió empecé a buscar las fotografías que tenía de él, para recuperar su presencia. La fotografía existe porque necesitamos que exista, necesitamos que sea ese sustituto a la presencia. Algo te trae, te trae la voz, te trae el olor, desencadena algo en tu memoria emocional. Los fotógrafos somos los preservadores de la memoria. Y tratamos de  conservar la vida más allá de la vida”.

-¿Cómo se mete su propia historia personal en sus fotos?
 -Siempre. Un día estábamos revisando negativos con Fernanda y me di cuenta de que siempre trabajaba con la destrucción. Ella me dijo: “Tú siempre estás fotografiando lo que está  a punto de desaparecer”. Eso es mi vida.

A Raúl Ruiz lo retrató en su taller un mes antes de que muriera. Ese día hacía calor, llegó agotado, se sentó, tomó un vaso de agua, conversaron banalidades, rieron. “Yo lo miré y era la cara de la vejez, de la cercanía de la muerte, que también era mi autorretrato.  Era mi vejez a través de él. Sin decirnos nada, Raúl entendió lo que yo estaba haciendo. Puse la luz y se sometió. Fue una despedida. Nos miramos y esa mirada fue un chao, durísimo. Durísimo por la honestidad de él.

A José Donoso también lo fotografió cuando estaba a punto de morir. “Estaba  medicado, enfermo, se le cerraban los ojos, se quedaba dormido en la silla, yo le gritaba: ‘¡Pepe! ¡Pepe! !Mírame!’. En un momento le dije: ‘Sácate los anteojos’. ‘No, -me dijo él- yo soy con anteojos’. ‘Ésa es tu máscara - le dije- yo te quiero fotografiar sin  máscara. Tú eres una parte demoníaca y una parte angelical que quiero tratar de encontrar’. Se sonrió. Le saqué esa foto que él odió, dijo que prohibía que se publicara, pero Pilar, su mujer, me dijo que era el mejor retrato que se le había hecho a Pepe”.

-A veces  la honestidad suya va en contra de los intereses del fotografiado.
-Claro, el fotografiado busca el halago. Yo no sé halagar, halago mal.

-Pero en esta exposición yo sólo veo halagos.
-Sí. Es que ella es tan hermosa.

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