Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Agosto 6, 2014

Habría que pensar que la farándula está existiendo en otro lado. Por ejemplo, “Anita sin filtro”, el webshow de la geisha chilena, está emitiendo su segunda temporada. El programa es el reverso desquiciado de “SQP” o “Intrusos”.

Esto me llamó la atención hace algunos años: en una emisión de Primer plano apareció entrevistado un tal Flavio Caqueo. Caqueo era coreógrafo y había participado en la primera versión de Amor ciego, aquella donde Edmundo Varas tocó guitarra, se enamoró de una muchacha rubia que parecía ignorarlo y se hizo famoso de un modo súbito, chileno y monstruoso. De hecho, esa noche Caqueo estaba en Primer plano hablando de Varas, dejándolo bien o mal o lo que fuese. En un momento de la conversación, Caqueo dijo que conocía muy bien el “ambiente” porque llevaba muchos años en él. Esa noche, escuchándolo, no sólo me pregunté de qué ambiente hablaba Caqueo. También me asombró el sentido de pertenencia con el que se refería a aquel mundo, a esos círculos de un infierno por donde decía transitar desde hace un tiempo. Esa noche, gracias a Caqueo terminé de entender que la farándula no era una cosa abstracta sino algo concreto; un mundo, un campo o una red; una colección de espacios comunes por donde ciertos personajes se perdían, volviéndose luminosos y fugaces; o se quemaban, apagándose luego en un olvido de silenciosa crueldad.

Recuerdo a Caqueo ahora, en el momento en que ese universo, el de la farándula, parece desmoronarse: sus programas caen en rating y los cancelan, no hay una renovación de rostros, los reality shows ya no le importan a nadie, como si todos (los chicos reality, los periodistas, los productores, los medios en general) hubieran perdido toda capacidad de apelación o conmoción, de eficacia.

Las señales están a la vista, pero son engañosas. La más importante, el rating que llevó al cierre de Alfombra roja en Canal 13. De hecho, todos parecen llorar por él, como si fuera el inicio de la tercera guerra mundial. Honestamente, creo que importa bien poco que se haya acabado. No era un gran programa. Era timorato y parecía hecho en la medida de lo posible, preocupado de cómo explotar el drama humano y de hacer una crítica constructiva de un mundo a todas luces despiadado, con notas que muchas veces eran simplemente la exhibición morbosa y falsamente compasiva de las miserias de alguna celebridad caída en desgracia. En el show todo parecía forzado y calculado; desde las notas de Francisco Saavedra, los comentarios sobre cultura popular de Andrés Caniulef (quien alguna vez dijo que The Ramones se llamaba así por Don Ramón, de El Chavo) y el romance difuso entre Dominique Gallego y Rodrigo Wainraihgt.

No había que ser tonto para percibirlo. Lo mismo que para darse cuenta de que, desde hace un tiempo, tanto SQP como Intrusos se han convertido en shows insulsos, emitidos con piloto automático. Hace cinco años, tenían cierto atractivo; no había temor al escándalo, al tongo miserable, a la escenificación trash sin ambigüedades, como picaresca. No era raro que los mejores momentos de Primer plano fueran eso, escenas donde la mentira era una narración consensuada que tenía tanto de retorcimiento como de candidez. El espectador conocía de antemano esa condición inverosímil, pero justamente disfrutaba de la toxicidad de la misma con figuras como Tanza Varela, Kenita Larraín, Edmundo Varas, Kike Acuña o Roberto Dueñas. Ellas representaban lo falso y lo idiota de nuestra cultura. No había periodismo ahí sino un relato de ficción, la narración de un mundo desquiciado, de una novela imposible.

¿Qué pasó? Varias cosas. Ninguna tan grave. Todas obvias. Todas cosas que los productores y los directores de programación debieron intuir hace tiempo, a pesar de que no hicieron nada. La más importante tenía que ver con que la ausencia de renovación de rostros implicaba no sólo el tedio del retorno de los mismos de siempre (de Jennifer Warner a Julio César Rodríguez, de Alejandra Valle a la doctora Cordero), sino la domesticación de sus discursos, la ausencia de novedad, del hambre de carne y de sangre. Por otro lado, ciertas condiciones de trabajo cambiaron, ya sea porque los shows de telerrealidad dejaron de ser un prime atractivo; o porque una generación completa de futbolistas maduró emocionalmente y empezó a cuidarse de las cámaras indiscretas; o debido a que, sencillamente, más allá de las discos y los shows de dudoso calibre, los únicos espectáculos revisteriles susceptibles de ser cubiertos eran los café concerts con Patricia Maldonado y Pamela Díaz.

Pero los programas de farándula recularon. No se volvieron más feroces ni exageraron sus muecas. No salieron a buscar nada. Dejaron de practicar cualquier clase de investigación. Se contentaron con lo obvio, con suponer (como en Primer plano) que la tensión sexual entre sus animadores bastaría para hacer soportable cada capítulo o que la descripción (como hacía Alfombra roja) de las condiciones de vida miserables de algún humorista olvidado bastarían para conmover a la audiencia. No funcionó. Ese mundo tenía una base muy débil, precaria y pobre, carente de toda densidad que no fuese justamente el morbo que esa pobreza parecía irradiar como relato.

Por lo mismo, habría que pensar que la farándula está existiendo en otro lado. Por ejemplo, ahora mismo, Anita sin filtro (el webshow de Anita Alvarado, la geisha chilena) está emitiendo su segunda temporada. No es un programa delicado: uno de sus últimos capítulos estaba filmado en el living de una casa y todos sus participantes estaban desnudos, salvo un transformista y un modelo cuyo cuerpo estaba cubierto con verduras y rolls de sushi del cual el resto de los panelistas comía. En el show, los asistentes mostraban sus cicatrices (uno de sus auspicios era el de una cirujana plástica) y discutían (con un frasco de manjar en la mesa y un dildo) sobre los modos de practicar el sexo oral. Todo, por supuesto, era extremo y carecía de cualquier montaje coherente, a pesar de que su director (Rodrigo García-Garcini) alguna vez estuviese a cargo de Primer plano.

Gracias a eso, el webshow era el reverso desquiciado de programas como SQP o Intrusos, justamente en lo que temieron convertirse.  Al borde de casi todo, Anita sin filtro demostraba que el ambiente del que habló Flavio Caqueo sigue ahí, pero se ha convertido en un underground intolerable, en un relato complejo de mirar, pero que reafirma los discursos que la farándula siempre fue capaz de enfrentar sin miedo: lo que sucede con los cuerpos y la lengua de la calle, con el rumor como un modo de construir comunidad, con la escenificación de un relato de la identidad hecho de puro presente, algo idiota, feroz e imposible.

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