Por Diego Zúñiga Junio 4, 2014

© Diego Guidice

En “Chicas muertas”, mientras Almada reconstruye la vida de las tres mujeres asesinadas, va relatando su propia experiencia de ser una chica de provincia que creció en medio de una violencia masculina que podía expresarse de formas muy diversas: un familiar, un amigo, el vecino.

“No tengo idea ni entiendo cómo sucedió todo con ‘El viento que arrasa’. La otra vez alguien me decía: había un agotamiento de la literatura urbana y ‘El viento…’ apareció como otra cosa. Puede ser”, dice Almada sobre la novela que fue elegida en 2012 como “libro del año” por “Revista Ñ”.

El detonante de esta historia es ese cuerpo que yace arriba de una cama, inmóvil, muerto. El cuerpo de una mujer, de una joven de provincia que muere en una noche de noviembre de 1986 en su casa, en su cama, mientras dormía: alguien le ha enterrado un cuchillo en el corazón.

Esa muchacha se llamaba Andrea Danne y vivía en San José, un pueblo a más de 300 kilómetros al norte de Buenos Aires, en la provincia de Entre Ríos, la misma  donde queda Villa Elisa, el pueblo donde nació y creció la escritora Selva Almada (1973), que muchos años después ha decidido contar esa historia. La historia de Andrea, pero también la historia de Sara Mundín y de María Luisa Quevedo: tres jóvenes que murieron durante los años 80 en distintos pueblos de Argentina, y que Almada intenta reconstruir en Chicas muertas (Literatura Random House), una investigación sobre estos femicidios, pero también otra cosa: un relato descarnado sobre la violencia de género, sobre crímenes impunes, sobre mujeres que fueron asesinadas y cuyos casos se cerraron sin culpables. Con muchos, muchísimos sospechosos, pero sin culpables.

Selva Almada tenía 13 años cuando escuchó en la radio que una chica de su edad, un poco mayor, Andrea, había muerto con un cuchillo en su corazón, a unos pocos kilómetros, en un pueblo vecino.

“Esa mañana la noticia de la chica muerta me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos”, anota Almada en Chicas muertas.

Lo que sintió Almada en ese momento no lo olvidó nunca más. Tampoco la noticia. Tampoco a Andrea, esa muerte, ese cuerpo joven, esa sangre, esa puñalada. No pudo olvidarlos porque de alguna forma aquella noticia la hizo entender cuán vulnerable era la vida de cualquier chica de provincia: podías vivir lejos de la ciudad, de las luces, del peligro, pero la muerte también podía estar ahí, en esos pueblos silenciosos, olvidados, tranquilos. 

Eso entendió aquella mañana, y eso la llevó, inevitablemente, a darse cuenta de que todos los años, todos los meses, en algún pueblito de Argentina aparecía una mujer muerta, un cuerpo tirado en un río, en una acequia, al borde del camino, sin ninguna explicación.

Así descubrió el asesinato de Sara Mundín en marzo de 1988, cuando desapareció y finalmente encontraron sus restos -aunque nunca hubo certeza de que fueran de ella- a fines de ese año, a orillas de un río de Villa Nueva, en la provincia de Córdoba.

Así también se encontró, mucho tiempo después, con la noticia de la conmemoración de los 25 años del crimen de María Luisa Quevedo en una ciudad de la provincia del Chaco, ocurrido en diciembre de 1983: tenía 15 años, la violaron, la estrangularon y dejaron su cuerpo en un terreno baldío a las afueras de la ciudad.

Y así se multiplicaban las chicas muertas -todos asesinatos impunes -, y así no pudo olvidar, puntualmente, a Andrea, Sara y María Luisa.

Y, entonces, no le quedó otra opción que escribirlas. Escribirlas para recordarlas, para hacer, de alguna forma, justicia, pero también para dejarlas ir.

 

                                                                                              ***

“¿De dónde sale este libro sorprendente?”.

La pregunta la hace Beatriz Sarlo y ese libro sorprendente del que habla es El viento que arrasa, la primera novela de Selva Almada, publicada en 2012 y que resultó ser una pequeña -y hermosa- tormenta para la literatura argentina: una novela breve y contundente, cuatro personajes, un reverendo, unos niños, un mecánico, un pueblito al norte de Argentina, el calor y una tormenta que se avecina.

Una tormenta que está a punto de estallar.

Eso es y eso fue El viento que arrasa; una tormenta que se desató, finalmente, cuando  Sarlo reseñó la novela en el diario Perfil y todos empezaron a leer a Almada, todos empezaron a hablar de esta autora que ya había publicado un libro de poemas, un libro de cuentos y una novela breve, pero que recién en 2012, con esta novela editada por Mardulce, llegaba a esos lectores que nunca habían escuchado su nombre.

Selva Almada: estudió Periodismo en Paraná, luego lo abandonó por Literatura, después empezó a escribir. Tenía 19, 20 años. Ganó un concurso. Siguió escribiendo y leyendo: a Onetti, a Faulkner, a Flannery O’Connor. Y decidió que quería vivir en Buenos Aires, que quería ver qué pasaba en la capital. Y en 1999 se fue por unos meses y entró a un taller de Alberto Laiseca, un escritor de culto, admirado por Fogwill, Piglia y Aira.

A ese taller entró Selva Almada, y luego de unos meses tuvo que volver a Paraná a terminar de estudiar, pero en 2000 finalmente se instaló en Buenos Aires y continuó yendo a los talleres de Laiseca, se hicieron amigos, lo iba a visitar todos los lunes junto a otros escritores jóvenes que se formaron en ese taller. Y fue ahí donde mostró los primeros textos que conformarían El viento que arrasa.

Nadie pensó, eso sí, que el libro iba a desatar una tormenta. Pero así fue; primero vino la crítica de Sarlo y luego Revista Ñ lo eligió “libro del año”. Se acumularon las críticas positivas y aumentaron las ventas: dos años después de que se publicara, El viento que arrasa lleva seis ediciones y está traducido al francés y al holandés, y puso a su autora en la primera línea de los autores jóvenes argentinos: esa línea en la que todo es expectativas.

-Para que ocurriera todo eso fue clave la crítica que le hace Sarlo -dice Almada desde Buenos Aires, donde vive hace más de 10 años-. A partir de ahí empieza a haber un movimiento con el libro, me empieza a escribir gente a Facebook y ahí dije: “ah, no van a ser los mismos lectores que habían tenido mis otros libros”.

Fue la crítica de Beatriz Sarlo, pero también algo un poco más complejo y difícil de descifrar. En una serie de entrevistas de El País a nuevos autores latinoamericanos, el cronista chileno-argentino Cristián Alarcón definió en gran parte lo que es la escritura de Almada: “(en ella), el pulso de la literatura es el de un latido que amenaza con apagarse, pero avanza, sin pausa, hasta producir un nudo en el estómago, porque es inminente el abismo, que no cesa, que no llega, pero allí está agazapado. La agonía es en esta escritora el vals que suena para que sigamos la huella de lo vital”.

-No tengo ni idea ni entiendo cómo sucedió todo esto con el libro. La otra vez alguien me decía: había un agotamiento de la literatura urbana y El viento… apareció como otra cosa. Puede ser. Pero no pasó lo mismo con Ladrilleros.

 

                                                                                            ***

Ladrilleros: la novela que Almada publicó al año siguiente, también por Mardulce, y que debía responder a todas las expectativas que se hicieron con El viento….

No era fácil.

Y como bien dice ella: no, no pasó lo mismo que con El viento que arrasa.

-Sé que muchos lectores que adoran El viento… fueron corriendo a comprar Ladrilleros, pero después…  -dice y se ríe-. No sé, para mí es mejor novela que El viento…, pero es lógico que pase. Es una novela muy violenta, muy desbordada, entonces es lógico que no tenga los mismos lectores. Son novelas distintas. El viento… es más amable.

Efectivamente, Ladrilleros -que se publicó además en España, por Lumen, a inicios de este año- es una novela más violenta y ambiciosa, también. Empieza con dos amigos que se enfrentan a cuchillazos en un parque de diversiones y luego, mientras agonizan, asistimos al recuerdo fantasmagórico de sus padres, de historias familiares que se entrecruzan y que no terminan bien.

La crítica esta vez fue dispar, y varias veces despiadada y mezquina: no dudaron en disparar ahora, después del éxito de El viento…

-Hay una cierta animosidad con los libros porque les va bien. A mí no me molestan las críticas negativas. Sí me resulta un poco raro cuando no leo una crítica negativa, sino que leo una especie de mala intención o de mala leche hacia el libro o el autor. Me parece que eso no le hace bien a la crítica -dice Almada, que acaba de lanzar Chicas muertas en Argentina y que esta semana llegó a librerías chilenas.

El proyecto empezó hace varios años atrás, pero tomó una forma más concreta en 2010, cuando obtuvo una beca del Fondo Nacional de las Artes para investigar las muertes de Andrea, Sara y María Luisa. Hizo entrevistas, se juntó con familiares, avanzó todo lo que pudo, pero luego vinieron las novelas y el proyecto se fue postergando, hasta que el año pasado sintió que tenía que concretarlo.

Y lo que hizo fue lo siguiente: le explicó a su agente que tenía este proyecto a medio camino y que lo que necesitaba era un editor, alguien con quien conversar e intercambiar opiniones. Necesitaba un interlocutor. Y fue de esa forma como llegó a Ana Laura Pérez, editora de no ficción de Penguin Random House, que resultó fundamental para la escritura de Chicas muertas.

-En la primera reunión le conté lo que tenía y así fuimos tomando decisiones. Le conté casi como un chiste, como una cosa graciosa, que había estado yendo a una astróloga y tarotista para hablar de los casos, pero que por supuesto me parecía descabellado usarlo. Y ella me dijo que la tarotista tenía que estar -cuenta Almada, que de esa forma entendió que aquella mujer también iba a ser fundamental para esta historia.

En el libro la denominó como la “Señora”: una tarotista con quien conversó durante un buen tiempo para saber más de las chicas, para ver si a través de ella podía averiguar qué había ocurrido con cada una.

-Volver a escuchar las charlas con la tarotista me sirvió mucho. Me di cuenta de que ella tejía relaciones entre los casos que yo no había visto. Y medio con esas charlas dije: bueno, puede ir por acá.

Ese ir por acá no sólo significó relacionar la conducta de las familias de las víctimas, o ver qué ocurrió con todos los involucrados -uno de los rasgos más perturbadores del libro es ver cómo casi todos los personajes relacionados con las chicas terminaron mal: suicidios, muertes absurdas, enfermedades, la miseria-, sino asumir que la voz con la que Almada debía narrar esta historia era la suya, una primera persona, una voz autobiográfica que se mezcla con la investigación, difuminando los límites entre ficción y no ficción.

-Lo que pasó es que empezaba a escribir los casos y me saltaban recuerdos de mi propia época, relacionados con la violencia de género. Entonces, a medida que escribía le iba pasando el material a mi editora, y ahí apareció su mirada muy reveladora donde me dijo: me interesa mucho más el texto cuando aparece tu propia historia -explica Almada, quien relata estos tres crímenes mientras entrecruza su propia experiencia de ser una chica de provincia que creció en medio de una violencia masculina que podía expresarse de formas muy diversas: un familiar, un amigo, el vecino.

La violencia en su máxima expresión, pero siempre en sordina, al acecho. Como en “La parte de los crímenes” de 2666, como en la primera y extraordinaria temporada de True Detective. La escritura y la mirada de Almada es así: directa, contundente, casi siempre perturbadora.

Relacionados